lunes, 31 de octubre de 2016

Relato - El amable leñador

El sol empezaba a ponerse. El bosque estaba siendo engullido por la creciente oscuridad del crepúsculo. En lo más profundo del bosque, un leñador robusto cortaba un gran árbol. Era un hombre de enorme estatura, de por lo menos dos metros, su piel estaba curtida por el paso del tiempo y por los rayos de sol, en las jornadas de duro trabajo en el bosque. Tenía una larga, espesa y descuidada barba negra como el carbón.
Su nombre era Ignacio, aunque después de treinta años viviendo en aquella carcomida cabaña, casi no  recordaba su nombre ni su vida pasada más allá de ese lapso de tiempo. La soledad era el precio que tuvo que pagar por su pasado, un pasado casi olvidado.
Sin embargo, la vida para Ignacio no fue tan mal. A pesar de vivir en lo más profundo del bosque, él iba muy de vez en cuando a un pequeño  y apartado poblado para comprar diversos recursos que necesitaba. Ignacio pagaba todo esos recursos con su trabajo como leñador. Todo el poblado conocía y quería a Ignacio, aunque no supiesen nada acerca de su pasado antes de llegar allí. Era un hombre amable que siempre ayudaba a aquel que necesitase su ayuda. Muchas veces él ayudaba a viajeros que se perdían en aquel inmenso bosque, y los mantenía hasta que consiguiesen contactar con sus familias.
Efectivamente, por esto y por otras muchas cosas buenas que él realizó, Ignacio se consiguió una gran reputación. Haciendo que las gentes del pueblo lo viesen como un humilde héroe. Pero este héroe escondía un secreto, un oscuro secreto que había ocultado durante treinta años.
Un día como otro cualquiera, Ignacio decidió acabar con aquello que le recordaba su pecado años atrás. Cerca de su vieja cabaña, había un enorme árbol. Aquel árbol lo había plantado el viejo leñador hace treinta años, cuando él llegó al bosque. Al principio no era más que un pequeño brote, pero con los años acabó por convertirse en un majestuoso y gran árbol. Ignacio había esperado treinta largos años para cortar aquel árbol. Aquel árbol que era el memento de sus pecados.
Fue una larga tarde, pero al fin pudo tirarlo abajo. Estaba deseando que todo aquello acabase. El viejo leñador llevó un poco de la madera del árbol a su cabaña, ansioso por quemarla.
Ignacio puso unos leños en la madera, y los prendió con unas cerillas que siempre llevaba consigo. Cuando el fuego empezaba a crecer en la chimenea a Ignacio se le llenaba el corazón de sentimientos como alivio, alegría… Por fin pudo librarse de su pecado, después de tantos años.
Sin embargo, de aquel fuego comenzó a salir una negrísima humareda que fue directa a la cara del leñador. Él intentó taparse la boca pero no pudo hacer nada, el humo negro se introdujo en su boca y se abrió camino hasta sus pulmones. Ignacio tosía fuertemente, el ardiente humo negro le estaba quemando los pulmones. Se retorcía mientras tosía una sustancia oscura y espesa. Cada vez que tosía, el ardor que sentía en el interior de su cuerpo se hacía más fuerte. Sus ojos estaban enrojecidos y llenos de lágrimas, no podía ver nada. Intentó ponerse en pie para huir, pero perdió el equilibrio y acabó cayendo en las llamas de la chimenea. Intentó gritar pero era inútil. Su piel, sus ojos y toda su cabeza estaban siendo quemados por el fuego. Su piel se desprendía chamuscada de sus músculos faciales, sus ojos explotaron, su sangre cayó en el calor de las mortales brasas. Las llamas se expandieron en todo su cuerpo, el cual permanecía sin vida, y acabó por devorar toda la cabaña donde él vivió durante tantos años.
El fuego se extinguió al poco tiempo. Ya solo quedaban los restos carbonizados de la cabaña y los del cuerpo del viejo leñador. Ahora,  los espíritus de las personas que mató Ignacio, y que reposaban en aquel gran árbol, podían descansar en paz; excepto el alma del leñador, que a partir de ahora ardería en el Infierno por toda la eternidad.

martes, 25 de octubre de 2016

Relato - Gontzal el homiciano

Gontzal el Homiciano

C
ae la lluvia incesante en esta fría noche de diciembre sobre las empedradas calles de Alcaudete. El frío cala los huesos de los pobres desdichados que no tienen donde resguardarse y los nietos escuchan las viejas historias de sus abuelos, resguardados junto al fuego del hogar. Aparte de los caballeros calatravos que hacen la ronde da guardia, alumbrados con un tenue candil y cubiertos con el hábito negro sobre el sayal de la orden, no se ve un alma en las calles. El imponente castillo preside la ciudad y, deshilachado y empapado por la lluvia, ondea el pendón con la cruz de Calatrava. A unas leguas del lugar está el Moro, siempre acechante, que podría aprovechar el abrigo de la noche para lanzar una cabalgada sobre las buenas gentes cristianas que habitan este lugar.
Como bien saben vuestras mercedes, estamos en el año del Señor de 1350. Esta villa de Alcaudete está poblada por gentes procedentes de muy diversos lugares, campesinos pobres de Castilla que han venido al sur en busca de una mejor ventura, aventureros de todos los rincones de las Españas que vienen la Frontera a hacer fortuna, pardos, almogávares y mercenarios de todo tipo que frecuentan este lugar para ponerse al servicio de los señores, pues las guerras son constantes, hidalgos del norte que ven en Andalucía una oportunidad para darle mayor lustre a su linaje, piadosos monjes que vienen a estas tierras con el ánimo dispuesto para salvar el alma de los infieles, fanáticos caballeros deseosos de demostrar su valía y terminar la Reconquista, tenaces comerciantes que cruzan la frontera de moros y cristianos a menudo para hacer buenos negocios en Granada con los mercaderes genoveses, venecianos y de todas las partes del mundo musulmán que frecuentan el vecino reino nazarí… y también proscritos, criminales y delincuentes de poca monta que llegaron aquí huyendo de la justicia o amparándose en el Fuero de la Frontera. En definitiva, son gentes aguerridas y de todo pelaje quienes pueblan este lugar.
Un silencio total y absoluto se cierne sobre Alcaudete, la noche es cerrada y no hay Luna en el cielo, densas nubes cubren las estrellas y una oscuridad impenetrable envuelve la villa. El ruido de los truenos y el fuerte viento de la tormenta hielan el corazón de los lugareños y les estremecen de terror. Cuentan las viejas leyendas que en estos días invernales los espíritus salvajes recorren los campos y rondan las casas de las buenas gentes. Fantasmas, almas en pena, seres que habitan el bosque… muchos dicen que son cuentos de viejas, reminiscencias de un pasado pagano ya olvidado, pero lo cierto es que todos han oído hablar de ellas, todos rezan y piden protección a Dios contra los malos espíritus y se aferran a sus crucifijos cuando sienten el rechinar de las maderas de sus viejas viviendas.
El Maligno vive entre nosotros, bien lo saben todos. Una misteriosa plaga asola toda la Cristiandad, la muerte está muy presente, nadie escapa a ella, ni los ricos, ni los pobres. Los viajeros y comerciantes que pasan por el lugar traen terribles noticias de esta mortífera enfermedad. Ciudades como Barcelona, Valencia, Mallorca, Almería, Gerona… han sucumbido a esta calamidad. Los médicos, cristianos, moros y judíos, se afanan en buscar un remedio… pero sólo dan palos de ciego y ninguno es capaz de encontrar la cura. Cuando un desdichado cae presa de este mal, al que llaman la peste, su piel se llena de bubones. Posteriormente se suceden las toses, esputos… su piel se oscurece y el pobre infeliz muere a los pocos días. Hasta el rey, Nuestro Señor, sucumbió a este terrible mal hace unos meses. Nuestro bien amado Alfonso XI, el Justiciero, cayó presa de la enfermedad cuando trataba de tomar Gibraltar a los moros y le sucedió su hijo, el infante don Pedro. Su reinado se ha iniciado bajo estos malos augurios y según cuentan el nuevo rey ha cometido atrocidades contra la amante de su padre nada más acceder al trono. Un funesto porvenir se cierne sobre Castilla.
¿Cuál es la causa de este mal? ¿Es una obra del Maligno o es un castigo de Dios por los múltiples pecados de los hombres? Hay quien dice que los pérfidos judíos están detrás de esto, que envenenan los pozos y propagan la enfermedad. Algunos hablan de un complot de los asesinos de Cristo para eliminar a sus vecinos cristianos y hacerse finalmente con el dominio del orbe, un siniestro plan liderado por un tal Jacob de Toledo, rabino que instiga a los deicidas usureros, hijos de Satanás, en sus malvados planes. No se sabe qué hay de cierto en esto, pero se rumorea que los hebreos llevan a cabo macabros rituales con los bebés cristianos que secuestran. El Apocalipsis está cerca, la Bestia campa a sus anchas y la segunda venida de Cristo para el Juicio Final no tardará en producirse.
En la taberna La Frontera, regentada por el buen Martín Posadero, apuran los últimos tragos de vino los pocos hombres que aún están despiertos a estas horas y en una noche de perros como esta. Se trata de viajeros, a los que la tormenta les pilló de paso, alguna que otra ramera, que alquila su cuerpo a cambio de unos maravedíes, soldados que están de permiso, borrachos y gente de mal vivir en general. Nadie decente está bebiendo vino a esas horas y menos en una noche así. Sentado en una mesa, solitario y sin hablar con nadie, se encuentra una recia figura. Un hombre oscuro, con gesto severo, no muy guapo, pese a que no cuenta más que con veinte años, cejijunto, de pelo castaño y cara ancha, facciones toscas y gesto rudo. Observa el azumbre de vino fijamente, con la mirada perdida, y de manera mecánica levanta la jarra y da un trago.
Se trata de un forastero al que llaman Gontzal de Bilbo, pues es natural de esta villa vizcaína, o más comúnmente Gontzal el homiciano, pues todos saben que tiene una turbia historia detrás, aunque Gontzal es un hombre serio y de pocas palabras. Es un hombre del norte, de buen comer y de buen beber, como todos los vascongados, pero frío y de pocos amigos. Un hombre siniestro al que, los que han tenido la oportunidad de verlo combatir, saben sobradamente que no le faltan hígados ni le tiembla el pulso cuando se trata de asestar puñaladas. Algunos camaradas dicen incluso que lo han visto sonreír de placer al asesinar, que disfruta matando. Es un hombre de mala entraña, sin duda. Uno de tantos indeseables que pululan por la Frontera. Vestido con modestos paños oscuros, sin joyas ni adornos, viejos recuerdos vienen a la mente de aquel oscuro personaje mientras degusta el vino peleón de la taberna.
Gontzal es un hombre callado, observador. Prefiere ver y escuchar antes que hablar. Algunos dicen que sólo se maneja con soltura con el vascuence, de ahí su parquedad en palabras, pero lo cierto es que entiende bien tanto el castellano como la lengua andalusí, no se puede sobrevivir en la Frontera sin eso. Sencillamente es un hombre discreto. Discreción que aprendió de su padre, el viejo Endika, que era siervo de Corte al servicio de un comerciante de Bilbao. Procede de una familia de villanos, sus padres se marcharon de su caserío rural pues se vieron en la ruina tras una epidemia que enfermó su ganado y decidieron probar suerte en la villa. Gontzal ya nació en Bilbao y desde pequeño estuvo marcado por la tragedia. Su madre, Ostatxu, murió a las pocas horas de dar a luz y su padre enloqueció y se volvió huraño y taciturno con la muerte de su amada mujer. Siempre fue frío con Gontzal, al que en el fondo culpaba de la muerte de su esposa. No se volvió a casar ni tuvo más hijos y finalmente enfermó de una gripe y murió cuando Gontzal tenía catorce años.
Falto de cariño y sin nadie que se hiciera cargo de él, Gontzal comenzó a frecuentar el puerto de Bilbao y a juntarse con gente de mal vivir y peor terminar. Aprendió a nadar y unos conocimientos básicos de navegación, pues durante un tiempo fue estibador en la ría de Bilbao. Sus escasos ingresos le daban para malvivir pero pronto decidió buscarse un sobresueldo y dedicarse al robo de guante blanco. No tenía a nadie, su único amigo era Gabone, un cachorro que encontró el día de la Natividad de Nuestro Señor tirado en la calle, pues precisamente eso, Navidad, es lo que significa Gabone en vascuence. Gontzal muestra hacia su perro el cariño que no le muestra a los humanos y su fiel amigo le acompañó al sur. La falta de afecto y el haberse criado en un ambiente tan hostil han provocado un carácter agrio en Gontzal, colérico incluso, que le lleva a perder la paciencia con mucha facilidad si es provocado. Pero su imponente hechura hace que pocos sean tan insensatos como para provocarle.
Este carácter colérico le jugó una mala pasada cierta noche, en una taberna de Bilbao. Estaba apostando a los dados con una cuadrilla de forasteros venidos de Vitoria por no se sabe que asuntos, y la fortuna no le estaba acompañando. Había perdido ya un par de maravedíes cuando uno de los vitorianos comenzó a jactarse de ello y Gontzal, al que nunca le cayeron bien los alaveses, poseído por la ira, propinó un tremendo puñetazo a aquel hombre, provocando que sus tres acompañantes intervinieran en favor de su compañero y se iniciase una riña. El puñetazo había sido tan certero que al que se jactaba de su buena fortuna se le quitaron las ganas de chanza cuando escupió varios de sus dientes y yacía en el suelo inmóvil por el dolor. Al ver que sus compañeros querían gresca, Gontzal arrojó su jarra contra la desafortunada testa de otro al que también dejó fuera de combate, y se batió a puños desnudos con los otros dos. Los alaveses tampoco estaban faltos de arrestos y la riña fue encarnizada, hasta que los alguaciles llegaron al lugar, alertados por el tumulto. Sin embargo los alguaciles llegaron tarde, pues Gontzal se había ensañado a puñetazos con uno de aquellos vitorianos, que yacía inconsciente y cubierto de sangre.
Fue apresado de inmediato y juzgado por las autoridades de don Juan Núñez III de Lara y su esposa doña María Díaz de Haro, Señores de Vizcaya, que como era de esperar lo condenaron a la horca por homicidio. De esto hacía tan sólo un año con respecto a los hechos que nos ocupan, Gontzal contaba con diecinueve cuando esperaba la ejecución de la sentencia en una mazmorra bilbaína. Vida corta y desventurada que hubiera tenido, sino hubiese sido por la intervención de don Íñigo, el comerciante a cuyo servicio había estado su padre, rico hombre de la villa y prestamista, entre otras cosas, del Señor de Vizcaya. Como, según los testigos, Gontzal había despachado con sus propias manos a cuatro hombres, el juez pensó que dicha agresividad sería más útil contra los moros, y decidió conmutar la pena a Gontzal a cambio de que sirviera al rey Nuestro Señor en un castillo de la Frontera durante al menos nueve meses, por supuesto sin recibir paga alguna por ello, así como una multa de 500 maravedíes para la familia del muerto, lo que en la práctica dejaba sin dinero alguno a nuestro hombre. Así pues Gontzal, que además fue desterrado de Vizcaya, decidió iniciar una nueva vida en el sur bajo el mando del Gran Maestre de la Orden de Calatrava, en el castillo de Alcaudete.
Desterrado de su tierra, sin familia, dinero o hacienda alguna, Gontzal malvivía del botín obtenido a los moros y aceptando algún encargo poco honesto pues, además de demostrar habilidad con los puños, era un hombre diestro con la daga y certero con la ballesta. Convivía con caballeros calatravos de altos ideales, pero Gontzal sabía cuál era su función. Se le ordenaba matar y mataba, poco le importaba a él recuperar Granada para la Cristiandad o defender a los huérfanos y las viudas.
Sumido en esos pensamientos estaba cuando entró en la taberna un hombre cubierto con una capa negra, empapado por la lluvia, de edad avanzada y con un aspecto tanto o más siniestro que Gontzal. A diferencia de nuestro homiciano, aquel misterioso hombre vestía buenas ropas. No era un vulgar villano, pues además de las ropas le distinguía como caballero el hecho de portar espada. El resto de parroquianos miraron a la puerta, sorprendidos de que alguien entrase a esas horas en la taberna, pero aquel hombre se deslizó como una sombra sin fijar la vista en nadie ni descubrir siquiera su rostro. Se sentó en la mesa en la que estaba Gontzal y le inquirió, con voz seca y profunda:
— ¿Gontzal de Bilbo?
—Os estaba esperando —respondió sin inmutarse el homiciano.
—Mi señor tiene un nuevo encargo para ti —dijo aquel hombre, sin andarse con más rodeos.
— ¿De quién se trata esta vez? —respondió sin inmutarse Gontzal.
—María la Rubia, la hija de Bernardo de Locubín —contestó la siniestra figura.
— ¿El herrero? —preguntó para asegurarse Gontzal.
—El mismo, digamos que su hija… ha visto demasiado —le confirmó el hombre.
—No necesito detalles, pero Locubín es tierra cristiana… —dijo torciendo el gesto Gontzal.
— ¿Algún problema? —preguntó sorprendido aquel misterioso personaje.
—En tierra de moros puedo matar impunemente, pero en Locubín… si hay más riesgo, será más caro —dijo finalmente Gontzal.
—Veinte maravedíes ahora y otros veinte cuando acabes el trabajo —respondió el hombre dejando caer una bolsa con monedas delante de Gontzal.
—Podéis darla por muerta —dijo sin más escrúpulos Gontzal.
A la mañana siguiente la tormenta había amainado, pero todavía caían las últimas gotas de lluvia sobre las calles de Alcaudete. El olor a tierra mojada se mezclaba con una espesa niebla y un gélido frío cuando Gontzal comprobaba que su daga vizcaína estuviese bien afilada. La hoja era perfecta, bien templada y letal en sus manos. Desayunó unas gachas con algo de tocino calentado al fuego, acompañado por un mendrugo de pan mojado en vino. Se despidió de Gabone acariciando el cuello del animal, y partió con las primeras luces del alba antes de que el sargento furriel del castillo advirtiese su ausencia. El sargento era un tipo severo y disciplinado, pero incluso un hombre de armas como él, habituado al combate, temía a Gontzal, pues sabía que era un hombre con el alma negra que no tenía escrúpulos ni nada que perder. Normalmente hacía la vista gorda cuando Gontzal salía a hacer algún encargo y no le pedía cuentas por ello, pues siempre solía hacerlos en tierra de moros y volvía a los pocos días.
Gontzal ensilló uno de los caballos y partió hacia Locubín. Dejaba atrás el señorío de Calatrava para adentrarse en el señorío de Alcalá la Real, recientemente fundado por el buen rey Alfonso, quien había nombrado abad a Gil Álvarez de Albornoz. “La justicia de la Iglesia suele ser más clemente que la de los calatravos”, pensaba para sí mismo mientras recorría los caminos a un galope ligero. En apenas unas horas llegó al castillo de Locubín, cuando las mozas estaban saliendo al campo para recoger leña y algunos cazadores se adentraban en el bosque en busca de algunas perdices o algún conejo que complementara su dieta.
Gontzal avanzó al paso, con cautela, suponía que María iría al bosque a por leña para su padre. La conocía de vista, pues era una muchacha muy guapa, de unos quince años, y su padre, Bernardo, era un afamado herrero en la zona. Así pues Gontzal decidió apartarse del camino y adentrarse en el bosque. El agua de la lluvia todavía goteaba en las hojas de los árboles, la tierra se había hecho barro y el aire estaba frío, formándose vaho con la respiración. Gontzal ató a su caballo en un lugar discreto y subió a un pequeño montículo desde el cual divisaba la entrada al castillo. Desde allí vería salir a todo el que fuese al bosque desde la fortaleza.
Tal y como había previsto, apenas tuvo que esperar unos minutos para ver salir a la muchacha. María iba alegre y risueña aquel día, con una cesta a la espalda para llenarla de la leña que su padre necesitaba para el fuelle. Una vez que la joven entró en el bosque, Gontzal se movió sigiloso por entre los arbustos, esperando el lugar adecuado para asaltarla. Cuando María llegó a la espesura, Gontzal decidió que era el momento propicio. Sería rápido y certero, como siempre. En un abrir y cerrar de ojos el alma de aquella desdichada estaría con Dios y un charco de sangre se mezclaría con el barro húmedo del bosque.
Gontzal desenvainó la vizcaína y se acercó con cuidado a la niña, pero una rama inoportuna crujió bajo sus pies y María giró la cabeza. Viendo al siniestro personaje que se acercaba hacia ella daga en mano, María soltó un alarido, dejó caer la cesta con la leña y empezó a correr por el bosque. Gontzal había esperado a estar en la espesura del bosque, por lo que era poco probable que alguien la hubiese escuchado gritar, pero Gontzal no podía correr riesgos. En unos pocos minutos el bosque podía llenarse de gente, debía matarla rápidamente.
Con los nervios a flor de piel, María corría entre los árboles y las ramas, sorteando las piedras y los tocones, sin saber muy bien hacia donde iba, pues la niebla ocultaba todo. Gontzal, más acostumbrado a moverse en aquellas situaciones que su presa, tenía mucha más agilidad que la muchacha y no tardó en darle alcance y derribarla de una zancadilla. Llorando, muerta de miedo, María suplicó por su vida ante los ojos inmisericordes de Gontzal, que se disponía a sesgar la vida de aquella inocente muchacha, a la que no conocía de nada y que nada le había hecho. Todo por 40 maravedíes.
Entre sollozos, Gontzal agarró a la muchacha fuertemente del pecho y se dispuso a hundir su daga hasta el fondo de su corazón. Era una joven muy hermosa, tanto que Gontzal se sintió tentado a dar rienda suelta a su lujuria antes de matarla, pero decidió no correr más riesgos. Bastante riesgo corría ya matando a una cristiana que además era hija de un herrero reputado. Sin embargo, cuando alzó su brazo dispuesto a dar el golpe definitivo que pondría fin a la existencia de María, la joven preguntó entre lágrimas:
— ¿Eres de esa siniestra hermandad?
A Gontzal nunca le habían importado los motivos por los cuales le encargaban matar, en el fondo era un sádico que disfrutaba sintiendo el poder de quitarle la vida a otros. Sentía un placer casi sexual al matar. Pero por alguna razón las palabras de la chica le hicieron pensar. ¿De qué hermandad se trataría? Recordó las palabras del hombre que le dio en encargo: “la chica ha visto demasiado”. ¿Qué es lo que había visto? Sin duda algo lo suficientemente importante como para querer matarla. Movido por el interés más que por la compasión, pues poco le importaba a él la suerte de aquella desgraciada, Gontzal pensó que podía sacar más si conocía aquel terrible secreto que le iba a costar la vida a María. Que la información es poder es algo que ya había aprendido de su padre, como buen siervo de Corte, y que la vida en la Frontera se había encargado de recordarle a menudo.
— ¿Qué hermandad? —se decidió al fin a preguntar, sin soltar sus dedos de la ropa de la muchacha.
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte… —María rezaba entre lágrimas, ajena a la pregunta que le habían hecho.
— ¿QUÉ HERMANDAD? —volvió a insistir Gontzal, gritando y zarandeando a la muchacha.
—Por favor… no me mates, te juro que no diré nada, ¡lo juro por Dios! —suplicó María.
—Dime algo interesante y tal vez te perdone la vida —dijo Gontzal, mirando fijamente a la muchacha.
—Es… está bien, te lo contaré. Por favor, no me  hagas daño —seguía suplicando entre lágrimas la muchacha.
Gontzal aflojó un poco la presión que ejercía con sus manos sobre el pecho de María y le permitió a la muchacha que se explicase. Podía haberla degollado sin más, pero el macabro relato que le contó la muchacha fue estremecedor incluso para un hombre de su calaña. Gontzal era un hombre sin escrúpulos, pero quienes le habían empleado para este trabajo, eran personas mucho más siniestras. Gontzal decidió perdonar la vida a la muchacha. María estaba muerta de miedo y, como de costumbre, Gontzal había tomado la precaución de enmascararse antes de hacer el trabajo. Era muy poco probable que aquella niña pudiera reconocerlo o acusarle de nada y, sepa Nuestro Señor por qué, aquel hombre deleznable tuvo un arrebato impropio de piedad. Sin duda lo que María le había contado era bastante jugoso y le reportaría bastantes más beneficios que los 20 maravedíes que aún le quedaban por cobrar.
Mientras toda esta escena sucedía, unos ojos estaban fijos en Gontzal. Él, tan precavido siempre, no había notado como alguien le observaba desde la profundidad del bosque. Un anciano, de aspecto desaliñado, había contemplado toda la escena y conocía el secreto demoníaco que María había visto y que casi le cuesta la vida. Se preguntarán mis señores cuál es ese secreto, sin duda alguna ¿no es así? Bien, pierdan cuidado vuestras mercedes, que pronto les será relatado…

domingo, 23 de octubre de 2016

Presentación - Gardingo

Me llamo José Manuel pero uso el seudónimo de Gardingo para escribir. Los gardingos eran la guardia personal de los reyes godos, sus hombres de confianza, que podían impartir justicia y velar por la paz en nombre del rey por todo el reino, similares a lo que posteriormente serían los caballeros. Que haya usado este seudónimo no es una casualidad, pues soy apasionado de la Historia y precisamente por ahí suelen ir mis relatos.
Empecé a escribir de pequeño, siempre me gustaron los cuentos, los libros... y varios profesores de Lengua me animaron a hacerlo. Con 13-14 años más o menos empecé a escribir poesía también, aunque es un género que he cultivado menos que la prosa. En Bachiller gané dos concursos literarios en el IES Virgen del Carmen, donde estudiaba, uno en prosa y otro en verso. Después hice la carrera de Historia en Granada y lógicamente la novela histórica es mi género favorito. Sobre eso suelo escribir fundamentalmente: historia, mitología, fantasía épica... el pasado remoto, pagano y oculto es mi pasión. Un saludo a todos.

jueves, 20 de octubre de 2016

Poesía - Máscara victímista

Ladrillos de una falsedad eterna
que forman aquella ostentosa torre,
donde aguarda el que delicias come
y la hipócrita víctima espera.

La pusilánime inmadurez presente
en la cima de cuerpos insensatos,
que ignoran sus gélidos daños
y solo ven la realidad de su mente.

Arrancar quisiera la opresión de ideas
de infancia sin ventura socia,
de golondrinas hechas momias,
y de viles cuchilladas sinceras.

Sentir caricias de sangre en mis brazos,
roja como el llanto de la vida,
rubí como el alma de la melancolía,
que fabrica hipocresía en mis abrazos.

Mas, templa, inepta desesperación
que la preparada justicia resiste
al humano que con miedo asiste
a la destrucción de nuestro corazón.

¡Ay! Libertad, guíeme amable
por este mundo sin riendas
que cabalga sobre un caballo indomable

martes, 18 de octubre de 2016

Relato - Puro

Ya se han ido. El sonido de las sirenas se hace cada vez más débil. El ser al que he llamado hijo durante 18 años va en una bolsa de lona. Pensé que dejarlo en tus manos podría ayudarle a seguir adelante, pero sin saberlo lo arrojé a los brazos de la muerte.

Desde que tengo uso de razón, siempre que me he encontrado en un momento difícil de mi vida he recurrido a Dios, como cuando mi madre murió atropellada frente a mis ojos siendo yo una niña, y tengo claro que si no lo hubiese hecho, posiblemente hoy no sería quien soy. Así que pensé que si gracias a Él, yo había podido superar infinidad de problemas, alguien que tuviera una relación más estrecha podría ayudar a mi pequeño a superar este bache que le había hecho sufrir tanto. De modo que, aprovechando que un nuevo año académico comenzaba, lo apuntamos a las sesiones de catequesis que impartías en la iglesia de al lado de nuestra casa.

Cuando te conocimos, hacía poco tiempo que lo había dejado con una chica, tras tres años sumido en una relación infernal que lo redujo a ser un ente vacío y abúlico. No sabía qué decir, qué pensar, ni qué hacer, él solo quería agradar a todo el mundo.

Pasaron las semanas y parecía encontrarse mejor. Su autoestima aumentó, hablaba continuamente de ti, de cómo le estabas ayudando a salir de aquel pozo en el que estaba metido, incluso un día llegó muy contento a casa y nos enseñó el rosario bendecido por el Papa que le regalaste y que guardabas como una reliquia. Por primera vez en mucho tiempo pudimos respirar tranquilos, Dios parecía haber escuchado nuestras plegarias. Ahora, una de sus ángeles cuidaba de nuestro chiquillo. Pero nada es para siempre, y después de aquel retiro espiritual nunca volvería a ser el mismo.

En un principio no notamos ningún cambio, de hecho, llegamos a pensar que aquel viaje le había sentado genial. Nos explicó la rutina que seguíais en vuestro convento: Os reuníais tres veces al día, a continuación el padre abría la Biblia, señalaba un evangelio, un capítulo y una serie de versículos, se estudiaba lo que quería decir y luego se sacaba una conclusión común.

Reiteradamente nos comentaba cuánto le había abierto ese retiro los ojos, y ahí fue cuando me di cuenta de que aquel viaje lo había destrozado, de cómo tu presencia resultaba cada vez más nociva para él.

Un día, mientras íbamos a comprarle un traje para la comunión de un familiar, por primera vez en mucho tiempo comenzó a hablar de su relación, de cuánto daño le había hecho estar con esa chica, y que ella le dejase había sido lo mejor que le podía haber pasado nunca. Se refería a sí mismo como un juguete roto que gracias a la ayuda de Dios podría repararse, y nos dijo que si tú, su salvadora, no hubieses estado allí con él aconsejándole, nunca hubiera podido darse cuenta de la gravedad de sus pecados, “Caerse del caballo” lo llamaba.
Poco a poco esa obsesión por los pecados se fue disparando y con ella fue decayendo su estado de ánimo. Cada domingo iba a misa un par de horas antes para confesarse y pedirte consejo, ya que según él “así lograría mantener su alma limpia y pura, y sólo así  sería digno de entrar en el Reino de los Cielos” en caso de que el Señor lo llamase a su presencia.

La obsesión por no pecar se apoderó de él hasta tal punto que dejó de salir con sus amigos o de escuchar la música que a él le gustaba porque habían visto en catequesis que incitaba al pecado, pero en el momento en el que descubrí unas libretas con el nombre “Cartillas de ayuno”, supe que debía cortar vuestro mortal vínculo.
Cada una de ellas correspondía a un mes del año. En su interior se podía ver una serie de días tachados que parecían señalar períodos de 3 a 40 días, siendo este último período el correspondiente al de la Cuaresma, que abarca desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Resurrección. Al final de cada una de ellas había una serie de hojas dedicadas a la reflexión del individuo, y con pavor pude comprobar de lo que se trataba. Cada cierto tiempo, tomando como referencia una regla creada por Santa Teresa en el siglo XVI para sus monjas y adaptándolo a la época actual, los chicos a tu cargo competían por ver quien ayunaba mayor número de días seguidos, siendo mi pequeño el ganador de las tres últimas competiciones. Para que no nos diésemos cuenta de que estaba involucrado en este macabro juego, todas las noches, cuando ya dormíamos, vomitaba todo lo que había comido a lo largo del día, y una noche, cuando fui al baño, me lo encontré tirado en el suelo, inundado en un charco de vómito, con una de tus dichosas libretas en la mano.

Lo llevamos al hospital y, tras un par de días en observación, lo ingresamos en la planta de salud mental. Allí nos atendió el doctor Nobody. Pronto acabó siendo casi un miembro más de nuestra familia, se sintió muy identificado con nuestro caso, ya que de joven había estudiado en un colegio de monjas y sabía lo radicales que algunas podíais llegar a ser.

Tras un par de meses bajo tratamiento parecía estar mejor, ya no vomitaba lo que comía, se había dado cuenta de que el camino que le habías marcado no era el correcto y de cuánto lo dañaste, así que decidió cambiar de iglesia, pero nunca logró librarse de ti.

Hace unos días el médico le dio grandes noticias: Si todo iba bien… ¡Esta semana volveríamos a casa! Por fin se acabaría el dolor, por fin podríamos continuar con nuestras vidas, pero esta mañana tuviste que aparecer….

Aprovechando el horario matinal de visitas fuiste a verle, con tu sonrisa angelical le dijiste que debía recuperarse lo antes posible, para así poder ir al retiro espiritual que la próxima semana iba a tener lugar en vuestro convento. Este coincidía con la celebración de la Cuaresma, sería una experiencia que nunca olvidaría, pero él rehusó tu oferta, te pidió que no volvieras a contactar con él, y cuando le pediste explicaciones te dijo que eras una persona que solo le hacía daño. En ese momento firmaste vuestra sentencia de muerte, le echaste en cara todo lo que habías hecho por él, cómo se había aprovechado de tu hospitalidad y que nunca sería digno de entrar en el Reino de los Cielos.

Llegamos a casa, descansamos un rato y cuando fui a despertarlo no estaba. El armario estaba abierto de par en par y el baúl donde tenía guardado la escopeta y los cartuchos estaba vacío. Fui a la iglesia corriendo lo más rápido que pude. Debía impedir que llevase a cabo su siniestro plan, entré en la iglesia y el padre, con una mueca de espanto, me dijo que lo había visto ir hacia tu despacho, pero cuando llegué fue demasiado tarde. Lo encontré frente a la puerta, y con una inefable expresión de odio te dijo:

—Rézale a Dios todo lo que sepas, nos veremos en el infierno.

El tiempo pareció congelarse, y cuando ya me di cuenta de lo que pasaba, os vi tendidos en el suelo. Tenía el rostro desfigurado por el disparo, y tú, la causante de tanto dolor, yacías en el suelo pidiendo ayuda. La Biblia que sujetabas con la mano estaba situada sobre tu pecho.   


Experimento número 15
Resultado: FALLIDO

jueves, 13 de octubre de 2016

Relato - Amistades peligrosas

Una sombra cruzó el rostro de la joven que miraba el exterior a través de la ventana su habitación. Lo había vuelto a hacer. Se había dejado llevar por sus emociones y lo había vuelto a hacer. Con un estremecimiento, recordó lo acontecido a lo largo del día.
Sí, había llegado al instituto, de eso estaba segura. Había traspasado el umbral, había subido las escaleras y, con un profundo suspiro, había entrado en la clase donde sabía que la encontraría. Sentada, esperándola como cualquier otro día. Y se había sentado a su lado, por descontado. Era una de las pocas cosas que le reportaban emoción a sus aburridos, repetitivos y frustrantes días.
Su  pequeño rayo de sol, como le gustaba llamarlo. Y ella, como todos los días, estaba radiante. Le sonrió e inició con ella una conversación trivial sobre los temas cotidianos que podían considerarse importantes en la vida de un adolescente.
Pero ella no era una adolescente cualquiera. Por determinadas circunstancias no disfrutaba de una juventud normal. No sabía lo que era disfrutar plenamente y sin atenuantes desde hacía mucho tiempo. Casi le costaba recordar la sensación.
¿Cuál era el motivo de semejante situación?
«» pensó la chica «Sólo hay un único motivo condicionando mi vida entera»
Y sonrió sardónicamente ante esta idea.
«La única razón, estúpida descerebrada, es que has sido tan idiota cómo para enamorarte de tu mejor amiga» Hacía ya tiempo que era capaz de pensar en el sentido completo de esta frase sin envenenarse.
Antes, en lo que a ella le parecía otra vida, era capaz de ser feliz con lo poco que le ofrecía la vida. Pasar un rato agradable con sus amigos, salir, pasear… Ahora todo se reducía a ella. Se veía atraída a ella como si de un planeta se tratase. Y simplemente seguía una órbita a su alrededor, lo mismo que se podría comparar con la estela que sigue fielmente al cometa.
¿Y a quién le importaba?
«Pues, » pensó con rabia «últimamente parece que a todo el mundo»
Sí, en los últimos días su “pequeño problema” era un secreto a voces, más que nunca. Acostumbrada a regodearse en su silencioso sufrimiento, le parecía extraño y casi molesto que a todo el mundo le diese por inmiscuirse en donde no les llamaban, por muy buenas que fueran sus intenciones.
Y sin embargo, no podía dejar de darse cuenta de que había veces en las que estallaba, en las que no podía más y se encontraba a sí misma desahogándose y hablando sin parar de lo que Elisa significaba para ella.
Sin mediar palabra, cosa nada útil cuando no había nadie alrededor, se dirigió al espejo y se miró largo rato. Era algo que hacía a menudo cuando se sentía sola.
Pero esta vez vio algo que no le gustó. Porque era lo que llevaba esperando desde hacía tiempo. Sus ojos habían perdido el brillo. Su piel se veía mortecinamente pálida bajo la luz que entraba por la ventana. Estaba muerta. Sus sentimientos la estaban consumiendo.
Se asustó de su reflejo y salió apresuradamente de la sala. En apenas unos minutos se había vestido y se disponía a salir a la calle. Cuando estuvo fuera de casa, se sintió vacía de pronto. ¿A dónde podía ir?
No encontró respuesta.
Como había hecho ya antes, se limitó a dejarse llevar y deambular por las calles sin rumbo fijo. Cada vez que se abandonaba a sus paseos, a sus meditaciones por la vía pública lo hacía con un único propósito.
Sí, como todo lo demás en su vida la única razón de ser de sus andadas era esperar encontrarla ahí, en la calle. ¿Y qué haría cuando la tuviese delante? Nunca se atrevería a hacer nada. Porque, sencillamente, no podía.
Se limitaría a saludarla con la más forzada de sus sonrisas. Como si no pasara nada, para que ella se fuese a su casa sin la menor idea de lo que necesitaba estar a su lado. Era lo que hacía siempre. Pero, afortunadamente, no la vio en esta ocasión, lo cual supuso casi un alivio para ella. No necesitaba más quebraderos de cabeza, no en ese día al menos.
Pasó por delante de una pequeña tienda de ropa que anunciaba ya con tentadores carteles y sugerentes eslóganes que invitaban a los incautos consumidores a adquirir los últimos productos para disfrutar de los restos del verano.
«El verano…»
Había pasado el verano, y con él los ratos a solas y las largas tardes en su compañía. Aquellos momentos robados del mismo Edén a veces, o eso le parecía a ella. Por supuesto aquella felicidad era compartida solo a medias por Elisa. Para ella solamente era una amiga más. Quizá más o menos buena, pero amiga al fin y al cabo.
Sin querer, sin poder evitarlo se dejó llevar para rememorar la estación veraniega…

UN VERANO COMO NINGUNO:

Las calificaciones no habían salido como esperaba. En realidad, nadie se lo podía imaginar. Aunque Sandra tenía una ligera idea de lo que se avecinaba cuando había dejado de asistir a las clases y se había ausentado a los exámenes finales. Era inevitable.
Ella misma había llevado a la espada de Damocles a pender sobre su propia cabeza. Lo había hecho con plena conciencia de que no iba a sacar nada bueno, pero aun así no había podido evitarlo.
Los últimos días de clase la estaban asfixiando. Se sentía atrapada entre las paredes de aquella cárcel que la hacían recordar día tras día que se encontraba bajo el mismo techo que ella. Y a pesar de todo no había dejado de asistir a la única clase que compartían, como si de algo vital se tratase.
A veces pensaba que solo se levantaba de la cama para asistir a esa hora semanal. Y no podía reprochárselo. Nunca se paraba a pensar en lo bueno o malo de sus acciones cuando ella estaba de por medio. Se volvía loca si lo hacía. Tenía la impresión de que a veces su personalidad se veía eclipsada con la voluntad de esa chica.
Y lo peor es que Elisa no era consciente de esto.
Daba igual lo que hiciese. Ella siempre tendría sus ojos puestos en algún hombre, eso era algo con lo que había aprendido a vivir. Desde que recordaba, desde que la había conocido más precisamente, siempre había algún hombre ocupando su mente. Al principio se le hacía un mundo este hecho, aunque con el tiempo había aprendido a sobrellevarlo.
Además estaba el hecho de que todos los chicos en los que se había fijado, por unos motivos u otros, acababan haciendo una sólida amistad con ella. Obviamente había elaborado una teoría al respecto. Siempre había sido una persona celosa. Bueno, no realmente. Explicar esto era algo muy complicado. No se podían considerar exactamente celos, sino más bien… preocupación.
Cuando veía a Elisa con un chico, lo único que podía pensar era que él le haría daño. Eso la llevaba automáticamente a un conflicto interior dado que tenía que llevar el peso de la creciente aversión hacía el muchacho en cuestión a la vez que la amistad que a veces llegaba a trabar.
Y eso era algo que la iba estrangulando.
Y ni por esas había dejado de acudir a su lado en aquellas clases.
Lo que le pasaba con ella era algo que no le había pasado nunca con nadie. Podía pasar de la más pura euforia a lo más bajo en la escala del estado anímico en apenas unos minutos.
Y casi siempre dependía del estado de ánimo, las reacciones o los sentimientos de Elisa. Pero al recibir su carta con las notas, había tomado plena conciencia de que todo estaba a punto de cambiar. De que ella podía separarse de su lado para siempre.
Por eso mismo no se planteó la opción de repetir curso ni por un segundo. Nunca le había llamado la atención estudiar, pero se hizo la promesa interior de que lo sacaría adelante, por Elisa y por sí misma.
Si hubiese sabido hacia donde la llevaría esa promesa, se lo habría pensado dos veces antes de hacérsela.
Pero una vez más, será en otra ocasión cuando os lo cuente.

martes, 4 de octubre de 2016

Relato - Abandonado

Reginald vagaba por las calles, solitario y triste, con los recuerdos felices que jamás volvería a vivir. Habían pasado cinco días desde aquel fatídico día. Él no estaba sólo por aquel entonces, tenía a Jenny a su lado, una chica pelirroja, con el cabello pelirrojo y rizado; y siempre con una sonrisa en el rostro.
Reginald y Jenny vivían en un diminuto pueblo, llamado Milton. Habían sido muy felices los dos juntos. Ambos se querían el uno al otro. Reginald siempre la despertaba con una lluvia de besos y ella se los recompensaba con un montón de abrazos. Los dos hacían bastantes cosas: salían a pasear juntos, comían juntos… A veces por las tardes lluviosas veían la televisión en la comodidad de su hogar, aunque a él le aburría bastante aquella caja de ruidos.
Todos los recuerdos felices que tenía el pobre de Reginald eran junto a su querida Jenny, pero todos esos recuerdos jamás volverán a su vida.
Sucedió dos semanas atrás, en una mañana de otoño. Reginald fue junto a Jenny a dar un paseo, como solían hacer, pero aquella vez notó algo extraño. Ese paseo era muchísimo más largo que lo habitual. Jenny lo llevó a sitios que él nunca había visitado. Además, Reginald notó a su compañera mucho más callada y pensativa que otras veces, siendo raro ya que Jenny era una chica un tanto despreocupada y alegre. De repente se pararon, Jenny miró a los ojos a Reginald y le dijo con voz apesadumbrada.
—Lo siento, Reginald, pero no podemos seguir juntos. Espero que me perdones.
Sin decir nada más, la muchacha pelirroja salió corriendo por la misma dirección en la que vinieron. Reginald la persiguió durante un buen rato, pero le perdió el rastro.
Reginald no sabía lo que pasaba, le costaba bastante asimilar lo que había pasado. Pero lo que le marcó y le rompió el corazón fue la frase “pero no podemos seguir juntos”. Después de tanto tiempo junto a ella, compartiendo momentos tan felices, no podía creer lo que estaba pasando. Jenny lo había abandonado a su suerte, en un lugar desconocido.
El pobre Reginald deambuló durante días, como otros que corrieron la misma suerte que él. Vagaba solo, con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón roto en mil pedazos.
En su camino se encontró con otros callejeros. “Cuantas vueltas da la vida”, se dijo a si mismo, “y pensar que yo siempre decía que nunca acabaría como ellos”. Esto solo le hizo volver a llorar con más ganas, ya que él se había convertido en uno de ellos
Paseó por lugares que él desconocía, pero después de tanto caminar desconsolado, llegó a un lugar que él sí conocía, ya que había ido con Jenny muchas veces.
Ese sitio era el puente llamado Overtoun Bridge. Era un puente de piedra, bastante antiguo. Estaba rodeado de una frondosa  vegetación.  Siempre que Reginald iba con su compañera a ese puente, ella siempre le advertía que no se acercase mucho  a los lados del puente. Esta advertencia hacía que Reginald sintiese más curiosidad sobre lo que había  allí.
Se armó de valor y se asomó por uno de los lados del puente. Vio muchísimos árboles y un río que surcaba en el fondo del puente, pero había algo más. Reginald sintió una fuerza bastante fuerte, que lo atraía intensamente. Estaba tan hipnotizado por algo que pensó que nunca habría hecho.
Reginald saltó al vacío, sufriendo la misma suerte que otros muchos como él que fueron víctimas de la maldición del puente Overtaun Bridge, también tétricamente conocido por muchos como “el puente de los perros suicidas”.