jueves, 13 de julio de 2017

2º Premio en la categoría Poesía - Salida del corazón

En  esos  días de verano,
la luz de mis ojos resplandecía,
al mirarte,
al estar a tu lado.

Mi ilusión,
se hizo más grande,
mi corazón,
cambió su rumbo,
mis mariposas,
cambiaron de rumbo.

Contigo,
el mundo era distinto,
mis principios,
podían ser mis principios,
contigo,
crecía mi fe.

Aprendí a contar besos infinitos
y descubrí que un abrazo,
puede llegar a durar un siglo.

Me hiciste saber,
lo que son capaces
de hacer unas manos,
tocando el Tango de Gardel al piano.

Contigo,
vislumbré los indicios
de lo que puede llegar a ser el amor.

Después,
con la presencia de tu ausencia,
anduve por senderos de esperanza,
quise andar entre estrellas,
mojé mis pies en el lodo,
me rodeé de sonrisas,
fui también feliz.

Mas,
detrás de todo ,
te echo de menos.

Y a veces,
a veces…

Me gustaría ser
la brisa helada de Madrid,
que te acaricia por las mañanas,
las bocas de metro ,
que abren tu camino.

Ser el manillar de tu bicicleta,
para que me sujetaras
en tus recorridos.

Los ordenadores que arreglas,
cuando se bloquean
por tener tantos archivos.

Ser los bemoles,
tus sostenidos,
para que me conviertas
en armonía de Chopin.

Ahora,
sé que es tarde,
el tiempo ha pasado.

La vela a San Antonio
se congela
y me arde en las entrañas,
porque entre plegaria y plegaria,
la realidad se hace puño
y golpea….
No estás  aquí.

Yo andaré para ser yo,
tu caminarás para ser tú,
Dios estará ahí,
como lo está cuando te recuerdo,
como lo estuvo en los momentos,
en que a tu a lado fui,
profundamente feliz.

                                                                           María Gámez Sánchez

martes, 11 de julio de 2017

2º Premio en la categoría Relato - Leonor

Dicen que los cuentos de las viejas no son más que eso, cuentos. Recuerdo con cariño cómo de pequeño, mi abuela me acercaba a ella en las noches de invierno mientras el alegre fuego de la chimenea chisporroteaba de fondo. Con cálida voz, empezaba a narrarme historias que ella conocía, en ocasiones historias que su madre le había contado siendo pequeña, otras, cuentos que ella misma se había inventado con el único propósito de hacerme feliz.
 Dentro de estos pensamientos infantiles, yo tenía la certeza de que cada una de las historias que yo oía de labios de mi abuela tenían siempre parte de verdad. Sabía que a través de esos cuentos, mi abuela me estaba contando su  propia historia, su vida. Una de aquellas noches, mi abuela, al término de la cena, me tomó entre sus brazos para que entrara en calor más rápidamente. Yo sonreí. Sabía de sobra lo que iba a venir a continuación. Era el ritual que inmediatamente daba pie a una de las fantásticas historias de mi abuela.
­­­­­            - ¿Ves ese cuadro de allí? -dijo mientras señalaba con sus arrugados dedos un gran marco en el que estaba representada la imagen de una hermosa mujer de pelo negro y ojos claros.
-Sí, abuela. El que está encima de la chimenea.
-Ese mismo. Tiene una historia muy especial. ¿Quieres que te la cuente? -preguntó con cariño. Inmediatamente, contesté que sí y ella comenzó su historia.
-Es hermosa, ¿verdad? -dijo con la mirada pérdida en la imagen-. Yo asentí fuertemente con la cabeza.
-Deja que te explique. Hubo hace muchos años, cuando yo no era más que una niña, una familia famosa por ser la más rica de toda la comarca. Esa familia, compuesta por sólo un matrimonio y su hijo, era vecina de nuestro pueblo, es más, vivían cerca de aquí en una gran  mansión que hoy ya ha desaparecido.  Desde pequeño, el niño había demostrado ser diferente a los demás. Era más introvertido que los demás muchachos, y siempre se le veía solo y triste. Sus padres ya no sabían qué hacer para que fuera feliz, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguían que el pequeño sonriera.
Tras una pequeña pausa, mi abuela respiró hondo y siguió con su narración.
-El niño apenas contaría con diez años cuando por fin encontró algo en lo que centrar su atención. En la feria anual de la villa, un pintor ambulante montó su tenderete en la zona más alejada del bullicio, casi al final del pueblo. Los señores de Aguilar sacaron a pasear al pequeño para que se distrajese un poco, para que la alegría de los vecinos contagiara un poco de alegría al taciturno joven. Pero ni los colores de los banderines que adornaban las azoteas y balcones, ni la música de algarabía, ni siquiera las risas de todos los que se habían echado a la calle hacían que el pequeño cambiase el gesto de su cara. Los padres, profundamente decepcionados, decidieron volver a la mansión, pero algo los detuvo. Su hijo los llamaba con gran entusiasmo. Tenía los ojos abiertos de par en par de pura excitación, las mejillas arreboladas y una sonrisa tan grande en el rostro que apenas le cabía en él. Aún asombrados, dirigieron la vista hacia donde el pequeño y fino dedo de su hijo apuntaba. El pequeño señalaba al puesto del pintor ambulante mientras gritaba una y otra vez:
- ¡Vayamos allí, por favor! ¡Quiero verlo!
Ante tal cambio de actitud, a los señores de Aguilar no les quedó más remedio que acudir al puesto del buen hombre para saciar la curiosidad de su hijo. Cuando llegaron, se encontraron con hermosos lienzos que representaban verdes paisajes, otros mares en calma y más allá estaban los retratos. Mientras su padres miraban asombrados la belleza de esos cuadros, el pequeño Miguel se apartó un poco de ellos y en la parte trasera del puesto, cubiertos por una pesada tela, encontró más retratos, pero diferentes a los que había visto expuestos. Todos ellos representaban a la misma dama. Una joven hermosa de cabello rubio y ojos negros lo miraba a través de sus larguísimas pestañas al tiempo que sonreía de una manera muy dulce en la que dejaba entrever sus pequeños dientes. Admirado por la ternura que emanaba de la imagen de la bella joven, no se dio cuenta de que el autor de aquellas maravillas se había situado detrás de él.
-La exposición está en la parte contraria del puesto, joven.
Sintiéndose pillado en falta, apenas pudo balbucir una disculpa. El hombre lo miraba con gesto serio y él se sentía muy pequeño ante su presencia. Era como si ejerciera algún tipo de poder sobre él. Antes de que le diera tiempo a disculparse de nuevo, el hombre volvió a tomar la palabra.
- ¿No es la criatura más hermosa que has visto en tu vida?
-Sí, señor. Nunca había visto a una mujer como ésta.
-Ella es mi todo. Mi musa.
Antes de que al hombre le diera tiempo de seguir explicándose, los señores de Aguilar llamaron a su hijo para, ésta vez, sí volver a su casa. Muy a su pesar, el pequeño Miguel tuvo que despedirse del hombre, mientras una gran curiosidad lo dominaba. Quería saber más acerca de la mujer del cuadro. Poco tiempo después de eso, empezó a pedirle a sus padres materiales de dibujo: caballete, lienzos, pinturas, pinceles, todo lo necesario para convertirse en pintor. Los padres, al principio, se mostraron un poco reticentes con la idea, pues creían que era otro de los caprichos de su hijo, pero el niño les hablaba con tanta pasión y parecía desearlo tanto que al final accedieron.-mi abuela se tomó un segundo para respirar y me miró de reojo para saber si yo le estaba prestando atención. Cuando se dio cuenta de que bebía de sus palabras, reanudó su historia.
Así, una mañana, el joven se despertó rodeado de colores y lienzos en blanco en los que podría plasmar todo lo que en su mente habitaba. Loco de contento, bajó las escaleras de mármol blanco tan rápido que casi parecía volar y como una exhalación, apareció ante los asombrados ojos de sus padres. Se acercó a ellos y besó a ambos fuertemente en las mejillas. Después, volvió a salir tan rápido como había entrado. Los señores de Aguilar necesitaron algunos segundos más para asimilar lo que acababa de pasar. Era la primera vez que su hijo reaccionaba así ante uno de sus regalos y sonrieron con esa felicidad inexplicable que sienten los padres.
Los años pasaron y el  pequeño Miguel se convirtió en un adolescente culto y de mejor trato que cuando era niño. Sonreía. Ya era más fácil verlo con los demás jóvenes camino del café y paseando con sus padres por la ciudad. También había avanzado mucho respecto a la pintura, que se había convertido en una de sus mayores pasiones junto con la música y la literatura. Se había convertido en un gran pintor. Todos alababan sus maravillosos cuadros en los que era capaz de retratar no sólo al modelo, sino su alma. Todo iba bien hasta que un día, allá por el mes de mayo, llegó al pueblo un mercadillo ambulante. Rápidamente, sus componentes montaron los tenderetes en la plaza mayor y con gran alegría, empezaron a pregonar sus artículos.
- ¡Sedas directamente traídas de la india! ¡Las más bellas telas del mundo!
- ¡Zapatos artesanos de la mejor calidad!
-¡Perfume francés! ¡Acérquense! ¡La esencia de la ciudad más hermosa del mundo la encontrarán aquí!
Miguel iba con sus padres, que miraban asombrados de aquí para allá mientras disfrutaban del aroma de los perfumes y del crujido de las telas. El joven los seguía a cierta distancia sin prestar mucha atención a lo que le decían, perdido en sus pensamientos, cuando de repente, captó  algo por el rabillo del ojo. Se volvió, curioso de saber qué era aquello. Una joven de cabello negro y ojos azules lo miraba fijamente a pocos metros de donde se encontraba él.
Mi abuela calló de repente. Esperé pacientemente durante algunos segundos hasta que ya no pude aguantar más y le pregunté.
-¿Quién era, abuela? -ella sonrió dulcemente y después de besarme en la frente contestó a mi pregunta.
-Era ella.
            Tras un pequeño silencio, mi abuela me estrechó contra su pecho y me dijo:
-Vamos cariño, ya es hora de que te vayas a la cama.
Recuerdo perfectamente el tono de su voz y la calidez de su mirada. Antes de irnos de la habitación, le pregunté a mi abuela cómo había llegado el cuadro a sus manos. Pero no contestó, como si no me hubiera oído. Llevado por su pequeña y arrugada mano, entré en la habitación que mi abuela había preparado para mí, y después de ayudarme a preparar la cama, me arropó y me besó en la frente. De nuevo me sonrió cómo solo ella sabía hacer y salió dejando la puerta entreabierta.
Cuando murió yo apenas contaba con veinte años. El camino a su casa para recoger las pocas pertenencias que tenía se hacía muy duro, los recuerdos se agolpaban en mi mente a un ritmo frenético. Mientras mis padres se ocupaban de los muebles de la planta de abajo, yo subí a su habitación. Revisando uno de los cajones, encontré una pequeña caja de latón con algunos vestigios de haber estado pintada alguna vez. Cuando la abrí descubrí muchas fotografías de familia, algunas tan antiguas que apenas se podían distinguir los rostros que aparecían en ellas. Fui pasando una a una las instantáneas hasta que llegué encontré dos muy especiales.  En la primera de ellas aparecía una joven de pelo negro y ojos azules; debajo, en un pequeño espacio en blanco podía leerse “Leonor a los 19 años, 1938”. La segunda era una fotografía nupcial. En ella aparecía una joven y feliz pareja de recién casados que posaban sonrientes ante la cámara, y al igual que ocurriera con la primera, ésta también estaba escrita. Aunque la tinta estaba algo borrada por los años, podía leerse “Leonor y Miguel, 15 de mayo de 1940”.
Rápidamente, bajé al salón y fui directo a la chimenea. Todavía estaba allí el cuadro. Comparé la fotografía de mi abuela con el retrato. Eran iguales. Empecé entonces a recorrer el lienzo con la mirada y en la esquina inferior derecha pude distinguir una dedicatoria: “Para Leonor. Con todo mi cariño, Miguel”.Entonces recordé la historia queme había contado. Aún hoy, después de tantos años, me asombra la capacidad de mi abuela Leonor de atraparme con sus palabras, de cómo adornaba su vida, de cómo la convertía en un cuento y a sí misma en una princesa. Todavía me parece oír su voz cada vez que miro el cuadro que preside mi estudio, desde donde escribo estas líneas.
-Buenas noches, abuela.
-Buenas noches, Miguel.

                                                                                   Teresa María López del Moral

jueves, 6 de julio de 2017

1º Premio en la Categoría Poesía - El canto del cisne en siete actos



ENTRADA Y BIENVENIDA

 Como la nota que transita
el pentagrama del vacío,
nuestra pasión se disipa.
Tan solo resuenan
los murmullos indiscretos
de un silencio.

LITURGIA DE LA PALABRA

Espuma hurtada de oleaje,
musgo en el éter,
vergel intacto,
polilla que se envuelve
en la pretérita crisálida,
noche que vuelve a ser noche
y solo noche,
noche que ya no es ganzúa
para la celda de los labios.

HOMILÍA

Somos la vertiente
luctuosa del jadeo,
somos el hastío vedado
para la grieta del sueño,
somos el cuerpo que anhela
la elipsis y el sudario,
somos pulsión de hartazgo.

RITO

Ya nos muestra la tormenta
su juramento perfecto,
ya la sombra nos acecha,
ya la espiga se doblega,
ya crepitan en la hoguera
los salmos de vid y lino.

OFRENDAS Y PLEGARIA

No podemos sortear este escollo
este escollo de caricias disecadas,
de lenguas en vuelo disonante,
de haces de miradas huidizas,
de votos y anillos apátridas.

COMUNIÓN

Vencimos al seísmo
pero nos doblegamos al espasmo.
Tal vez pesa el tiempo,
tal vez pesan más
las yemas de los dedos
que los años.

BENDICIÓN FINAL Y DESPEDIDA

 Impasibles torrentes
nunca irrigan desiertos
pero brindan sepulcros.


                                                                                    Carlos Javier Corral López

martes, 4 de julio de 2017

1º Premio en la categoría Relato - El convento

Llevaba veinte años preparando su venganza, veinte años esperando pacientemente que el día del Juicio Final llegara. Ahora, por fin, el momento y la hora se habían hecho presentes y Daniela no vaciló ni un instante en llevar a cabo su plan. Sujetó con fuerza y firmeza el pesado paño que había anudado formando un pequeño fardo y cerró los ojos para recordar cómo había llegado hasta allí.
Contaba con solo trece años cuando sus padres murieron y tanto ella como su hermana Paloma, de diez, quedaron huérfanas y desamparadas. No tenían abuelos y sus parientes más allegados, unos tíos lejanos por parte de padre, no quisieron correr con los gastos y la responsabilidad que acarreaba criar a dos niñas, en especial a la pequeña, así que decidieron encerrarlas en un convento de clausura para que al menos tuvieran techo, comida y una educación que pagarían con su eterno servicio a dios.
El día que cruzaron la grande y pesada verja que celaba el apartado convento, Daniela, que tenía cogida de la mano a su hermana menor, sintió un escalofrío cuando la Madre Superiora la miró a los ojos y, con un brillo maligno, le dijo: −Aquí no os aburriréis. Trabajar para dios es la mayor de las dichas−. Acto seguido, la religiosa sacó una llave que únicamente ella podía custodiar y se apresuró a cerrar la puerta con inexplicable júbilo. Desde ese momento y desde ese día, las vidas de Daniela y de Paloma quedaron a merced de la Madre Superiora, que decidió que la mayor de las hermanas comenzaría un periodo de noviciado durante dos años, mientras que la pequeña, que poseía un porcentaje impreciso de discapacidad mental, se dedicaría al servicio de las monjas y ejecutaría las tareas concernientes al aseo y la limpieza del convento, así como cualquier otra labor para la que fuese requerida. Luego se asignó una celda para cada niña: la de Daniela, en el mismo pasillo que el resto de las novicias; la de Paloma, sin embargo, en una sección mucho más apartada, donde las pocas celdas habitables que quedaban estaban corroídas por la humedad.
Daniela recordaba aquella noche como la peor de su vida, pero no por el miedo y la ansiedad que le generaban aquella situación, sino por la desazón que le ocasionaba no poder dormir junto a su desprotegida hermana, no poder acariciarle su cabecita, tranquilizarla y decirle que, pese a todo, seguían juntas. Sufría pensando en el sufrimiento y la incertidumbre que estaría sintiendo Paloma y, por primera vez, maldijo con todas sus fuerzas a la Madre Superiora.
Los días y las semanas fueran pasando y, por orden de la Madre Superiora, las monjas mantenían casi todo el tiempo a las dos niñas separadas. Daniela pasaba las horas estudiando religión y rezando, oyendo cómo la Hermana que ejercía de maestra proclamaba con pasión la existencia y la devoción a dios, además de la obediencia a la Madre Superiora y a las normas establecidas dentro del convento. Por su parte, Paloma pasaba las horas arrodillada fregando los pasillos, las salas comunes o las celdas de las monjas, junto a otras niñas de su edad o menores que aún no habían alcanzado la edad para empezar el noviciado. A pesar de todo esto, Daniela se escaqueaba de sus labores cada vez que podía para ir a ver su hermana, sobre todo, cuando se encontraba cerca de la zona de la cocina, pues por allí podía colarse con mayor y mejor sigilo debido al ajetreo de los guisos y cacharros. Pronto llegaron quejas a la Madre Superiora por parte de la maestra, que no aprobaba las continuas ausencias de Daniela y a la cual veía muy desmotivada. La niña no recibió castigo alguno, o lo recibió de forma indirecta y aún más efectiva, pues la ira de la Madre Superiora fue a recaer sobre Paloma, a la que tachó de inútil y vaga, mientras la arrastraba del pelo y le volcaba el agua del cubo sobre el piso para que volviera a limpiarlo todo de nuevo. Esa fue la segunda vez que Daniela maldijo a la religiosa suprema, sospechando que serían muchas veces más.
Conociendo el mal carácter y el juego sucio de la Madre Superiora, la Hermana Lucía, que poesía un corazón bondadoso y que, además, era la monja que se encargaba de la cocina, se apiadó de las dos muchachas e, intuyendo una manera de que pudieran verse más a menudo gracias a su ayuda para encubrirlas, habló con la Madre Superiora, a sabiendas de que su sugerencia iba a ser bien recibida, para que Daniela se convirtiese en su ayudante de cocina y aprendiera esta profesión a la vez que realizaba el noviciado. De esta manera, Daniela se convertiría en la futura cocinera del convento cuando la Hermana Lucía faltara y, al mismo tiempo, podrían mantenerla distraída y alejada de su hermana. Con estos últimos argumentos y añadiendo, además, que la chica mostraba una buena disposición y talento para la cocina, la Hermana Lucía consiguió que la Madre Superiora diese el visto bueno y accediese a su acertada petición.
Los meses fueron pasando y a pesar de que la ayuda de la Hermana Lucía sirvió de mucho a las dos niñas para poder verse y hablar sin que la Madre Superiora las descubriese, no bastó, sin embargo, para aplacar la crueldad y la maldad de esta que, lejos de olvidarse de Paloma, la maltrataba y la torturaba con bastante frecuencia por cualquier minucia o con cualquier excusa sucia; pero ahí no quedaba todo lo malo, sino que además la suprema tenía un comité de monjas lisonjeras que trataban de ganarse su favor imitando las acciones de la gran Madre, por lo que Paloma era vejada y maltratada por partida doble o triple.
Cuando Daniela cumplió quince años, después de sobrevivir dos en el infernal convento, se fechó el día para la ceremonia divina por la cual las novicias dejaban de serlo para pasar a ser monjas y Hermanas del convento. Acercándose el desdichado día, Daniela ya había planeado una fuga junto a su hermana aprovechando el ajetreo y el movimiento de todo el convento. Sin embargo, la imposibilidad de hacerse con la llave de la verja las obligó a trepar con torpeza y aún más tardanza; al ser su ausencia descubierta con presteza, las niñas fueron sorprendidas en su intento de huida. Esta vez tanto Daniela como Paloma recibieron un castigo ejemplar y fue para las dos el mismo. Cuando la noche ya había caído y Daniela, acostada en su cama, esperaba lo peor, oyó cómo se abría la puerta de su celda y se cerraba por fuera. A su lado oyó la voz masculina de un cura sesentón que le dijo: −Te has casado con dios y, en su defecto, yo soy la máxima representación de dios en la tierra, por lo que me debes obediencia, amor y respeto y habrás de hacer lo que yo te ordene sin cuestionar los designios del señor−. Después de esto, Daniela sintió una mano fría y temblorosa tirando de su camisón y el resto prefirió olvidarlo. Lloró y sufrió, pero más que por ella, por su hermana, por saber a ciencia cierta que a ella le estaba ocurriendo lo mismo.
Nueve meses después Paloma dio a luz a una niña, niña que por supuesto no iba a crecer ni a vivir dentro del convento ni en ningún otro sitio. La Madre Superiora se encargó de ponerle en sus inocentes brazos el cadáver de su bebé y le ordenó que lo enterrara en la franja donde se plantaban los rosales y que, cuando hubiese terminado, plantara un rosal en el mismo sitio. Cuando Paloma, con la ayuda de su hermana, empezó a cavar un hoyo para el cuerpecito de su hija, descubrió, llorando, que esa misma franja estaba llena de cadáveres de bebés enterrados y que por cada uno de ellos se había plantado un rosal. Toda una rosaleda roja para encubrir la sangre y el crimen, como si la belleza de la rosa tuviera el poder de anular la fealdad y la monstruosidad de un asesinato infantil; como si el olor de la rosa tuviera el poder de anular el hedor de un cuerpo inocente e inexperto devorado por los gusanos; como si la pureza y la gloria de la rosa tuviera el poder de limpiar las culpas de un alma siniestra, oscura e impía y liberarla de todo pecado para ser bien recibida en un paraíso plantado de rosales. Daniela ya había perdido la cuenta de las veces que había maldecido a la Madre Superiora.
Sin saber por qué, en el rosal que plantó Paloma únicamente florecieron rosas de color negro; tal vez fue en señal de revelación, de denuncia, de injusticia, de muerte, como si una rosa tuviera el poder de señalar la maldad y la culpa; tal vez fue, simplemente, porque las semillas que le entregaron eran distintas. No obstante, por este hecho, Paloma fue acusada por la Madre Superiora de estar poseída por el demonio y recibió tal paliza que murió a los dos días.
El mismo día que murió su hermana, Daniela sacó de la cocina un paño grande, un bote de cristal y una maza, y los escondió en su celda. Envolvió el tarro de cristal con el paño anudándolo muy bien y, a partir de ese mismo día y durante todos los siguientes, cuando despuntaba el alba y cantaban los gallos del convento, cuando empezaba el ruido de la mañana y el quehacer del día, Daniela daba un golpe con la maza en el vidrio envuelto. Pasaron así veinte años en los que todos los días Daniela repetía esta acción religiosamente, como un ritual sagrado, con el máximo cuidado de no ser descubierta.
Veinte largos años en los que más que vivir, lo que hizo Daniela fue sobrevivir. Después de morir Paloma la invadió el odio, la ira y el deseo de venganza y eso fue la llama que fue alimentando su día a día y su espíritu. No obstante, esos sentimientos desaparecían cuando miraba a la Hermana Lucía, cuando descubría, a través de sus pasteles, de su sonrisa y de sus caricias, lo que era la verdadera bondad y el verdadero amor y el desinterés que allí tanta falta hacían y que escaseaban de manera alarmante. Cuando murió la Hermana Lucía, también su mentora, Daniela pasó a ser la cocinera oficial del convento y ella misma eligió a dos novicias como ayudantes, de la misma manera en que la Hermana Lucía lo había hecho con ella. La muerte de su mentora se llevó consigo el odio y la ira de Daniela y ahora el único motivo por el que sufría la cocinera era por la injusticia: cada vez más novicias eran violadas a diestro y siniestro, incluso asesinadas y nadie hacía ni decía nada. Nadie denunciaba, nadie clamaba. Todos callaban y rezaban encomendándose a dios y sometiéndose a la santa voluntad de la Madre Superiora, que amenazaba, cohibía y dirigía la orden religiosa con una maldad y un maquiavelismo atroces.
−“Veinte largos años“ −pensaba Daniela, abriendo de nuevo los ojos y volviendo a la realidad mientras sujetaba con firmeza y con fuerza el pesado paño que había anudado formando un pequeño fardo. Veinte largos años golpeando el mismo vidrio lo más sigilosamente posible hasta convertirlo en un finísimo polvo. El día del Juicio Final en el que se hiciera, al fin, justicia, había llegado. Daniela fue a la cocina, mandó a las dos monjas que la ayudaban a por huevos frescos al gallinero y otras cuantas tareas, y se dispuso a hacer la comida: una sartenada bien grande para todo el convento, pues en el día del señor se comía por todo lo alto. Aprovechando su soledad, Daniela deshizo el fardo con el vidrio bien machacado hecho polvo y, cuidadosamente, lo vertió en la sartenada mientras lo mezclaba con la comida ágilmente y sonriendo con despreocupación. Cuando la comida estuvo lista y todo perfectamente preparado, Daniela se retiró a su celda con la excusa de sentirse indispuesta por una dolencia estomacal. Ese día todas las Hermanas y algunos curas y obispos que habían sido invitados para celebrar el día del Señor comieron a cuerpo de rey celebrando el convite.
Las monjas empezaron a caer enfermas una tras otra sin saber qué estaba sucediendo, mientras que Daniela también se fingía enferma. La primera en morir con las tripas desgarradas, hechas una masa sanguinolenta y escupiendo sangre por la boca fue la Madre superiora y, en una semana, el resto de monjas que habitaba el convento terminó muriendo. Daniela, con la llave que había custodiado la madre superiora ahora en su mano, se dirigió hacia la verja y la abrió con inexplicable júbilo. Salió del convento y avanzó hacia la ciudad mientras se iba despojando paso a paso de su hábito hasta quedar semidesnuda. Sonreía, empezaba a conocer su alrededor y se sentía libre por primera vez a sus treinta y cinco años. Miró las manos que eran capaces de crear verdaderas obras de arte y verdaderas explosiones de sabor encerradas en un plato; miró las manos justicieras manchadas de sangre que ahora le facilitaban la ansiada libertad que había codiciado durante más de veinte años.
–“Bendita sangre me mancha” −pensó–. “Bendito río de sangre cuyo curso me arrastra fervorosamente hacia la libertad. Dios está ahora conmigo y con mi espíritu” −.
                             

                                                                                         Lola Linares Clavero