Una noche cerrada y fría se cierne sobre la ciudad de Toledo, las
brumas cubren la Luna y la urbe regia
se encuentra en una total oscuridad. La majestuosa capital del Reino descansa
en esta noche de invierno, sin saber que se acerca el final de su esplendor. No
hay un alma en sus empedradas calles, no se ve una luz. Tan solo las tenues
antorchas de los sayones que patrullan las calles rompen la total oscuridad.
Algo terrible está a punto de suceder, el futuro del Reino pende de un hilo.
En el alcázar,
mientras todos duermen, el viejo Berthwulf, revisa viejos pliegues y códices en
su modesta habitación, plagada de alambiques, grimorios y amuletos arcanos cuyo
significado sólo él conoce. Berthwulf es un gudblostreis, un
“sacrificador divino”, consagrado al culto de los viejos anseis, los ancestros que antaño fueron adorados como dioses. Es un
experto en el gandiR, la magia
rúnica, conoce la vieja tradición que ha sobrevivido a pesar de los avatares
del pueblo godo. Aunque este antiguo culto hace siglos que es perseguido y
proscrito, el rey Wittiza es consciente de que Berthwulf, que para muchos es
sólo un viejo loco, es una persona sabia y un buen consejero, por lo que le
permite permanecer en la Corte pese a las habladurías.
Berthwulf no puede
dormir. Lleva días teniendo angustiosas pesadillas, las visiones se suceden y
no entiende bien qué quieren transmitirle los dioses. Aquella noche sabe que va
a ocurrir algo, lo presiente. Nota una extraña presencia en el alcázar, como
unas sombras desplazándose entre los pasillos, pasando inadvertidas paras los
files gardingos que velan por la seguridad del rey. Su canto rúnico aleja a
cualquier unhulþo, cualquier espíritu
salvaje, que intente acceder a aquel lugar. Pero la amenaza que se cierne sobre
el futuro del Reino no es sobrenatural, es muy humana.
En mitad de la noche
una voz de alarma despierta a todos en el alcázar. El ajetreo de personas yendo
de un lado para otro es constante. Los gardingos se dirigen a toda prisa a los
aposentos reales; algo ha sucedido. Gumasind, el conde de los gardingos y
máximo responsable de la seguridad, irrumpe en la habitación de Berthwulf.
— ¡Berthwulf! Has de venir, ¡rápido!
— ¿Qué sucede? —responde
sobresaltado el anciano.
—El rey, no respira —contesta jadeante Gumasind,
tratando de recuperar el aliento.
A toda prisa, el anciano recorre los pasillos del
alcázar y llega hasta los aposentos reales, con dos imponentes gardingos
custodiando la puerta de la alcoba que se apartan para dejarle paso a su conde
y al viejo Berthwulf. Los galenos rodean al rey, sus hijos, sollozando,
consuelan a la reina, que se lamenta entre lágrimas diciendo: “estaba bien, se
encontraba bien, y de pronto…” El capellán y confesor real reza un Padre
Nuestro, mientras los galenos pasan diversos ungüentos delante de la nariz del
viejo Wittiza, tratando de reanimarlo. Pero Berthwulf, nada más ver la regia
figura yacente en el lecho, se da cuenta de lo que ha sucedido. Su saiwala ya ha abandonado el cuerpo
físico, no hay nada que hacer. Con voz profunda y autoritaria, Berthwulf
interrumpe los rezos y las discusiones de los galenos, que se afanan en
reanimar a Wittiza: “el rey ha muerto”.
A la mañana siguiente, la ciudad de Toledo se
levanta con la trágica noticia del fallecimiento de su soberano. Los rumores de
que el rey ha sido envenenado o embrujado no paran de circular por la Corte.
Según la reina, Wittiza se encontraba perfectamente a la hora de cenar, nada
hacía indicar malestar alguno, cuando de pronto y sin motivo aparente, comenzó
a sentirse mal y decidió acostarse para descansar. Cuando su mujer acudió al
lecho, se encontró a su regio marido exánime. La señora, ahora viuda real y
custodia del legado de Wittiza, asegura que el difunto monarca ha sido
envenenado por alguno de sus enemigos.
Pero no hay tiempo que perder, el Aula Regia ya se ha reunido. Los
principales nobles de Spania están presentes y es urgente elegir un nuevo rey.
En el sur, se oyen rumores de una nueva amenaza que aguarda un momento de
debilidad al otro lado del mar. En el norte, los indómitos vascones y los
cántabros no paran de lanzar incursiones y los francos presionan en la frontera
gala. Es preciso elegir a un caudillo fuerte capaz de unir al Reino y
defenderlo de sus enemigos. Mientras que los hijos de Wittiza hablan de traición
y de regicidio, los hombres del ambicioso dux
de la Bética, Roderick, han entrado en Toledo y cercado el alcázar. Parece como
si el dux intuyese la inminente
muerte del rey y por eso se ha dirigido hacia la urbe regia con sus mesnadas, aunque por supuesto el astuto Roderick
justifica la presencia de sus hombres en pos de garantizar la seguridad en
estos momentos de incertidumbre.
Los nobles discuten entre ellos, entre los
partidarios de Roderick y aquellos que lo señalan como instigador de la muerte de
Wittiza, encabezados por los partidarios de Agila, un noble de la
Tarraconensis, al que apoyan los hijos del difunto monarca. La conversación se
vuelve más y más acalorada y parece que no se va a alcanzar un acuerdo.
Berthwulf aguarda fuera del cónclave, pero escucha los gritos y las acusaciones
mutuas. El Reino está dividido y el enemigo está a las puertas. En ese momento
un grupo de soldados del dux Roderick
irrumpen en el Aula Regia, blandiendo
sus espadas. La sala queda en silencio y Pelagius, el más fiel camarada del dux de la Bética, alzando su espada
proclama a voz en grito:
— ¡Hails Roderick, Rey de los Godos!
Los nobles partidarios de Roderick comienzan a alzar
el brazo derecho y aclamar al dux y los tibios y dubitativos, ante el hecho
consumado, no tienen más remedio que inclinarse ante el nuevo líder. Es medio
día y el obispo Oppas, con gesto serio y taciturno, ordena que las campanas de
la catedral repiqueteen y que se cante un Te
Deum por el nuevo soberano. El pueblo de Toledo espera expectante ante el
alcázar y finalmente el obispo se asoma al balcón y grita a la muchedumbre: “Rodericus Rex”.
Una vez finalizados los fastos por la coronación de
Roderick, el viejo Berthwulf solicita ver al monarca. Para Roderick, Berthwulf
es tan sólo un viejo mago, un charlatán que había regalado los oídos de Wittiza
con su palabrería. Roderick desprecia todo aquello que no es su espada y ya
está pensando en comandar la hueste real hacia el norte, para derrotar de una
vez por todas a los astures, cántabros, galaicos y vascones y demostrar que es
un rey fuerte y poderoso, como Liubagilds, que logró derrotar a los suevos, los
francos y a los bizantinos y unificar toda Spania bajo su poder. En su mente
Roderick vislumbra un glorioso reinado, lleno de victorias, y no tiene tiempo
para las tonterías de aquel viejo
loco. Sin embargo, por insistencia de la reina Egilo, más inclinada a los
asuntos metafísicos, el flamante nuevo soberano accede a hablar con Berthwulf.
Con semblante triste, consciente de que su mundo y
su estirpe están próximos a su fin, Berthwulf entra en la sala del trono.
Vestidos con lujosas ropas, con el manto púrpura revestido de oro al estilo
oriental, sentados sobre sendos tronos que presiden el gran salón, como los
viejos jefes germánicos de antaño, el rey Roderick y la reina Egilo fijan sus
ojos en aquel extraño anciano. La reina mira con curiosidad a aquel hombre, del
que tanto ha oído hablar. El monarca, en cambio, siente el tedio de las
innumerables audiencias que se ve obligado a atender. Nobles, clérigos,
gobernadores provinciales… le asedian con asuntos que él considera menores
todos los días, como la disputa entre dos campesinos por una gallina, o la
necesidad de arreglar una vieja vía romana que lleva años sin usarse… ¡y para
colmo ahora debe escuchar a este viejo loco! Él es un hombre de acción, se
siente más cómodo sobre la silla del caballo, que sobre el trono. Empuña mejor
la espada que el cetro.
Berthwulf se inclina respetuoso ante los reyes y
Roderick le hace un gesto para que se levante y le dice con desdén:
— ¿Qué es eso tan importante que habéis de decirme,
anciano?
—Mi señor, me temo que no os han informado de una
tradición que tienen los reyes cuando acceden al trono —responde de manera
pausada el anciano, reprimiendo su profundo desprecio hacia el engreído monarca
que ahora rige sus vidas.
— ¿Más tradiciones? ¿Más misas? ¿Más boato? ¡Por el
amor de Dios, estoy harto de tanta parafernalia cortesana! —responde iracundo
el rey.
—Alteza, existe una torre aquí en el alcázar de
Toledo, la llaman la Torre Encantada o la Casa de los Secretos, pues ella
contiene el tesoro real de los godos —responde el anciano, armándose de
paciencia.
—No sabía que estuviese en una torre, pero en todo
caso, el conde del tesoro se encarga de mis finanzas, ¿a dónde queréis ir a
parar, anciano? ¿Acaso tanta insistencia por verme se debe a que queréis
dinero? —responde con sorna Roderick.
—Mueren parientes, mueren riquezas, vos mismo
moriréis. Sólo sé de una cosa que nunca muere y es la reputación del muerto, si
buena la tiene, alteza —responde Berthwulf, fijando sus ojos de manera casi
insolente en el monarca.
— ¿Qué ocurre con esa torre? —responde el soberano, quien
ante la mirada penetrante del anciano ha sentido como si se le helase el
corazón. Acostumbrado a batallar toda su vida, jamás había sentido un
escalofrío de miedo similar.
—En esa torre se custodian los tesoros y los
misterios secretos de los godos desde hace siglos. Algunos incluso dicen que es
el tesoro de Alareiks, y que en su interior están el Arca de la Alianza y la
Mesa de Salomón… nadie sabe qué contiene esa cámara porque durante siglos,
nadie la ha abierto. Está cerrada bajo llave y es costumbre que cuando un rey
accede al trono, en lugar de abrirla, añada una cerradura más a la puerta, para
preservar el secreto —le explica el viejo sacerdote de manera pausada al rey.
—Deben ser innumerables las riquezas que alberga ese
lugar pues… conducidme hasta allí, anciano —responde el rey, que deja ver la
codicia en sus ojos.
—Debéis mantener la tradición, alteza —advierte
Berthwulf, consciente de las intenciones que se han despertado en la mente de
Roderick.
—Naturalmente… —dice
sonriendo el rey.
Al caer la noche el rey manda llamar al anciano para
que le conduzca a aquella Torre de los Secretos. Berthwulf conduce a Roderick
hacia el lugar, una imponente torre cercana al alcázar, custodiada por los
fieles gardingos, que presentan armas ante su rey y se apartan de la puerta
para que entre. Además de Berthwulf y Roderick, el conde del tesoro, Haimarik,
completa la expedición. Berthwulf conduce a los dos hombres escaleras abajo
hasta una gruta cuya antigüedad sobrecoge a los presentes. Una gruta llena de
extraños símbolos arcanos, que ya estaba en ese lugar mucho antes de la
construcción de la torre, mucho antes de la llegada de los godos a esta tierra,
incluso antes de la llegada de los romanos. Un santuario sagrado cuyo origen se
pierde en la noche de los tiempos. Alumbrados por la antorcha que porta
Berthwulf, los tres hombres llegan a una puerta de hierro incrustada en la
roca, sellada por decenas de cerrojos. Es la entrada de la cámara de los
secretos.
— ¿Dónde está la llave de esta cámara, Haimarik? —pregunta
el rey, que no se deja impresionar por la sacralidad del lugar.
—No hay llave, mi señor… nadie ha abierto este lugar
nunca, desde hace siglos, desde que nuestros antepasados llegaron a Spania, los
ojos de un rey jamás han visto lo que hay dentro de esta cámara —responde el
conde del tesoro, que siente como una fuerte presencia sobrenatural protege
aquella gruta.
—Entonces habrá que abrirla de otra forma… —responde
Roderick, al tiempo que saca un martillo de guerra, dispuesto a romper los
cerrojos.
— ¡Deteneos, insensato! ¡Con vuestro sacrilegio vais
a traer la ruina a todo el Reino y a todas las gentes de Spania! —grita
furibundo Berthwulf.
— ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu rey? ¿Sabes
que podría mandarte azotar por esta insolencia? —responde Roderick, lleno de
ira.
— ¡De buen grado prefiero unos azotes si con eso
impido lo que estáis a punto de hacer! ¿Es que no sabéis nada? Si profanáis
este lugar los anseis dejarán de
protegeros a vos… y a todos nosotros, pues sois nuestro rey —dice fuera de sí
Berthwulf.
— ¡Viejo loco! ¡Aparta de mi camino! —responde con
absoluto desprecio el monarca, al tiempo que empuja a Berthwulf.
—Alteza, creo que no deberíais… —intenta advertirle
el conde del tesoro, que sí conoce las viejas leyendas y además se ha quedado
sobrecogido ante la reacción del anciano.
— ¿Tú también, Haimarik? ¡Son solo supercherías
paganas! —le interrumpe riendo Roderick.
—Puede ser… pero ningún rey ha osado abrir esta
puerta, respetar el misterio, el conocimiento oculto, es lo que da al rey el
poder soberano para reinar, mi señor —trata de convencerle Haimarik.
— ¡Tonterías! Si ningún rey ha abierto este lugar es
porque ninguno se ha atrevido a hacerlo, pero yo estoy destinado a ser el rey
más grande que jamás hayan conocido los godos, yo descubriré el conocimiento antiguo
que se encuentra aquí y con él, nuestro Reino tendrá una edad de oro —responde
presuntuoso y altivo el monarca.
Movido por la ambición y la codicia, sin comprender
los profundos misterios de sus antepasados y las energías que está apunto de
liberar, Roderick blande su martillo y golpea incesante contra las cerraduras.
Uno por uno, los cerrojos empiezan a partirse y la puerta a ceder, hasta que
finalmente el último se rompe y la puerta deja de estar sellada. Después de
siglos de misterio, después de generaciones velando aquel lugar, los ojos de un
rey van a contemplar qué se encuentra en la Torre Encantada.
La puerta se abre y la cámara se presenta vacía ante
los ojos del rey. Sólo hay un cofre en medio de la sala. Berthwulf y Haimarik
no se atreven a entrar, pero Roderick deja caer su martillo y se aproxima
despacio hacia el centro de la estancia, donde se encuentra el cofre. Sólo un
cofre, nada más. “¿Tanto revuelo por un simple cofre?”, piensa el rey en voz
alta. Al llegar a él, Roderick ve que unos extraños símbolos rúnicos brillan
con el resplandor del trueno, incluso el arrogante rey siente como una gran
energía emana del cofre, como si le empujase a retirarse. Un grabado con la
forma de un martillo centellea en el centro del cofre, como si se tratase de la
última advertencia al inconsciente monarca.
— ¿Qué pone aquí, anciano? —pregunta sobrecogido
Roderick.
—Es el martillo de Þunars, que protege este lugar.
Por última vez, mi señor, os ruego que… —intenta convencerle, con lágrimas en
los ojos Berthwulf.
—La inscripción rúnica, anciano. ¿Qué dice? —sigue
preguntando el rey, desoyendo las advertencias.
—Que perderéis vuestro reino y que con vos llegará
el final del dominio de los godos en Spania —responde Berthwulf.
—Necio anciano… mañana mismo abandonaréis la Corte,
y dad gracias a que no os mando quemar en la hoguera como el pagano que sois —responde
lleno de desprecio Roderick, al tiempo que se dispone a abrir el cofre.
Nada más abrir el cofre, una tremenda luz ilumina
toda la estancia. Una descarga de energía, como un rayo, empuja a Roderick y lo
manda varias varas hacia atrás. Tendido en el suelo y confuso, el rey observa
como las paredes de la estancia comienzan a volverse borrosas. Las imágenes
cobran vida y Roderick ve a sus mesnadas derrotadas junto a un río, sonidos de
lanzas chocando con escudos inundan la estancia, gritos, alaridos de dolor, y
un ejército de hombres de tez morena, con turbantes y extrañas espadas curvas
avanza sin parar. Llevan el símbolo de una media luna en su estandarte de
batalla y los lejanos gritos se vuelven cada vez más nítidos, cada vez más
claros. Hablan una lengua extraña, el rey no comprende nada de lo que dicen,
pero un alarido se clava en su corazón, un grito de batalla que repiten
incesantes: ¡Allahu Akbar!
La visión se desvanece y el cofre se cierra de
golpe, quedando la estancia en total oscuridad. Roderick ha visto su destino,
ha visto el final de su reinado, el final de su estirpe. No sabe muy bien lo
que ha ocurrido, pero un terror que jamás había sentido hiela su corazón de
guerrero. Los tres hombres se marchan del lugar y a la mañana siguiente el
viejo Berthwulf abandona la Corte. Después de años de estudio, el rey manda
quemar sus grimorios y viejos códices, pues dice que están malditos y que aquel
anciano tiene tratos con los demonios. Sólo unos cuantos se salvan, los que el
anciano puede llevar consigo en su camino al destierro. El rey perdona la vida
a Berthwulf, en parte por miedo a desatar aún más la ira de los antiguos demonios a los que el anciano reza.
Demonios, así llama a los dioses de sus antepasados el arrogante monarca de los
godos. Como un mendigo, aterido de frío y viviendo sólo de la caridad, el viejo
Berthwulf no ve terminar el invierno y muere poco después.
Río Guadalete. Han transcurrido solo unos meses
desde aquel aciago día en el que el rey Roderick decidió profanar el secreto de
sus antepasados y abrir la puerta sellada de la Torre Encantada. Cubierto de
barro y humillado, Roderick contempla el campo de batalla. Sus fieles gardingos
dieron hasta la última gota de su sangre para cubrirle la retirada. Su caballo,
herido, agoniza en medio del fango. Aún tiene la sangre de sus leales
impregnando sus ropas, no reunió el valor suficiente para derramar la suya propia
hasta la muerte. Los musulmanes han invadido el Reino y han derrotado a sus
mesnadas y quien fuera señor de toda Spania, no tiene ya una almena que pueda
decir que es suya. Pesaroso, solitario y cubierto de barro, se dirige hacia la
Lusitania, donde terminará sus días como un vagabundo. La profecía se ha
cumplido.