jueves, 19 de enero de 2017

Relato - El gran colapso Parte 1

Jaén. Martes, 22 de enero de 2030

El ruido de un motor rompe el silencio sepulcral de esta fría noche invernal. Son las 3:05 de la madrugada y una furgoneta avanza por las calles de la Urbanización Azahar, despertando a Alberto González de su ligero sueño. Hace semanas que no puede dormir del tirón, que cualquier ruido le hace ponerse alerta. Y con razón. Sus padres fueron detenidos hace poco y nada sabe de ellos, lo más probable es que se encuentren en alguna cuneta de la carretera de Fuerte del Rey. Su hermana mayor, Andrea, estaba de Erasmus cuando comenzó toda esta locura y sobrevive como puede en un piso de estudiantes de Wroclaw. En Polonia, el gobierno conservador ha conseguido mantener el control del país. Europa del este, a duras penas, pero se mantiene a flote en medio del Gran Colapso.
Alberto tiene 20 años y nunca ha estado metido en política, pero su familia ya está “señalada” y eso le hace no poder dormir por las noches. Sabe que en cualquier momento le puede tocar a él y que una checa puede irrumpir en su casa y ponerlo todo patas arriba, como ocurrió cuando detuvieron a sus padres. Por suerte fue en Nochevieja y él estaba en el campo de un amigo, en el Puente de la Sierra. De haber estado en su casa seguramente también habría sido detenido. Nadie le notificó la detención. Fue a preguntar al Círculo de Seguridad Ciudadana (sucesor de lo que antes era el Cuerpo Nacional de Policía) y nadie le dijo nada. No constaba la detención de sus padres, deben haberlos secuestrado. Oficialmente se les considera desaparecidos, un viejo truco de todas las dictaduras. Según le dijeron sus vecinos, unos chavales borrachos se vinieron arriba en la celebración del Año Nuevo y decidieron ir “de caza”. Los valientes, los idealistas, las personas con honor están luchando en el frente. Hace tiempo que aquí, en la retaguardia, sólo quedan los cobardes, los oportunistas y la gentuza. Sus vecinos sólo le dijeron que llevaban estética red skin, camisetas de Non Servium, del St. Pauli y de los Bukaneros, los ultras del Rayo Vallecano. Eso sí, llevaban el brazalete con el círculo morado, por lo que posiblemente pertenecen a alguna de las asociaciones, sindicatos, partidos o colectivos que forman la confluencia popular. No sabe quién pudo ser, pero se lo imagina. A fin de cuentas, Jaén es muy pequeña.
¿El motivo de la detención de sus padres? Ninguno en concreto. Viven en las casas de Juan León, su padre es abogado y su madre era funcionaria hasta que fue purgada por actitudes antidemocráticas y discurso del odio. Tienen olivas, o tenían antes de la Revolución, ahora la tierra es para quien la trabaja. “Viva Andalucía Libre y Socialista”, “Tierra y Libertad”, decían los militantes del SAT cuando asaltaron su cortijo y golpearon a su pobre abuelo Paco. Su abuelo, que trabajó cargando cajas desde los 14 años en el mercado de San Francisco y heredó las tierras que llevaban años en su familia, era para ellos un “latifundista de mierda”. Él estudio en Altocastillo y su hermana en Guadalimar, y ahora estudian ADE y Derecho, respectivamente. Carreras claramente de pijos. Su padre es cofrade de la Virgen Blanca y simpatizante del Real Madrid. Son evidentemente una familia de fachas. La Casta. Era necesaria la justicia proletaria.
La furgoneta se detiene delante de la casa de Alberto González. “Es aquí”, dice quien la conduce. Un joven de 22 años, Daniel, que de pequeño jugaba al fútbol sala con Alberto en Las Fuentezuelas. A ambos les gustaba el rock y solían ir a los mismos bares. Eran buenos amigos, pero se fueron distanciando con el tiempo. No fue por política, más bien un asunto de faldas. Alberto siempre había sido más guapo, más simpático y gustaba más. Siempre tenía mejores regalos en Reyes y la novia más guapa. Una vez, en 2º de Bachiller, se encapricharon de la misma chica, Elena. Elena era el amor platónico de Daniel desde 2º de ESO y no pudo soportarlo. Elena siempre se había llevado bien con él, pero no lo quería de esa manera y estaba loquita por Alberto. “Seguro que es por su dinero”, “es una pija, que va de rebelde escuchando Extremoduro y Marea pero luego se compra zapatillas VANS”, “una pija calientapollas y él un facha de mierda”, se decía en su cabeza. Además Alberto tenía buenas notas y perspectivas de futuro mientras que él no tenía trabajo desde que acabó Trabajo Social. Aunque eso había cambiado con la Revolución. Ahora era Jefe de Grupo de las Brigadas Antifascistas (BAF), ahora sí que le respetaban.
De la furgoneta comienzan a bajar cuatro personas, con un pasamontañas y el símbolo de las BAF, el grupo de acción directa para combatir el fascismo, el racismo, la homofobia y el patriarcado. Desde el desmoronamiento del Estado, habían pasado de ser un simple grupo de pandilleros a convertirse en una milicia paramilitar. Iban bien armados y eran la autoridad. La Coordinadora Antifascista les había encargado limpiar las calles de Jaén y tenían gente vigilando las redes sociales y colaboradores en todos los institutos, centros de trabajo, facultades... eran lo más parecido a los servicios secretos de la recientemente proclamada República Popular Española. Daniel es el jefe, como demuestra su distintivo en la camisa morada que cubre con una Harrington. El ruido cerca de su puerta hace que Alberto se asome y ve que los guerreros antifas se disponen a entrar por la fuerza en su casa. “Mierda, los camisas moradas”, exclama en voz alta, mientras se viste a toda prisa y trata de salir por el patio de atrás. Pero Daniel lo tiene todo previsto, dos de sus hombres cubren esa zona. Ventajas de haber estado jugando tardes enteras al FIFA en aquella casa, se conoce todos sus recovecos. Alberto trata de escapar pero entre el miedo, la sorpresa y el frío, no es tan ágil como sus perseguidores, que no tardan en darle alcance. Caen las primeras hostias, al grito de “nazi de mierda”. Una bolsa negra cubre sus ojos y nota como lo llevan a rastras a la furgoneta.
Atado a una silla de pies y manos y aturdido, Alberto despierta en un lugar siniestro. No sabe dónde está, sólo hay una mesa con un flexo y macabras manchas pegajosas en el suelo. No es difícil adivinar que es sangre. Está seca, de varios días, pero quien estuviera antes que él en aquella silla, sin duda sangró como un marrano. Frente a él, un hombre de mediana edad, en mangas de camisa, con una Beretta 9 mm colgando del cinturón, le mira con ojos sádicos, relamiéndose en lo que va a suceder. Se trata de Ricardo Gómez Buendía, ex comisario de policía y ahora miembro del Círculo de Seguridad Ciudadana. Hombre puntilloso, en apariencia respetable, pero al que se le iba la mano. Siempre obediente a sus jefes, que ahora eran estos perroflautas a los que con tanto desprecio miraba hace unos años y que llamaban a los tipos como él “perros del Estado” en sus manifestaciones. Ahora el “Estado opresor” se había convertido en una “democracia popular participativa”, pero los nuevos amos necesitaban a los viejos perros, que sabían cómo hacer su trabajo por encima de consignas revolucionarias y retórica populista para las bases. Ricardo era un funcionario del Estado. No tenía eso que los románticos llaman ideología. A diferencia de los “niñatos” de las BAF, sabía bien cómo sonsacar a un detenido y se tomaba todo el tiempo que fuese necesario para ello. Al ver su placa, Alberto comprendió que estaba en los sótanos de la comisaría de Los Jardinillos... y que no saldría de allí con vida.
—Bueno, Alberto, esto será más fácil para todos si colaboras. Tenemos suficiente para llevarte a Jaén-2, pero de ti depende que tu estancia allí sea más o menos agradable... o que incluso no llegues a la prisión. Ya sabes lo que pasa, una fuga y los compañeros no tienen más remedio que abrir fuego...
—Yo no he hecho nada —respondió tembloroso Alberto.
— ¿Ah no? —le respondió Ricardo Gómez al tiempo que ponía delante de él varios folios de papel.
Era una recopilación de varios tweets escritos por Alberto hacía años. En uno de ellos se alegraba por el encarcelamiento del compañero Andrés Bódalo, mártir de la clase obrera que fue encarcelado injustamente tras un montaje policial. En otro, llamaba “terrorista” al compañero Alfons, que también había sido una víctima del Estado. En otro, llamaba “putos moros” a los terroristas del DAESH, tras un atentado. Un comentario islamófobo y racista intolerable. En otro criticaba que se abriese la frontera a los refugiados sirios. Otra muestra de xenofobia, racismo y odio al diferente. También había recortes de varias publicaciones suyas en Facebook bastante comprometidas. Por ejemplo, había compartido varias canciones de Beethoven R, un grupo que había sido clasificado como “heteropatrircal y misógino” por las compañeras de la Asamblea de Mujeres de Jaén por sus letras haciendo apología de la violación y su desprecio a la mujer. Sus discos estaban prohibidos desde el inicio de la Revolución.
La Asamblea de Mujeres de Jaén era parte de la Federación Estatal de Asociaciones Feministas, pero funcionaba de manera autónoma y horizontal, al menos en teoría. En la práctica su jefa era Consuelo Guerrero, una profesora de didáctica de las Ciencias Sociales de la máxima confianza de la Ministra de Igualdad, Rita Maestre. Consuelo, a pesar de que prácticamente no había dado clase a niños en su vida, se dedicaba a dar clase en el grado de Magisterio y en el máster de Profesorado de Secundaria, asegurándose de que sus alumnos se deconstruían de sus prejuicios eurocéntricos y machistas. Era implacable, capaz de suspender a un alumno por no utilizar el lenguaje inclusivo. Como en todos los demás colectivos, las feministas sensatas hacía tiempo que habían sido purgadas, acusadas de estar alienadas con el patriarcado, y las que partían el bacalao eran las histéricas y fanáticas, las de machete al machote, como Consuelo. La imagen de Simone de Beauvoir presidía su despacho en la UJA junto al lema Sororidad para la lucha, lucha para la emancipación.
      Pero lo más grave de todo era un comentario de 2028 en el que admitía que había votado a Ciudadanos en las elecciones de aquel año. Era un fascista, no cabía duda. Un fascista y un cuñado. Alberto se quedó callado. No sabía que decir ante aquello. El comisario Ricardo se encendió un cigarro y le echó el humo en la cara, sacándolo de su ensoñación. Se quitó la pistola y la dejó encima de la mesa y se remangó la camisa. Alberto temblaba de miedo y notó una sensación húmeda y caliente al mismo tiempo en la entrepierna. Se había orinado encima. Ricardo se echó a reír. Estaba claro que Alberto hablaría pronto. Una lástima, Ricardo tenía ganas de divertirse.
—Bien chaval, como ves estás bien jodido. Por menos de esto, hay gente en la cárcel.
—Sólo eran comentarios en twitter y en facebook... —se lamentó Alberto.
—Ya... bueno, hay dos maneras de hacer las cosas en la vida. Por las buenas, o por las malas. Así es que tú eliges. Sabemos que eres un quintacolumnista, que tienes contacto con los nacionalistas. Con peces gordos de verdad, no cuatro tontos como tú que escriben en Internet. Dinos dónde están.
—Yo... yo no estoy metido en política —respondió temblando Alberto.
—Vaya... veo que será por las malas entonces -dijo Ricardo, dando la primera bofetada a Alberto, que comenzaba a llorar nerviosamente.
El interrogatorio fue lento y penoso. Puñetazos, golpes en el estómago... el sadismo y la imaginación de Ricardo no tenía fin. Llevaba muchos años de servicio, su padre había sido guardia civil y le había contado cómo les apretaban las tuercas a supuestos miembros y simpatizantes de ETA en los años 90 del siglo pasado y Ricardo había aprendido bien. Ricardo había sido un chico conflictivo en su adolescencia, un bala perdida en la ESO, repetidor de varios cursos, que finalmente se centró, asentó cabeza y se sacó las oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía. Con 15 años llevó a un compañero de clase, al que él y unos cuantos más le hacían bullying, a la depresión y a estar al borde del suicidio. Luego realizó su cruzada personal contra los ultras del fútbol y se dedicó sus primeros años de servicio en Jaén a freír con multas de 3.000 € a chavales de 20 años por el simple delito de sacar una bengala para recibir a su equipo. Tenía años de experiencia destrozando vidas ajenas.
Alberto se desmayó varias veces y fue despertado con cubetazos de agua helada. Hacía frío y Alberto temblaba en medio de la sangre, el sudor y los orines. El miedo era tal que no sólo se había meado encima, también se había cagado. Cualquier atisbo de dignidad había desaparecido en aquel oscuro sótano, ante la atenta mirada del retrato del Presidente de la República, el compañero Pablo Iglesias, franqueado por la bandera tricolor, que colgaba de la pared.


Después de varias horas, Ricardo por fin comprendió que Alberto no podía confesar aquello de lo que no tenía ni la más remota idea. El joven estaba lleno de moratones, quemaduras de cigarrillo y con la cara y los ojos hinchados por la tremenda paliza recibida. Si le seguía apretando las tuercas, el chaval empezaría a inventarse confesiones, al más puro estilo de los reos de la Inquisición. Era evidente que no sabía nada de ninguna quinta columna ni tenía nada que ver con los nacionalistas. Era un pobre desgraciado al que alguien se la había jugado y nada más. Uno de tantos que había probado las bondades del gobierno de la gente. Sea como fuere, la Comisión de Seguridad de la Coordinadora Antifascista, a instancias de las BAF, lo había dejado claro. Aquel facha tenía que morir. Así es que sin pensárselo más, Ricardo sacó su navaja y degolló al pobre infeliz, que gimió como un cerdo el día de San Antón en sus últimos estertores. Su mundo se acabó para él en ese sótano lúgubre en aquella fría madrugada. Después de todo no estaba metido en política, ni siquiera era una cuestión de ideología. Simplemente había tenido la mala suerte de despertar la envidia de quien no debía. Esa era la nueva política, tan parecida a la vieja que constaba diferenciarlas.

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