martes, 10 de enero de 2017

Relato - La torre encantada

         Una noche cerrada y fría se cierne sobre la ciudad de Toledo, las brumas cubren la Luna y la urbe regia se encuentra en una total oscuridad. La majestuosa capital del Reino descansa en esta noche de invierno, sin saber que se acerca el final de su esplendor. No hay un alma en sus empedradas calles, no se ve una luz. Tan solo las tenues antorchas de los sayones que patrullan las calles rompen la total oscuridad. Algo terrible está a punto de suceder, el futuro del Reino pende de un hilo.
            En el alcázar, mientras todos duermen, el viejo Berthwulf, revisa viejos pliegues y códices en su modesta habitación, plagada de alambiques, grimorios y amuletos arcanos cuyo significado sólo él conoce. Berthwulf es un gudblostreis, un “sacrificador divino”, consagrado al culto de los viejos anseis, los ancestros que antaño fueron adorados como dioses. Es un experto en el gandiR, la magia rúnica, conoce la vieja tradición que ha sobrevivido a pesar de los avatares del pueblo godo. Aunque este antiguo culto hace siglos que es perseguido y proscrito, el rey Wittiza es consciente de que Berthwulf, que para muchos es sólo un viejo loco, es una persona sabia y un buen consejero, por lo que le permite permanecer en la Corte pese a las habladurías.
            Berthwulf no puede dormir. Lleva días teniendo angustiosas pesadillas, las visiones se suceden y no entiende bien qué quieren transmitirle los dioses. Aquella noche sabe que va a ocurrir algo, lo presiente. Nota una extraña presencia en el alcázar, como unas sombras desplazándose entre los pasillos, pasando inadvertidas paras los files gardingos que velan por la seguridad del rey. Su canto rúnico aleja a cualquier unhulþo, cualquier espíritu salvaje, que intente acceder a aquel lugar. Pero la amenaza que se cierne sobre el futuro del Reino no es sobrenatural, es muy humana.
            En mitad de la noche una voz de alarma despierta a todos en el alcázar. El ajetreo de personas yendo de un lado para otro es constante. Los gardingos se dirigen a toda prisa a los aposentos reales; algo ha sucedido. Gumasind, el conde de los gardingos y máximo responsable de la seguridad, irrumpe en la habitación de Berthwulf.
— ¡Berthwulf! Has de venir, ¡rápido!
— ¿Qué sucede? —responde sobresaltado el anciano.
—El rey, no respira —contesta jadeante Gumasind, tratando de recuperar el aliento.
A toda prisa, el anciano recorre los pasillos del alcázar y llega hasta los aposentos reales, con dos imponentes gardingos custodiando la puerta de la alcoba que se apartan para dejarle paso a su conde y al viejo Berthwulf. Los galenos rodean al rey, sus hijos, sollozando, consuelan a la reina, que se lamenta entre lágrimas diciendo: “estaba bien, se encontraba bien, y de pronto…” El capellán y confesor real reza un Padre Nuestro, mientras los galenos pasan diversos ungüentos delante de la nariz del viejo Wittiza, tratando de reanimarlo. Pero Berthwulf, nada más ver la regia figura yacente en el lecho, se da cuenta de lo que ha sucedido. Su saiwala ya ha abandonado el cuerpo físico, no hay nada que hacer. Con voz profunda y autoritaria, Berthwulf interrumpe los rezos y las discusiones de los galenos, que se afanan en reanimar a Wittiza: “el rey ha muerto”.

A la mañana siguiente, la ciudad de Toledo se levanta con la trágica noticia del fallecimiento de su soberano. Los rumores de que el rey ha sido envenenado o embrujado no paran de circular por la Corte. Según la reina, Wittiza se encontraba perfectamente a la hora de cenar, nada hacía indicar malestar alguno, cuando de pronto y sin motivo aparente, comenzó a sentirse mal y decidió acostarse para descansar. Cuando su mujer acudió al lecho, se encontró a su regio marido exánime. La señora, ahora viuda real y custodia del legado de Wittiza, asegura que el difunto monarca ha sido envenenado por alguno de sus enemigos.
Pero no hay tiempo que perder, el Aula Regia ya se ha reunido. Los principales nobles de Spania están presentes y es urgente elegir un nuevo rey. En el sur, se oyen rumores de una nueva amenaza que aguarda un momento de debilidad al otro lado del mar. En el norte, los indómitos vascones y los cántabros no paran de lanzar incursiones y los francos presionan en la frontera gala. Es preciso elegir a un caudillo fuerte capaz de unir al Reino y defenderlo de sus enemigos. Mientras que los hijos de Wittiza hablan de traición y de regicidio, los hombres del ambicioso dux de la Bética, Roderick, han entrado en Toledo y cercado el alcázar. Parece como si el dux intuyese la inminente muerte del rey y por eso se ha dirigido hacia la urbe regia con sus mesnadas, aunque por supuesto el astuto Roderick justifica la presencia de sus hombres en pos de garantizar la seguridad en estos momentos de incertidumbre.
Los nobles discuten entre ellos, entre los partidarios de Roderick y aquellos que lo señalan como instigador de la muerte de Wittiza, encabezados por los partidarios de Agila, un noble de la Tarraconensis, al que apoyan los hijos del difunto monarca. La conversación se vuelve más y más acalorada y parece que no se va a alcanzar un acuerdo. Berthwulf aguarda fuera del cónclave, pero escucha los gritos y las acusaciones mutuas. El Reino está dividido y el enemigo está a las puertas. En ese momento un grupo de soldados del dux Roderick irrumpen en el Aula Regia, blandiendo sus espadas. La sala queda en silencio y Pelagius, el más fiel camarada del dux de la Bética, alzando su espada proclama a voz en grito:
— ¡Hails Roderick, Rey de los Godos!
Los nobles partidarios de Roderick comienzan a alzar el brazo derecho y aclamar al dux y los tibios y dubitativos, ante el hecho consumado, no tienen más remedio que inclinarse ante el nuevo líder. Es medio día y el obispo Oppas, con gesto serio y taciturno, ordena que las campanas de la catedral repiqueteen y que se cante un Te Deum por el nuevo soberano. El pueblo de Toledo espera expectante ante el alcázar y finalmente el obispo se asoma al balcón y grita a la muchedumbre: “Rodericus Rex”.

Una vez finalizados los fastos por la coronación de Roderick, el viejo Berthwulf solicita ver al monarca. Para Roderick, Berthwulf es tan sólo un viejo mago, un charlatán que había regalado los oídos de Wittiza con su palabrería. Roderick desprecia todo aquello que no es su espada y ya está pensando en comandar la hueste real hacia el norte, para derrotar de una vez por todas a los astures, cántabros, galaicos y vascones y demostrar que es un rey fuerte y poderoso, como Liubagilds, que logró derrotar a los suevos, los francos y a los bizantinos y unificar toda Spania bajo su poder. En su mente Roderick vislumbra un glorioso reinado, lleno de victorias, y no tiene tiempo para las tonterías de aquel viejo loco. Sin embargo, por insistencia de la reina Egilo, más inclinada a los asuntos metafísicos, el flamante nuevo soberano accede a hablar con Berthwulf.
Con semblante triste, consciente de que su mundo y su estirpe están próximos a su fin, Berthwulf entra en la sala del trono. Vestidos con lujosas ropas, con el manto púrpura revestido de oro al estilo oriental, sentados sobre sendos tronos que presiden el gran salón, como los viejos jefes germánicos de antaño, el rey Roderick y la reina Egilo fijan sus ojos en aquel extraño anciano. La reina mira con curiosidad a aquel hombre, del que tanto ha oído hablar. El monarca, en cambio, siente el tedio de las innumerables audiencias que se ve obligado a atender. Nobles, clérigos, gobernadores provinciales… le asedian con asuntos que él considera menores todos los días, como la disputa entre dos campesinos por una gallina, o la necesidad de arreglar una vieja vía romana que lleva años sin usarse… ¡y para colmo ahora debe escuchar a este viejo loco! Él es un hombre de acción, se siente más cómodo sobre la silla del caballo, que sobre el trono. Empuña mejor la espada que el cetro.
Berthwulf se inclina respetuoso ante los reyes y Roderick le hace un gesto para que se levante y le dice con desdén:
— ¿Qué es eso tan importante que habéis de decirme, anciano?
—Mi señor, me temo que no os han informado de una tradición que tienen los reyes cuando acceden al trono —responde de manera pausada el anciano, reprimiendo su profundo desprecio hacia el engreído monarca que ahora rige sus vidas.
— ¿Más tradiciones? ¿Más misas? ¿Más boato? ¡Por el amor de Dios, estoy harto de tanta parafernalia cortesana! —responde iracundo el rey.
—Alteza, existe una torre aquí en el alcázar de Toledo, la llaman la Torre Encantada o la Casa de los Secretos, pues ella contiene el tesoro real de los godos —responde el anciano, armándose de paciencia.
—No sabía que estuviese en una torre, pero en todo caso, el conde del tesoro se encarga de mis finanzas, ¿a dónde queréis ir a parar, anciano? ¿Acaso tanta insistencia por verme se debe a que queréis dinero? —responde con sorna Roderick.
—Mueren parientes, mueren riquezas, vos mismo moriréis. Sólo sé de una cosa que nunca muere y es la reputación del muerto, si buena la tiene, alteza —responde Berthwulf, fijando sus ojos de manera casi insolente en el monarca.
— ¿Qué ocurre con esa torre? —responde el soberano, quien ante la mirada penetrante del anciano ha sentido como si se le helase el corazón. Acostumbrado a batallar toda su vida, jamás había sentido un escalofrío de miedo similar.
—En esa torre se custodian los tesoros y los misterios secretos de los godos desde hace siglos. Algunos incluso dicen que es el tesoro de Alareiks, y que en su interior están el Arca de la Alianza y la Mesa de Salomón… nadie sabe qué contiene esa cámara porque durante siglos, nadie la ha abierto. Está cerrada bajo llave y es costumbre que cuando un rey accede al trono, en lugar de abrirla, añada una cerradura más a la puerta, para preservar el secreto —le explica el viejo sacerdote de manera pausada al rey.
—Deben ser innumerables las riquezas que alberga ese lugar pues… conducidme hasta allí, anciano —responde el rey, que deja ver la codicia en sus ojos.
—Debéis mantener la tradición, alteza —advierte Berthwulf, consciente de las intenciones que se han despertado en la mente de Roderick.
—Naturalmente… —dice sonriendo el rey.
Al caer la noche el rey manda llamar al anciano para que le conduzca a aquella Torre de los Secretos. Berthwulf conduce a Roderick hacia el lugar, una imponente torre cercana al alcázar, custodiada por los fieles gardingos, que presentan armas ante su rey y se apartan de la puerta para que entre. Además de Berthwulf y Roderick, el conde del tesoro, Haimarik, completa la expedición. Berthwulf conduce a los dos hombres escaleras abajo hasta una gruta cuya antigüedad sobrecoge a los presentes. Una gruta llena de extraños símbolos arcanos, que ya estaba en ese lugar mucho antes de la construcción de la torre, mucho antes de la llegada de los godos a esta tierra, incluso antes de la llegada de los romanos. Un santuario sagrado cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Alumbrados por la antorcha que porta Berthwulf, los tres hombres llegan a una puerta de hierro incrustada en la roca, sellada por decenas de cerrojos. Es la entrada de la cámara de los secretos.
— ¿Dónde está la llave de esta cámara, Haimarik? —pregunta el rey, que no se deja impresionar por la sacralidad del lugar.
—No hay llave, mi señor… nadie ha abierto este lugar nunca, desde hace siglos, desde que nuestros antepasados llegaron a Spania, los ojos de un rey jamás han visto lo que hay dentro de esta cámara —responde el conde del tesoro, que siente como una fuerte presencia sobrenatural protege aquella gruta.
—Entonces habrá que abrirla de otra forma… —responde Roderick, al tiempo que saca un martillo de guerra, dispuesto a romper los cerrojos.
— ¡Deteneos, insensato! ¡Con vuestro sacrilegio vais a traer la ruina a todo el Reino y a todas las gentes de Spania! —grita furibundo Berthwulf.
— ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu rey? ¿Sabes que podría mandarte azotar por esta insolencia? —responde Roderick, lleno de ira.
— ¡De buen grado prefiero unos azotes si con eso impido lo que estáis a punto de hacer! ¿Es que no sabéis nada? Si profanáis este lugar los anseis dejarán de protegeros a vos… y a todos nosotros, pues sois nuestro rey —dice fuera de sí Berthwulf.
— ¡Viejo loco! ¡Aparta de mi camino! —responde con absoluto desprecio el monarca, al tiempo que empuja a Berthwulf.
—Alteza, creo que no deberíais… —intenta advertirle el conde del tesoro, que sí conoce las viejas leyendas y además se ha quedado sobrecogido ante la reacción del anciano.
— ¿Tú también, Haimarik? ¡Son solo supercherías paganas! —le interrumpe riendo Roderick.
—Puede ser… pero ningún rey ha osado abrir esta puerta, respetar el misterio, el conocimiento oculto, es lo que da al rey el poder soberano para reinar, mi señor —trata de convencerle Haimarik.
— ¡Tonterías! Si ningún rey ha abierto este lugar es porque ninguno se ha atrevido a hacerlo, pero yo estoy destinado a ser el rey más grande que jamás hayan conocido los godos, yo descubriré el conocimiento antiguo que se encuentra aquí y con él, nuestro Reino tendrá una edad de oro —responde presuntuoso y altivo el monarca.
Movido por la ambición y la codicia, sin comprender los profundos misterios de sus antepasados y las energías que está apunto de liberar, Roderick blande su martillo y golpea incesante contra las cerraduras. Uno por uno, los cerrojos empiezan a partirse y la puerta a ceder, hasta que finalmente el último se rompe y la puerta deja de estar sellada. Después de siglos de misterio, después de generaciones velando aquel lugar, los ojos de un rey van a contemplar qué se encuentra en la Torre Encantada.
La puerta se abre y la cámara se presenta vacía ante los ojos del rey. Sólo hay un cofre en medio de la sala. Berthwulf y Haimarik no se atreven a entrar, pero Roderick deja caer su martillo y se aproxima despacio hacia el centro de la estancia, donde se encuentra el cofre. Sólo un cofre, nada más. “¿Tanto revuelo por un simple cofre?”, piensa el rey en voz alta. Al llegar a él, Roderick ve que unos extraños símbolos rúnicos brillan con el resplandor del trueno, incluso el arrogante rey siente como una gran energía emana del cofre, como si le empujase a retirarse. Un grabado con la forma de un martillo centellea en el centro del cofre, como si se tratase de la última advertencia al inconsciente monarca.
— ¿Qué pone aquí, anciano? —pregunta sobrecogido Roderick.
—Es el martillo de Þunars, que protege este lugar. Por última vez, mi señor, os ruego que… —intenta convencerle, con lágrimas en los ojos Berthwulf.
—La inscripción rúnica, anciano. ¿Qué dice? —sigue preguntando el rey, desoyendo las advertencias.
—Que perderéis vuestro reino y que con vos llegará el final del dominio de los godos en Spania —responde Berthwulf.
—Necio anciano… mañana mismo abandonaréis la Corte, y dad gracias a que no os mando quemar en la hoguera como el pagano que sois —responde lleno de desprecio Roderick, al tiempo que se dispone a abrir el cofre.
Nada más abrir el cofre, una tremenda luz ilumina toda la estancia. Una descarga de energía, como un rayo, empuja a Roderick y lo manda varias varas hacia atrás. Tendido en el suelo y confuso, el rey observa como las paredes de la estancia comienzan a volverse borrosas. Las imágenes cobran vida y Roderick ve a sus mesnadas derrotadas junto a un río, sonidos de lanzas chocando con escudos inundan la estancia, gritos, alaridos de dolor, y un ejército de hombres de tez morena, con turbantes y extrañas espadas curvas avanza sin parar. Llevan el símbolo de una media luna en su estandarte de batalla y los lejanos gritos se vuelven cada vez más nítidos, cada vez más claros. Hablan una lengua extraña, el rey no comprende nada de lo que dicen, pero un alarido se clava en su corazón, un grito de batalla que repiten incesantes: ¡Allahu Akbar!
La visión se desvanece y el cofre se cierra de golpe, quedando la estancia en total oscuridad. Roderick ha visto su destino, ha visto el final de su reinado, el final de su estirpe. No sabe muy bien lo que ha ocurrido, pero un terror que jamás había sentido hiela su corazón de guerrero. Los tres hombres se marchan del lugar y a la mañana siguiente el viejo Berthwulf abandona la Corte. Después de años de estudio, el rey manda quemar sus grimorios y viejos códices, pues dice que están malditos y que aquel anciano tiene tratos con los demonios. Sólo unos cuantos se salvan, los que el anciano puede llevar consigo en su camino al destierro. El rey perdona la vida a Berthwulf, en parte por miedo a desatar aún más la ira de los antiguos demonios a los que el anciano reza. Demonios, así llama a los dioses de sus antepasados el arrogante monarca de los godos. Como un mendigo, aterido de frío y viviendo sólo de la caridad, el viejo Berthwulf no ve terminar el invierno y muere poco después.

Río Guadalete. Han transcurrido solo unos meses desde aquel aciago día en el que el rey Roderick decidió profanar el secreto de sus antepasados y abrir la puerta sellada de la Torre Encantada. Cubierto de barro y humillado, Roderick contempla el campo de batalla. Sus fieles gardingos dieron hasta la última gota de su sangre para cubrirle la retirada. Su caballo, herido, agoniza en medio del fango. Aún tiene la sangre de sus leales impregnando sus ropas, no reunió el valor suficiente para derramar la suya propia hasta la muerte. Los musulmanes han invadido el Reino y han derrotado a sus mesnadas y quien fuera señor de toda Spania, no tiene ya una almena que pueda decir que es suya. Pesaroso, solitario y cubierto de barro, se dirige hacia la Lusitania, donde terminará sus días como un vagabundo. La profecía se ha cumplido.

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