La
tormentosa lluvia azotaba el humilde pueblo
marinero de Puertoancho. En el pequeño hostal del pueblo un hombre alto,
robusto y trajeado cruzaba la puerta de entrada. Dirigiéndose al mostrador donde atendía un hombre de edad
avanzada, que era el dueño del hostal, dijo con una afable sonrisa:
—Buenas
noches, me gustaría alquilar una habitación sólo hasta mañana por la mañana.
Estoy en un viaje de negocios, así que sólo puedo pasar aquí una noche.
—No
hay problema —dijo el anciano del mostrador—. Señor…
—Von
Karma —dijo el huésped con una sonrisa—, Alfred von Karma.
—Bueno,
Sr. von Karma. Lo único que necesito es que
me firme aquí —dijo el anciano ofreciéndole un bolígrafo mientras le alcanzaba
el libro de registros—. Llamaré al botones.
El
dueño del hostal llamó a un joven con uniforme de aspecto desaliñado y bastante
enjuto, que se encontraba en el otro extremo de la sala fumando un cigarrillo.
Este acudió con tranquilidad a donde estaba el caballero y el anciano.
—Hijo,
este es el señor von Karma. Lleva su equipaje y acompáñale a su habitación, la
18.
El
joven le estrechó la mano al cliente, agarró su maleta y le condujo a su
habitación. Los pasos de ambos resonaban y hacían crujir el vetusto suelo del hostal mientras el viejo les veía marcharse.
El
dueño del hostal puso la radio para oír los resultados de la lotería y ver si
la diosa Fortuna le había sido favorable por una vez. Pero en su lugar oyó una
noticia que le hizo estremecer cada fibra de todos sus cansados nervios.
«La
ciudad de Puertoancho ha sido testigo de uno de los más perturbadores y
sangrientos sucesos ocurridos en la noche. Un policía local halló el cuerpo de
una joven, desmembrada de una forma brutal. El bolso de la joven muchacha contenía
todas sus pertenecías incluida la cartera con todo su contenido, por lo que se
dedujo que el asesino es un sanguinario psicópata que solo obra siguiendo sus
dementes y sanguinarios instintos. Su rostro quedó tan desfigurado que se necesita
esperar a los resultados de ADN para saber la identidad de la desdichada joven.
Se ruega a los habitantes del pueblo que guarden la calma y que no salgan de
sus casas por la noche hasta que la policía arreste al autor de los hechos.
Buenas noches»
La
noticia de ese terrible crimen hizo que el viejo sintiese un tremendo
escalofrío por todo su ser. Cerró el hostal y se dispuso a dormir, o como por
lo menos intentarlo.
A
la mañana siguiente el anciano despertó ojeroso y pensativo debido a la noticia
de la noche anterior. Los pasos firmes de alguien le despertaron de su
ensimismamiento. Era Alfred Von Karma que se disponía a pagar su estancia en el
hostal y a marcharse para seguir con sus viajes de negocios.
—Me
temo que me tendré que ir —dijo el Sr. von Karma— ¿Cuánto es?
—Son
10 euros por una noche —contestó el dueño
Con
una sonrisa afable, el caballero le tendió un billete de 10 euros.
—Gracias.
Regrese cuando quiera —le respondió el dueño.
Antes
de irse el Sr. von Karma se dio la vuelta y le dijo al anciano.
—Por
cierto, yo que usted enviaría a la chica de la limpieza para que limpie. Creo
que he ensuciado un poco. Eso es todo. Adiós, buen hombre —dijo a la vez que
levantaba su mano en señal de despedida.
Después
de que el hombre trajeado se fuese el viejo decidió llamar a una joven
empleada, para que le sustituyese su puesto en la recepción mientras él se iba
a caminar por el hostal , para despejarse un poco.
Mientras
él andaba por los pasillos del edificio
le llegó un extraño olor desde una de las habitaciones. Ese desagradable olor
procedía de la habitación 18, la misma habitación en la que se alojaba el
caballero de la noche anterior. Abrió la puerta de la habitación y se agarró
fuertemente del pecho mientras intentaba inútilmente respirar. Finalmente se
desplomó muerto víctima de un infarto. Su viejo y cansado corazón no estaba preparado
para la escena dantesca que le aguardaba en el cuarto de baño de la habitación
18 que seguramente le perseguiría incluso más allá de la misma muerte.
El
joven que acompañó al señor Von Karma a su habitación se mecía cómo un péndulo.
Una soga ensangrentada atada fuertemente
al cuello le sostenía. Su rostro estaba convulso en una grotesca
expresión de horror. Su cuerpo, desde el pecho hasta la caja torácica, estaba
abierto cómo si fuese un cerdo en el matadero, de tal forma que todas sus entrañas
y sangre fueron a caer en la bañera. Esta parecía una macabra sopa de sangre
sacada del infierno y los órganos, a
modo de ingredientes, flotaban en el líquido escarlata.
En
el gran espejo del lavabo se veía, escritas en sangre, las siguientes palabras: