martes, 31 de enero de 2017

Relato - Mía

La chica tomó a la otra muchacha por sorpresa y la aferró el pelo.
— ¿Quieres ser mía? —susurró—. No tienes ni idea de lo que implica ser mía
—Enséñamelo pues. No tengo miedo.
La chica que la estaba agarrando sonrió, casi con condescendencia.
—Mi mundo no es para ti. Yo quiero poseerte, poseerlo todo de ti. Serías lo que yo quisiera que fueses. Puede que la curiosidad haga que esto te atraiga, pero yo no quiero a una gatita curiosa, quiero a una perra sumisa con aires de tigresa a la que doblegar.
La otra joven no se acobardó. Se irguió y miró a la joven de traje y corbata que tenía delante. Ese aire arrogante y esa soberbia que hacía ver a todo el mundo quién tenía el control la excitaban. Notó su deseo humedeciéndola y se arrepintió de su arrebato de picardía al no haber querido usar ropa interior.
—No me asusta. Puedo satisfacerte de la manera en la que lo desees. Sólo tienes que pedirlo —afirmó sin desviar la mirada.
Y entonces, sin que la chica sin miedo supiera muy bien cómo, la otra mujer había soltado su pelo, le había dado la vuelta y la sujetaba de la nuca y la cintura, obligándola a inclinarse sobre el escritorio. Se sentía expuesta y vulnerable. Y excitada, muy excitada. Sus impuros impulsos casi resbalaban por sus muslos.
—Yo no tengo que pedir nada. Si de verdad te sometes a mi nada de lo que tengas que hacer será una petición. Yo sólo te comunicaré mis designios y apetencias y para ti serán órdenes.
Mientras decía todo esto, la muchacha del traje había introducido sus atrevidas y hábiles manos por la no menos atrevida falda de la otra mujer, que ahogó un gemido.
—Vaya… me temo que te he subestimado. Estás muy dispuesta. Creo que sería todo un despropósito por mi parte no satisfacerte. Pero dime, ¿podrás satisfacerme tú a mí?
—Sí, ama.                                                                              
—Cuenta, en voz alta. Si te quejas, lloras o dudas no te dejaré llegar hasta que lo crea conveniente. Y pueden pasar horas —advierte.

martes, 24 de enero de 2017

Relato - El corazón de un druida

Habían pasado dos semanas desde la aventura nocturna de Gaal en el bosque. Todo transcurría con normalidad en la vida del pequeño. Volvía a hacer incursiones por el bosque, pero esta vez junto al sabio druida. Todo parecía estar como siempre. Sin embargo, un día mientras paseaba en el bosque junto al druida, pasó algo que hizo que el joven aprendiese una valiosa lección.
Era un día corriente. Gaal acompañó a Refireo al bosque. Era casi una rutina que él hacía junto a su maestro, para buscar hierbas y materiales útiles para el druida. De repente escucharon un crujir de ramas, y de la maleza salió un joven de aspecto desaliñado empuñando un  cuchillo de caza. A su espalda llevaba también un arco.
¡Vaya! exclamó el joven—. Pero si son Refireo y el pequeño Gaal. ¿Qué hacéis por el bosque?
Buenos días, Roc le saludó el druida—. Estamos recolectando unas hierbas y raíces que me serán útiles para preparar ungüentos y medicinas.
¿Qué haces tan temprano aquí, en el bosque? preguntó el niño.
Me alegro que me lo preguntes, Gaal. En realidad llevo aquí desde anoche. Estoy persiguiendo a una alimaña.
¿Una alimaña? preguntó Refireo.
Sí, un zorro ladrón. Lo pillé anoche, se coló en el corral de mi padre y se  llevó una gallina. En estos días nos robó a tres. Conseguí darle un flechazo, pero el muy rufián se escapó entre la maleza y le perdí la pista. De todas formas no pudo haber ido muy lejos estando herido.
Vaya, lamento oír eso. Gaal y yo nos vamos, tenemos que terminar y volver a la aldea antes de la hora del almuerzo. Que tengas suerte, Roc.
Adiós. Tened cuidado con los animales hostiles se despidió  el joven.
El joven se fue por su camino en busca de su presa. El joven druida y su aprendiz se internaron más en el bosque, buscando hierbas y raíces. De repente vieron un movimiento entre la maleza. Ambos pensaban  que se trataba otra vez de Roc pero eso era imposible, el joven se había ido por el lado opuesto del bosque. El movimiento procedía de detrás de un arbusto. Con sumo cuidado el druida se acercó al arbusto para ver lo que era. Sin embargo, antes de verlo él ya sabía de qué se trataba.
Era el zorro, aquel que Roc estaba persiguiendo. Estaba herido en una de sus patas traseras, en la cual tenía clavada parte de una flecha, y sangraba bastante. Junto a él estaba el cuerpo del delito, una gallina muerta que le había robado al padre del muchacho. El zorro herido gemía débilmente. El druida se acercó para observar al zorro, estuvo observándolo durante varios segundos.
Sin mediar palabra, Refireo sacó de su zurrón dos cosas. Una de ellas era una bolsa de tela con ungüentos y medicinas, pero la otra era un instrumento que nunca vio Gaal: una daga bien protegida en su vaina de cuero.
Gaal, dijo el druida con un tono de voz demasiado serio te voy hacer una pregunta. ¿Qué harías en esta situación?
El chico no sabía qué responder. Nunca había estado en una situación como esta, y nunca había visto a Refireo tan serio.
¿Q-qué quieres decir, maestro? preguntó el chico con voz temblorosa.
Este zorro robó tres de las gallinas del padre de Roc. Su padre puso todo su empeño en criarlas, además Roc estuvo toda la noche en el bosque buscando la pista de este animal y si lo dejamos vivo quizás vuelva a robarles. Por otra parte yo, como druida, tengo que velar por la vida de los animales del bosque, por eso traigo siempre estos ungüentos.
Gaal no sabía cómo reaccionar. Nunca había visto a Refireo así.
¿Qué harías tú? le volvió a preguntar el druida.
El pequeño estaba muy asustado, no sabía que opción escoger. Después de unos segundos el druida le dio un consejo.
Gaal, para este tipo de situaciones es inútil usar la razón. En elecciones como esta debes usar tú corazón para escoger una opción.
Q-quiero que viva. No puede morir el zorro, Refireo dijo el aprendiz finalmente.
Pues así será.
El druida volvió a guardar la daga y se dispuso a extraer el fragmento de flecha y sanar su herida.
Sujétalo bien, Gaal.
El niño lo sujetó para que no se moviese el zorro. Este le dio una lamida en su brazo, parece que sabía que el chico le había salvado la vida.
Ya está, ya puedes estar tranquila dijo sonriendo al animal mientras este agarraba a la gallina y se iba lentamente.
¿Tranquila? preguntó el chico algo extrañado.
En realidad es una hembra, ya la había visto hace algún tiempo. Pero cuando la vi estaba embarazada y a punto de dar a luz. Supongo que  robaba gallinas porque en el bosque no podía cazar mucho para alimentar a sus crías. Los lobos se han adueñado del bosque, lo que le complicaba mucho la caza.
Refireo, ¿por qué no me lo dijiste antes?
Quería saber que elección tomarías, aunque ya sabía que querías que ella viviese. En este mundo te vas a tener que enfrentar a situaciones como esta. Situaciones en las que no hay decisiones correctas ni erróneas; solo decisiones y consecuencias. Muchas veces me han ocurrido situaciones incluso más difíciles que esta.
Maestro, dijo Gaal ¿tú has tenido que tomar elecciones difíciles?
Sí, muchas veces. Te voy a contar una historia que me pasó hace diecisiete años.
»Ya sabes que yo también ayudo en los partos, y estuve en el momento en el que todos vinisteis a este mundo. Mi misión era ayudar con el parto, y cuando nacieseis daros la bendición para que crecieseis sanos y fuertes. Sin embargo, no todos los partos salen bien.
»En una ocasión se complicó mucho, estuvimos todo un día en la cabaña de las madronas. La situación llegó a un momento tenso. No podíamos salvar a la madre y al niño a la vez, ya que los dos morirían. Sólo podíamos salvar a uno.
»En ese momento, todos me pidieron la opinión. Ya que sabían que la elección que yo tomaría, supuestamente, sería la correcta. Pero en ese momento no había decisiones erróneas ni correctas. Tenía que sacrificar una vida para salvar otra. Finalmente tomé una decisión, pero no la tomé con la cabeza si no con el corazón»
¿Qué decisión fue? preguntó el pequeño Gaal.
¿Sabes cómo iba a llamar la madre a su hijo? Roc. Exactamente,  el amable y jovial Roc que todos conocemos. Muchas veces siento tristeza por no haber podido salvar también a la madre. Pero al ver a ese muchacho sonreír y ayudando a los demás me doy cuenta de que su sacrificio no fue en vano.
El viejo druida se incorporó y metió los ungüentos en el pequeño saco de tela y los introdujo en su viejo zurrón.
Bueno, ¿nos vamos ya? ¡Tengo tanta hambre que me comería un árbol entero! dijo Refireo mientras carcajeaba y se daba palmadas en su gran tripa.

jueves, 19 de enero de 2017

Relato - El gran colapso Parte 1

Jaén. Martes, 22 de enero de 2030

El ruido de un motor rompe el silencio sepulcral de esta fría noche invernal. Son las 3:05 de la madrugada y una furgoneta avanza por las calles de la Urbanización Azahar, despertando a Alberto González de su ligero sueño. Hace semanas que no puede dormir del tirón, que cualquier ruido le hace ponerse alerta. Y con razón. Sus padres fueron detenidos hace poco y nada sabe de ellos, lo más probable es que se encuentren en alguna cuneta de la carretera de Fuerte del Rey. Su hermana mayor, Andrea, estaba de Erasmus cuando comenzó toda esta locura y sobrevive como puede en un piso de estudiantes de Wroclaw. En Polonia, el gobierno conservador ha conseguido mantener el control del país. Europa del este, a duras penas, pero se mantiene a flote en medio del Gran Colapso.
Alberto tiene 20 años y nunca ha estado metido en política, pero su familia ya está “señalada” y eso le hace no poder dormir por las noches. Sabe que en cualquier momento le puede tocar a él y que una checa puede irrumpir en su casa y ponerlo todo patas arriba, como ocurrió cuando detuvieron a sus padres. Por suerte fue en Nochevieja y él estaba en el campo de un amigo, en el Puente de la Sierra. De haber estado en su casa seguramente también habría sido detenido. Nadie le notificó la detención. Fue a preguntar al Círculo de Seguridad Ciudadana (sucesor de lo que antes era el Cuerpo Nacional de Policía) y nadie le dijo nada. No constaba la detención de sus padres, deben haberlos secuestrado. Oficialmente se les considera desaparecidos, un viejo truco de todas las dictaduras. Según le dijeron sus vecinos, unos chavales borrachos se vinieron arriba en la celebración del Año Nuevo y decidieron ir “de caza”. Los valientes, los idealistas, las personas con honor están luchando en el frente. Hace tiempo que aquí, en la retaguardia, sólo quedan los cobardes, los oportunistas y la gentuza. Sus vecinos sólo le dijeron que llevaban estética red skin, camisetas de Non Servium, del St. Pauli y de los Bukaneros, los ultras del Rayo Vallecano. Eso sí, llevaban el brazalete con el círculo morado, por lo que posiblemente pertenecen a alguna de las asociaciones, sindicatos, partidos o colectivos que forman la confluencia popular. No sabe quién pudo ser, pero se lo imagina. A fin de cuentas, Jaén es muy pequeña.
¿El motivo de la detención de sus padres? Ninguno en concreto. Viven en las casas de Juan León, su padre es abogado y su madre era funcionaria hasta que fue purgada por actitudes antidemocráticas y discurso del odio. Tienen olivas, o tenían antes de la Revolución, ahora la tierra es para quien la trabaja. “Viva Andalucía Libre y Socialista”, “Tierra y Libertad”, decían los militantes del SAT cuando asaltaron su cortijo y golpearon a su pobre abuelo Paco. Su abuelo, que trabajó cargando cajas desde los 14 años en el mercado de San Francisco y heredó las tierras que llevaban años en su familia, era para ellos un “latifundista de mierda”. Él estudio en Altocastillo y su hermana en Guadalimar, y ahora estudian ADE y Derecho, respectivamente. Carreras claramente de pijos. Su padre es cofrade de la Virgen Blanca y simpatizante del Real Madrid. Son evidentemente una familia de fachas. La Casta. Era necesaria la justicia proletaria.
La furgoneta se detiene delante de la casa de Alberto González. “Es aquí”, dice quien la conduce. Un joven de 22 años, Daniel, que de pequeño jugaba al fútbol sala con Alberto en Las Fuentezuelas. A ambos les gustaba el rock y solían ir a los mismos bares. Eran buenos amigos, pero se fueron distanciando con el tiempo. No fue por política, más bien un asunto de faldas. Alberto siempre había sido más guapo, más simpático y gustaba más. Siempre tenía mejores regalos en Reyes y la novia más guapa. Una vez, en 2º de Bachiller, se encapricharon de la misma chica, Elena. Elena era el amor platónico de Daniel desde 2º de ESO y no pudo soportarlo. Elena siempre se había llevado bien con él, pero no lo quería de esa manera y estaba loquita por Alberto. “Seguro que es por su dinero”, “es una pija, que va de rebelde escuchando Extremoduro y Marea pero luego se compra zapatillas VANS”, “una pija calientapollas y él un facha de mierda”, se decía en su cabeza. Además Alberto tenía buenas notas y perspectivas de futuro mientras que él no tenía trabajo desde que acabó Trabajo Social. Aunque eso había cambiado con la Revolución. Ahora era Jefe de Grupo de las Brigadas Antifascistas (BAF), ahora sí que le respetaban.
De la furgoneta comienzan a bajar cuatro personas, con un pasamontañas y el símbolo de las BAF, el grupo de acción directa para combatir el fascismo, el racismo, la homofobia y el patriarcado. Desde el desmoronamiento del Estado, habían pasado de ser un simple grupo de pandilleros a convertirse en una milicia paramilitar. Iban bien armados y eran la autoridad. La Coordinadora Antifascista les había encargado limpiar las calles de Jaén y tenían gente vigilando las redes sociales y colaboradores en todos los institutos, centros de trabajo, facultades... eran lo más parecido a los servicios secretos de la recientemente proclamada República Popular Española. Daniel es el jefe, como demuestra su distintivo en la camisa morada que cubre con una Harrington. El ruido cerca de su puerta hace que Alberto se asome y ve que los guerreros antifas se disponen a entrar por la fuerza en su casa. “Mierda, los camisas moradas”, exclama en voz alta, mientras se viste a toda prisa y trata de salir por el patio de atrás. Pero Daniel lo tiene todo previsto, dos de sus hombres cubren esa zona. Ventajas de haber estado jugando tardes enteras al FIFA en aquella casa, se conoce todos sus recovecos. Alberto trata de escapar pero entre el miedo, la sorpresa y el frío, no es tan ágil como sus perseguidores, que no tardan en darle alcance. Caen las primeras hostias, al grito de “nazi de mierda”. Una bolsa negra cubre sus ojos y nota como lo llevan a rastras a la furgoneta.
Atado a una silla de pies y manos y aturdido, Alberto despierta en un lugar siniestro. No sabe dónde está, sólo hay una mesa con un flexo y macabras manchas pegajosas en el suelo. No es difícil adivinar que es sangre. Está seca, de varios días, pero quien estuviera antes que él en aquella silla, sin duda sangró como un marrano. Frente a él, un hombre de mediana edad, en mangas de camisa, con una Beretta 9 mm colgando del cinturón, le mira con ojos sádicos, relamiéndose en lo que va a suceder. Se trata de Ricardo Gómez Buendía, ex comisario de policía y ahora miembro del Círculo de Seguridad Ciudadana. Hombre puntilloso, en apariencia respetable, pero al que se le iba la mano. Siempre obediente a sus jefes, que ahora eran estos perroflautas a los que con tanto desprecio miraba hace unos años y que llamaban a los tipos como él “perros del Estado” en sus manifestaciones. Ahora el “Estado opresor” se había convertido en una “democracia popular participativa”, pero los nuevos amos necesitaban a los viejos perros, que sabían cómo hacer su trabajo por encima de consignas revolucionarias y retórica populista para las bases. Ricardo era un funcionario del Estado. No tenía eso que los románticos llaman ideología. A diferencia de los “niñatos” de las BAF, sabía bien cómo sonsacar a un detenido y se tomaba todo el tiempo que fuese necesario para ello. Al ver su placa, Alberto comprendió que estaba en los sótanos de la comisaría de Los Jardinillos... y que no saldría de allí con vida.
—Bueno, Alberto, esto será más fácil para todos si colaboras. Tenemos suficiente para llevarte a Jaén-2, pero de ti depende que tu estancia allí sea más o menos agradable... o que incluso no llegues a la prisión. Ya sabes lo que pasa, una fuga y los compañeros no tienen más remedio que abrir fuego...
—Yo no he hecho nada —respondió tembloroso Alberto.
— ¿Ah no? —le respondió Ricardo Gómez al tiempo que ponía delante de él varios folios de papel.
Era una recopilación de varios tweets escritos por Alberto hacía años. En uno de ellos se alegraba por el encarcelamiento del compañero Andrés Bódalo, mártir de la clase obrera que fue encarcelado injustamente tras un montaje policial. En otro, llamaba “terrorista” al compañero Alfons, que también había sido una víctima del Estado. En otro, llamaba “putos moros” a los terroristas del DAESH, tras un atentado. Un comentario islamófobo y racista intolerable. En otro criticaba que se abriese la frontera a los refugiados sirios. Otra muestra de xenofobia, racismo y odio al diferente. También había recortes de varias publicaciones suyas en Facebook bastante comprometidas. Por ejemplo, había compartido varias canciones de Beethoven R, un grupo que había sido clasificado como “heteropatrircal y misógino” por las compañeras de la Asamblea de Mujeres de Jaén por sus letras haciendo apología de la violación y su desprecio a la mujer. Sus discos estaban prohibidos desde el inicio de la Revolución.
La Asamblea de Mujeres de Jaén era parte de la Federación Estatal de Asociaciones Feministas, pero funcionaba de manera autónoma y horizontal, al menos en teoría. En la práctica su jefa era Consuelo Guerrero, una profesora de didáctica de las Ciencias Sociales de la máxima confianza de la Ministra de Igualdad, Rita Maestre. Consuelo, a pesar de que prácticamente no había dado clase a niños en su vida, se dedicaba a dar clase en el grado de Magisterio y en el máster de Profesorado de Secundaria, asegurándose de que sus alumnos se deconstruían de sus prejuicios eurocéntricos y machistas. Era implacable, capaz de suspender a un alumno por no utilizar el lenguaje inclusivo. Como en todos los demás colectivos, las feministas sensatas hacía tiempo que habían sido purgadas, acusadas de estar alienadas con el patriarcado, y las que partían el bacalao eran las histéricas y fanáticas, las de machete al machote, como Consuelo. La imagen de Simone de Beauvoir presidía su despacho en la UJA junto al lema Sororidad para la lucha, lucha para la emancipación.
      Pero lo más grave de todo era un comentario de 2028 en el que admitía que había votado a Ciudadanos en las elecciones de aquel año. Era un fascista, no cabía duda. Un fascista y un cuñado. Alberto se quedó callado. No sabía que decir ante aquello. El comisario Ricardo se encendió un cigarro y le echó el humo en la cara, sacándolo de su ensoñación. Se quitó la pistola y la dejó encima de la mesa y se remangó la camisa. Alberto temblaba de miedo y notó una sensación húmeda y caliente al mismo tiempo en la entrepierna. Se había orinado encima. Ricardo se echó a reír. Estaba claro que Alberto hablaría pronto. Una lástima, Ricardo tenía ganas de divertirse.
—Bien chaval, como ves estás bien jodido. Por menos de esto, hay gente en la cárcel.
—Sólo eran comentarios en twitter y en facebook... —se lamentó Alberto.
—Ya... bueno, hay dos maneras de hacer las cosas en la vida. Por las buenas, o por las malas. Así es que tú eliges. Sabemos que eres un quintacolumnista, que tienes contacto con los nacionalistas. Con peces gordos de verdad, no cuatro tontos como tú que escriben en Internet. Dinos dónde están.
—Yo... yo no estoy metido en política —respondió temblando Alberto.
—Vaya... veo que será por las malas entonces -dijo Ricardo, dando la primera bofetada a Alberto, que comenzaba a llorar nerviosamente.
El interrogatorio fue lento y penoso. Puñetazos, golpes en el estómago... el sadismo y la imaginación de Ricardo no tenía fin. Llevaba muchos años de servicio, su padre había sido guardia civil y le había contado cómo les apretaban las tuercas a supuestos miembros y simpatizantes de ETA en los años 90 del siglo pasado y Ricardo había aprendido bien. Ricardo había sido un chico conflictivo en su adolescencia, un bala perdida en la ESO, repetidor de varios cursos, que finalmente se centró, asentó cabeza y se sacó las oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía. Con 15 años llevó a un compañero de clase, al que él y unos cuantos más le hacían bullying, a la depresión y a estar al borde del suicidio. Luego realizó su cruzada personal contra los ultras del fútbol y se dedicó sus primeros años de servicio en Jaén a freír con multas de 3.000 € a chavales de 20 años por el simple delito de sacar una bengala para recibir a su equipo. Tenía años de experiencia destrozando vidas ajenas.
Alberto se desmayó varias veces y fue despertado con cubetazos de agua helada. Hacía frío y Alberto temblaba en medio de la sangre, el sudor y los orines. El miedo era tal que no sólo se había meado encima, también se había cagado. Cualquier atisbo de dignidad había desaparecido en aquel oscuro sótano, ante la atenta mirada del retrato del Presidente de la República, el compañero Pablo Iglesias, franqueado por la bandera tricolor, que colgaba de la pared.


Después de varias horas, Ricardo por fin comprendió que Alberto no podía confesar aquello de lo que no tenía ni la más remota idea. El joven estaba lleno de moratones, quemaduras de cigarrillo y con la cara y los ojos hinchados por la tremenda paliza recibida. Si le seguía apretando las tuercas, el chaval empezaría a inventarse confesiones, al más puro estilo de los reos de la Inquisición. Era evidente que no sabía nada de ninguna quinta columna ni tenía nada que ver con los nacionalistas. Era un pobre desgraciado al que alguien se la había jugado y nada más. Uno de tantos que había probado las bondades del gobierno de la gente. Sea como fuere, la Comisión de Seguridad de la Coordinadora Antifascista, a instancias de las BAF, lo había dejado claro. Aquel facha tenía que morir. Así es que sin pensárselo más, Ricardo sacó su navaja y degolló al pobre infeliz, que gimió como un cerdo el día de San Antón en sus últimos estertores. Su mundo se acabó para él en ese sótano lúgubre en aquella fría madrugada. Después de todo no estaba metido en política, ni siquiera era una cuestión de ideología. Simplemente había tenido la mala suerte de despertar la envidia de quien no debía. Esa era la nueva política, tan parecida a la vieja que constaba diferenciarlas.

jueves, 12 de enero de 2017

Relato - Amigas

Jackie se giró y la miró muy seriamente, a los ojos.
—No puedo seguir aguantándolo. No puedo ver como haces planes de futuro sin contarme en ellos. No soporto oírte hablar de chicos que te tendrán entre sus brazos y saber que no seré yo.
La chica se quedó callada. Su gesto era de sorpresa.
—Pensaba... que eramos amigas, solamente, que no te importaba— musitó.
Jackie sonrió con condescendencia.
—Claro que me importa, todo lo que tiene que ver contigo lo hace. Y somos amigas, pero... no puedo posponerlo más. Quiero que salgas conmigo.
— ¿Cómo? No puedo. Somos amigas, buenas amigas. Lo nuestro no puede funcionar. Además, ¿qué dirían todos?
La muchacha se acerca y la mira. Siempre que estaban así Jackie sentía el impulso de dejarse llevar y besarla, pero solía contenerse, no sin esfuerzo.
—No tienen por qué enterarse, lo llevaremos en secreto. Nunca sabrás si puede funcionar si no lo intentas. Quizás salga bien. Y si no, aquí me tendrás. Nunca te dejaré sola.
Ella suspiró, azorada. No quería admitir que a veces veía su relación como algo bastante fuera del contexto de la amistad. Su amiga tenía cosas que a veces eran de todo menos amistosas.
— ¿Por qué no te rindes nunca?
Jackie sonrió con ternura.
—Porque eres la chica más increíble que he conocido. Cuando lloras, cuando ríes, cuando te enfadas... y porque es más lo que me arriesgo a perder si desisto. Lo siento, soy así. No puedo dejar de querer a alguien como tú.

martes, 10 de enero de 2017

Relato - La torre encantada

         Una noche cerrada y fría se cierne sobre la ciudad de Toledo, las brumas cubren la Luna y la urbe regia se encuentra en una total oscuridad. La majestuosa capital del Reino descansa en esta noche de invierno, sin saber que se acerca el final de su esplendor. No hay un alma en sus empedradas calles, no se ve una luz. Tan solo las tenues antorchas de los sayones que patrullan las calles rompen la total oscuridad. Algo terrible está a punto de suceder, el futuro del Reino pende de un hilo.
            En el alcázar, mientras todos duermen, el viejo Berthwulf, revisa viejos pliegues y códices en su modesta habitación, plagada de alambiques, grimorios y amuletos arcanos cuyo significado sólo él conoce. Berthwulf es un gudblostreis, un “sacrificador divino”, consagrado al culto de los viejos anseis, los ancestros que antaño fueron adorados como dioses. Es un experto en el gandiR, la magia rúnica, conoce la vieja tradición que ha sobrevivido a pesar de los avatares del pueblo godo. Aunque este antiguo culto hace siglos que es perseguido y proscrito, el rey Wittiza es consciente de que Berthwulf, que para muchos es sólo un viejo loco, es una persona sabia y un buen consejero, por lo que le permite permanecer en la Corte pese a las habladurías.
            Berthwulf no puede dormir. Lleva días teniendo angustiosas pesadillas, las visiones se suceden y no entiende bien qué quieren transmitirle los dioses. Aquella noche sabe que va a ocurrir algo, lo presiente. Nota una extraña presencia en el alcázar, como unas sombras desplazándose entre los pasillos, pasando inadvertidas paras los files gardingos que velan por la seguridad del rey. Su canto rúnico aleja a cualquier unhulþo, cualquier espíritu salvaje, que intente acceder a aquel lugar. Pero la amenaza que se cierne sobre el futuro del Reino no es sobrenatural, es muy humana.
            En mitad de la noche una voz de alarma despierta a todos en el alcázar. El ajetreo de personas yendo de un lado para otro es constante. Los gardingos se dirigen a toda prisa a los aposentos reales; algo ha sucedido. Gumasind, el conde de los gardingos y máximo responsable de la seguridad, irrumpe en la habitación de Berthwulf.
— ¡Berthwulf! Has de venir, ¡rápido!
— ¿Qué sucede? —responde sobresaltado el anciano.
—El rey, no respira —contesta jadeante Gumasind, tratando de recuperar el aliento.
A toda prisa, el anciano recorre los pasillos del alcázar y llega hasta los aposentos reales, con dos imponentes gardingos custodiando la puerta de la alcoba que se apartan para dejarle paso a su conde y al viejo Berthwulf. Los galenos rodean al rey, sus hijos, sollozando, consuelan a la reina, que se lamenta entre lágrimas diciendo: “estaba bien, se encontraba bien, y de pronto…” El capellán y confesor real reza un Padre Nuestro, mientras los galenos pasan diversos ungüentos delante de la nariz del viejo Wittiza, tratando de reanimarlo. Pero Berthwulf, nada más ver la regia figura yacente en el lecho, se da cuenta de lo que ha sucedido. Su saiwala ya ha abandonado el cuerpo físico, no hay nada que hacer. Con voz profunda y autoritaria, Berthwulf interrumpe los rezos y las discusiones de los galenos, que se afanan en reanimar a Wittiza: “el rey ha muerto”.

A la mañana siguiente, la ciudad de Toledo se levanta con la trágica noticia del fallecimiento de su soberano. Los rumores de que el rey ha sido envenenado o embrujado no paran de circular por la Corte. Según la reina, Wittiza se encontraba perfectamente a la hora de cenar, nada hacía indicar malestar alguno, cuando de pronto y sin motivo aparente, comenzó a sentirse mal y decidió acostarse para descansar. Cuando su mujer acudió al lecho, se encontró a su regio marido exánime. La señora, ahora viuda real y custodia del legado de Wittiza, asegura que el difunto monarca ha sido envenenado por alguno de sus enemigos.
Pero no hay tiempo que perder, el Aula Regia ya se ha reunido. Los principales nobles de Spania están presentes y es urgente elegir un nuevo rey. En el sur, se oyen rumores de una nueva amenaza que aguarda un momento de debilidad al otro lado del mar. En el norte, los indómitos vascones y los cántabros no paran de lanzar incursiones y los francos presionan en la frontera gala. Es preciso elegir a un caudillo fuerte capaz de unir al Reino y defenderlo de sus enemigos. Mientras que los hijos de Wittiza hablan de traición y de regicidio, los hombres del ambicioso dux de la Bética, Roderick, han entrado en Toledo y cercado el alcázar. Parece como si el dux intuyese la inminente muerte del rey y por eso se ha dirigido hacia la urbe regia con sus mesnadas, aunque por supuesto el astuto Roderick justifica la presencia de sus hombres en pos de garantizar la seguridad en estos momentos de incertidumbre.
Los nobles discuten entre ellos, entre los partidarios de Roderick y aquellos que lo señalan como instigador de la muerte de Wittiza, encabezados por los partidarios de Agila, un noble de la Tarraconensis, al que apoyan los hijos del difunto monarca. La conversación se vuelve más y más acalorada y parece que no se va a alcanzar un acuerdo. Berthwulf aguarda fuera del cónclave, pero escucha los gritos y las acusaciones mutuas. El Reino está dividido y el enemigo está a las puertas. En ese momento un grupo de soldados del dux Roderick irrumpen en el Aula Regia, blandiendo sus espadas. La sala queda en silencio y Pelagius, el más fiel camarada del dux de la Bética, alzando su espada proclama a voz en grito:
— ¡Hails Roderick, Rey de los Godos!
Los nobles partidarios de Roderick comienzan a alzar el brazo derecho y aclamar al dux y los tibios y dubitativos, ante el hecho consumado, no tienen más remedio que inclinarse ante el nuevo líder. Es medio día y el obispo Oppas, con gesto serio y taciturno, ordena que las campanas de la catedral repiqueteen y que se cante un Te Deum por el nuevo soberano. El pueblo de Toledo espera expectante ante el alcázar y finalmente el obispo se asoma al balcón y grita a la muchedumbre: “Rodericus Rex”.

Una vez finalizados los fastos por la coronación de Roderick, el viejo Berthwulf solicita ver al monarca. Para Roderick, Berthwulf es tan sólo un viejo mago, un charlatán que había regalado los oídos de Wittiza con su palabrería. Roderick desprecia todo aquello que no es su espada y ya está pensando en comandar la hueste real hacia el norte, para derrotar de una vez por todas a los astures, cántabros, galaicos y vascones y demostrar que es un rey fuerte y poderoso, como Liubagilds, que logró derrotar a los suevos, los francos y a los bizantinos y unificar toda Spania bajo su poder. En su mente Roderick vislumbra un glorioso reinado, lleno de victorias, y no tiene tiempo para las tonterías de aquel viejo loco. Sin embargo, por insistencia de la reina Egilo, más inclinada a los asuntos metafísicos, el flamante nuevo soberano accede a hablar con Berthwulf.
Con semblante triste, consciente de que su mundo y su estirpe están próximos a su fin, Berthwulf entra en la sala del trono. Vestidos con lujosas ropas, con el manto púrpura revestido de oro al estilo oriental, sentados sobre sendos tronos que presiden el gran salón, como los viejos jefes germánicos de antaño, el rey Roderick y la reina Egilo fijan sus ojos en aquel extraño anciano. La reina mira con curiosidad a aquel hombre, del que tanto ha oído hablar. El monarca, en cambio, siente el tedio de las innumerables audiencias que se ve obligado a atender. Nobles, clérigos, gobernadores provinciales… le asedian con asuntos que él considera menores todos los días, como la disputa entre dos campesinos por una gallina, o la necesidad de arreglar una vieja vía romana que lleva años sin usarse… ¡y para colmo ahora debe escuchar a este viejo loco! Él es un hombre de acción, se siente más cómodo sobre la silla del caballo, que sobre el trono. Empuña mejor la espada que el cetro.
Berthwulf se inclina respetuoso ante los reyes y Roderick le hace un gesto para que se levante y le dice con desdén:
— ¿Qué es eso tan importante que habéis de decirme, anciano?
—Mi señor, me temo que no os han informado de una tradición que tienen los reyes cuando acceden al trono —responde de manera pausada el anciano, reprimiendo su profundo desprecio hacia el engreído monarca que ahora rige sus vidas.
— ¿Más tradiciones? ¿Más misas? ¿Más boato? ¡Por el amor de Dios, estoy harto de tanta parafernalia cortesana! —responde iracundo el rey.
—Alteza, existe una torre aquí en el alcázar de Toledo, la llaman la Torre Encantada o la Casa de los Secretos, pues ella contiene el tesoro real de los godos —responde el anciano, armándose de paciencia.
—No sabía que estuviese en una torre, pero en todo caso, el conde del tesoro se encarga de mis finanzas, ¿a dónde queréis ir a parar, anciano? ¿Acaso tanta insistencia por verme se debe a que queréis dinero? —responde con sorna Roderick.
—Mueren parientes, mueren riquezas, vos mismo moriréis. Sólo sé de una cosa que nunca muere y es la reputación del muerto, si buena la tiene, alteza —responde Berthwulf, fijando sus ojos de manera casi insolente en el monarca.
— ¿Qué ocurre con esa torre? —responde el soberano, quien ante la mirada penetrante del anciano ha sentido como si se le helase el corazón. Acostumbrado a batallar toda su vida, jamás había sentido un escalofrío de miedo similar.
—En esa torre se custodian los tesoros y los misterios secretos de los godos desde hace siglos. Algunos incluso dicen que es el tesoro de Alareiks, y que en su interior están el Arca de la Alianza y la Mesa de Salomón… nadie sabe qué contiene esa cámara porque durante siglos, nadie la ha abierto. Está cerrada bajo llave y es costumbre que cuando un rey accede al trono, en lugar de abrirla, añada una cerradura más a la puerta, para preservar el secreto —le explica el viejo sacerdote de manera pausada al rey.
—Deben ser innumerables las riquezas que alberga ese lugar pues… conducidme hasta allí, anciano —responde el rey, que deja ver la codicia en sus ojos.
—Debéis mantener la tradición, alteza —advierte Berthwulf, consciente de las intenciones que se han despertado en la mente de Roderick.
—Naturalmente… —dice sonriendo el rey.
Al caer la noche el rey manda llamar al anciano para que le conduzca a aquella Torre de los Secretos. Berthwulf conduce a Roderick hacia el lugar, una imponente torre cercana al alcázar, custodiada por los fieles gardingos, que presentan armas ante su rey y se apartan de la puerta para que entre. Además de Berthwulf y Roderick, el conde del tesoro, Haimarik, completa la expedición. Berthwulf conduce a los dos hombres escaleras abajo hasta una gruta cuya antigüedad sobrecoge a los presentes. Una gruta llena de extraños símbolos arcanos, que ya estaba en ese lugar mucho antes de la construcción de la torre, mucho antes de la llegada de los godos a esta tierra, incluso antes de la llegada de los romanos. Un santuario sagrado cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Alumbrados por la antorcha que porta Berthwulf, los tres hombres llegan a una puerta de hierro incrustada en la roca, sellada por decenas de cerrojos. Es la entrada de la cámara de los secretos.
— ¿Dónde está la llave de esta cámara, Haimarik? —pregunta el rey, que no se deja impresionar por la sacralidad del lugar.
—No hay llave, mi señor… nadie ha abierto este lugar nunca, desde hace siglos, desde que nuestros antepasados llegaron a Spania, los ojos de un rey jamás han visto lo que hay dentro de esta cámara —responde el conde del tesoro, que siente como una fuerte presencia sobrenatural protege aquella gruta.
—Entonces habrá que abrirla de otra forma… —responde Roderick, al tiempo que saca un martillo de guerra, dispuesto a romper los cerrojos.
— ¡Deteneos, insensato! ¡Con vuestro sacrilegio vais a traer la ruina a todo el Reino y a todas las gentes de Spania! —grita furibundo Berthwulf.
— ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu rey? ¿Sabes que podría mandarte azotar por esta insolencia? —responde Roderick, lleno de ira.
— ¡De buen grado prefiero unos azotes si con eso impido lo que estáis a punto de hacer! ¿Es que no sabéis nada? Si profanáis este lugar los anseis dejarán de protegeros a vos… y a todos nosotros, pues sois nuestro rey —dice fuera de sí Berthwulf.
— ¡Viejo loco! ¡Aparta de mi camino! —responde con absoluto desprecio el monarca, al tiempo que empuja a Berthwulf.
—Alteza, creo que no deberíais… —intenta advertirle el conde del tesoro, que sí conoce las viejas leyendas y además se ha quedado sobrecogido ante la reacción del anciano.
— ¿Tú también, Haimarik? ¡Son solo supercherías paganas! —le interrumpe riendo Roderick.
—Puede ser… pero ningún rey ha osado abrir esta puerta, respetar el misterio, el conocimiento oculto, es lo que da al rey el poder soberano para reinar, mi señor —trata de convencerle Haimarik.
— ¡Tonterías! Si ningún rey ha abierto este lugar es porque ninguno se ha atrevido a hacerlo, pero yo estoy destinado a ser el rey más grande que jamás hayan conocido los godos, yo descubriré el conocimiento antiguo que se encuentra aquí y con él, nuestro Reino tendrá una edad de oro —responde presuntuoso y altivo el monarca.
Movido por la ambición y la codicia, sin comprender los profundos misterios de sus antepasados y las energías que está apunto de liberar, Roderick blande su martillo y golpea incesante contra las cerraduras. Uno por uno, los cerrojos empiezan a partirse y la puerta a ceder, hasta que finalmente el último se rompe y la puerta deja de estar sellada. Después de siglos de misterio, después de generaciones velando aquel lugar, los ojos de un rey van a contemplar qué se encuentra en la Torre Encantada.
La puerta se abre y la cámara se presenta vacía ante los ojos del rey. Sólo hay un cofre en medio de la sala. Berthwulf y Haimarik no se atreven a entrar, pero Roderick deja caer su martillo y se aproxima despacio hacia el centro de la estancia, donde se encuentra el cofre. Sólo un cofre, nada más. “¿Tanto revuelo por un simple cofre?”, piensa el rey en voz alta. Al llegar a él, Roderick ve que unos extraños símbolos rúnicos brillan con el resplandor del trueno, incluso el arrogante rey siente como una gran energía emana del cofre, como si le empujase a retirarse. Un grabado con la forma de un martillo centellea en el centro del cofre, como si se tratase de la última advertencia al inconsciente monarca.
— ¿Qué pone aquí, anciano? —pregunta sobrecogido Roderick.
—Es el martillo de Þunars, que protege este lugar. Por última vez, mi señor, os ruego que… —intenta convencerle, con lágrimas en los ojos Berthwulf.
—La inscripción rúnica, anciano. ¿Qué dice? —sigue preguntando el rey, desoyendo las advertencias.
—Que perderéis vuestro reino y que con vos llegará el final del dominio de los godos en Spania —responde Berthwulf.
—Necio anciano… mañana mismo abandonaréis la Corte, y dad gracias a que no os mando quemar en la hoguera como el pagano que sois —responde lleno de desprecio Roderick, al tiempo que se dispone a abrir el cofre.
Nada más abrir el cofre, una tremenda luz ilumina toda la estancia. Una descarga de energía, como un rayo, empuja a Roderick y lo manda varias varas hacia atrás. Tendido en el suelo y confuso, el rey observa como las paredes de la estancia comienzan a volverse borrosas. Las imágenes cobran vida y Roderick ve a sus mesnadas derrotadas junto a un río, sonidos de lanzas chocando con escudos inundan la estancia, gritos, alaridos de dolor, y un ejército de hombres de tez morena, con turbantes y extrañas espadas curvas avanza sin parar. Llevan el símbolo de una media luna en su estandarte de batalla y los lejanos gritos se vuelven cada vez más nítidos, cada vez más claros. Hablan una lengua extraña, el rey no comprende nada de lo que dicen, pero un alarido se clava en su corazón, un grito de batalla que repiten incesantes: ¡Allahu Akbar!
La visión se desvanece y el cofre se cierra de golpe, quedando la estancia en total oscuridad. Roderick ha visto su destino, ha visto el final de su reinado, el final de su estirpe. No sabe muy bien lo que ha ocurrido, pero un terror que jamás había sentido hiela su corazón de guerrero. Los tres hombres se marchan del lugar y a la mañana siguiente el viejo Berthwulf abandona la Corte. Después de años de estudio, el rey manda quemar sus grimorios y viejos códices, pues dice que están malditos y que aquel anciano tiene tratos con los demonios. Sólo unos cuantos se salvan, los que el anciano puede llevar consigo en su camino al destierro. El rey perdona la vida a Berthwulf, en parte por miedo a desatar aún más la ira de los antiguos demonios a los que el anciano reza. Demonios, así llama a los dioses de sus antepasados el arrogante monarca de los godos. Como un mendigo, aterido de frío y viviendo sólo de la caridad, el viejo Berthwulf no ve terminar el invierno y muere poco después.

Río Guadalete. Han transcurrido solo unos meses desde aquel aciago día en el que el rey Roderick decidió profanar el secreto de sus antepasados y abrir la puerta sellada de la Torre Encantada. Cubierto de barro y humillado, Roderick contempla el campo de batalla. Sus fieles gardingos dieron hasta la última gota de su sangre para cubrirle la retirada. Su caballo, herido, agoniza en medio del fango. Aún tiene la sangre de sus leales impregnando sus ropas, no reunió el valor suficiente para derramar la suya propia hasta la muerte. Los musulmanes han invadido el Reino y han derrotado a sus mesnadas y quien fuera señor de toda Spania, no tiene ya una almena que pueda decir que es suya. Pesaroso, solitario y cubierto de barro, se dirige hacia la Lusitania, donde terminará sus días como un vagabundo. La profecía se ha cumplido.