lunes, 29 de agosto de 2016

Relato - Tigresa en jaula de gatas

La chica andaba sin rumbo, perdida en sus pensamientos y sin prestar la menor atención al destino al que le llevaban sus pasos. Sin darse cuenta acabó frente a un local del que salía una música que la atrajo como si de un imán se tratase.
Cuando entró a aquel bar de ambiente, no lo hizo porque se sintiese especialmente lesbiana. De hecho no lo hizo por ningún motivo en concreto. Quizá se sintiese sola, porque lo que si tenía claro es que no tenía ganas de ligar con nadie.
Abrió la puerta y notó que un par de mujeres se giraban a mirarla. Pero eso no la hizo sentir incómoda. Se quitó las gafas de sol y lanzó una mirada desafiante en torno suyo. Se apoyó en la barra y con tono firme pidió una cerveza, con la que esperaba ahogar el nudo que llevaba desde hace días en el estómago.
Se vio a sí misma mirar a las mujeres que bailaban en la pista, mover sus cuerpos de manera casi obscena, mientras las miradas lascivas parecían estar a la orden del día. Se respiraba sensualidad, pero la joven no estaba para detenerse a pensar en si eso le gustaba en aquel momento.
Le pegó un par de tragos largos a su bebida y de repente sintió una mirada que la atravesaba desde el otro lado de la estancia. Una fémina se acercó con paso decidido. Atravesó el local como si solamente existiera ella. Incluso las demás mujeres se apartaban a su paso, como si no quisieran interponerse en su camino. La chica admiró el suave contoneo de caderas de esa mujer.
Se plantó delante de ella y le sonrió, con descaró. Aunque la diferencia de edad era más que evidente, bajo esa capa de residuos evocantes de una vida llena de excesos, se adivinaba un rostro francamente hermoso.
Pero de igual modo, seguía sin verse interesada en esa reina de la selva que tenía delante.
—Hola, pequeña. ¿Cómo te llamas y que haces aquí tan sola? No tienes pinta de cliente habitual —su risa se oía como una sucesión de notas musicales que en un principio la chica no supo cuadrar con el tono áspero que esperaba oir.
—¿Y a quién le importa eso? Mi nombre no te contará mi historia, y yo no estoy segura de querer hacerlo —lapidó la chica.
—Vaya, parece que sabes defenderte. Eso no está mal, para alguien de tu edad. Acabas de decir que tu nombre no me contará tu historia, pero me ayudará a entablar una conversación contigo sin considerarte una desconocida. Y eso ya es algo —por un instante esa sonrisa descarada se suavizó en un gesto de dulzura que desconcertó a la muchacha. Pero cuando se fijó mejor, la arrogancia volvía a hacer acto de presencia en los rasgos de su interlocutora.
La chica soltó una risa amarga.
—A veces es mejor no conocer a las personas. Si hoy salgo de aquí sin saber tu nombre, a qué te dedicas o cuál es tu mayor sueño por cumplir en un futuro, hay muchas menos posibilidades de que nos veamos de nuevo y a la larga alguna de las dos pueda hacerle daño a la otra —afirmó la muchacha con la vista fija en su botella.
—¿Y qué te hace pensar que una chica como tú podría hacerle daño a alguien como yo? He vivido más que tú. Creo que, al contrario de lo que piensas, podría enseñarte muchas cosas —su tono había pasado de la incredulidad a la prepotencia, pero eso no molestó a la adolescente, más bien lo encontró divertido.
—Hagamos un trato, yo te digo mi nombre y tú me das una razón de por qué estás aquí hablando conmigo. ¿Te parece bien? —ambas se sostuvieron la mirada con una mezcla de diversión y desafío.
—Pues claro.
—Mi nombre es Rebecca. No hay abreviatura ni mote. Los hubo hace un tiempo. Pero las personas que los usaban y a los que yo llamaba amigos, desaparecieron al igual que las palabras. Podríamos decir que se los llevó el viento —cuando guardó silencio, notó que el nudo se acentuaba y se apresuró a remojarlo de nuevo.
—Veo que te hace falta otra —observó la mujer, alzando una ceja—. Ponga dos de Ginebra por aquí.
Rebecca la miró con sorpresa.
—Apenas me acabo de presentar y ya tratas de emborracharme, no pierdes el tiempo —susurró.
Una risotada acompañó el final de su frase.
—Yo no trato de emborracharte. Si no quieres aceptar mi invitación, no estás obligada a hacerlo —se burló aquella extraña que comenzaba a resultarle exótica a la joven.
—Aún no me has dicho  porque estás aquí hablando conmigo. Seguro que esas chicas de la pista te echan de menos. Parece que les han soldado el cuello para que solo puedan mirarte a ti. ¿Las has hipnotizado? —ironizó Rebecca.
—Quién sabe. Puede ser que te miren a ti, no me extrañaría. Llamas la atención. Por tu forma de entrar aquí cualquiera diría que eres la típica chica que va buscando emociones fuertes. Vistes de manera agresiva y te comportas con más agresividad aún. Si, probablemente la mayoría de la clientela ha pensado que venías aquí como un cazador en busca de un trofeo del que presumir. Y sin embargo te sientas y te quedas mirando tu botella absorta en tus pensamientos, casi como si tuvieras un principio de autismo. Sin prestarle ninguna atención a todas esas guarras a las que les faltaba tirarte su ropa interior con el número de teléfono escrito a permanente. Eso me lleva a pensar que toda tu fiereza, así como esa austeridad en tu mirada, son dos pilares esenciales de una máscara con la que pretendes esconderte del mundo, o lo que es lo mismo: una fachada. No eres más que una fortaleza que trata de sostenerse para proteger del mundo. Por eso me has llamado la atención, y estoy aquí hablando contigo.
Después de toda esa parrafada, Rebecca se había quedado sin respiración. Parecía mentira que una mujer como aquella le hubiese calado casi al minuto de conocerla. Se sentía desnuda, y vulnerable. Trató de reponerse. Miró a aquel proyecto de detective a la cara. Desde que la había visto, sus formas, suaves pero precisas, sus cuervas, exuberantes pero no exageradas, y ese andar tan elástico y seguro le habían recordado a un felino. Parecía una tigresa en mitad de un montón de gatas en celo. Por eso llamaba la atención.
Lo que más le impactaba, es que esa tigresa, con andares de reina y con todo el bar a sus pies, se hubiese parado a desentrañar la mente de una adolescente como ella. Eso le gustó, aunque no dio señales de ello.
—Parece que Sherlock Holmes se equivocó al escoger ayudante. Me quito el sombrero, señorita…
—Caitlin. Me llaman Caitlin. Puedes llamarme Cat.
—Muy acertado —murmuró para sí Rebecca.
—Después de esto, Caitlin sometió a Rebecca a un pequeño examen que la chica aguantó sin inmutarse, ni siquiera bajó la mirada. Cat parecía satisfecha, porque sonrió.
—Y dime, Rebecca. ¿Tenías algún plan esta noche aparte de intentar morir ahogada en el fondo de una botella de cerveza? —preguntó la mujer, sin pretender una insinuación, pero derramando sexualidad por cada poro de su piel.
Una media sonrisa adornó el rostro de la aludida.
—Mis planes han cambiado. Ahora se trata de hacerlo ahogada en el fondo de un vaso de Ginebra —ambas rieron—. Perdona —se excusó—. Supongo que no tengo ningún plan mejor que estar aquí.
Caitlin pareció pensarlo un segundo.
—Quizás yo pueda hacerte cambiar de opinión, Beck.

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