jueves, 15 de diciembre de 2016

Relato - Procesión funebre

Caía la lluvia incesante en aquel pequeño pueblo del norte. En una rústica casa, el viejo Santiago contaba historias a sus nietos al calor de la hoguera. A Santiago le encantaba contar historias de su juventud a sus nietos, Tomás y Laura.
—Abuelo, —dijo Tomás el nieto mayor—. ¿Tú crees en fantasmas?
—Claro que creo en fantasmas, como aquel mismo que tiene Laura detrás de ella.
La pequeña  se giró con cierto miedo para ver si había uno, pero para su alivio no había nada.
— ¡Abuelo! —replicó la pequeña Laura—. No me gastes esas bromas. Además yo sé que los fantasmas no existen, me lo dijo mamá.
El viejo Santiago soltó una pícara sonrisa.
—Bueno, entonces si sois tan valientes no os asustareis de un pequeño cuento de fantasmas, ¿verdad? —dijo el anciano con tono desafiante.
Los niños respondieron con silencio, y una mirada fija en su abuelo que reflejaba la curiosidad de la niñez. Aquella expresión era la favorita del viejo Santiago. Sin más dilación comenzó a contar su relato.
—Esta historia pasó en mi niñez, cuando tenía más o menos la misma edad que Tomás. Era verano, un verano bastante caluroso. Yo estaba deseoso de empezar mis juegos con mi hermano, Jeremías,  pero él no se encontraba muy bien. Pasaron los días y su salud empezó a empeorar, tanto que una noche tuvimos que traer de emergencia al médico del pueblo. El hombre les dijo a mis padres que Jeremías tenía tuberculosis, una enfermedad muy grave y difícil de curar, sobre todo en aquellos lejanos años.
»Con el transcurrir del verano la salud de mi hermano pequeño empeoró, y no daba mucho resultado el tratamiento que le impuso el médico. Algo que noté era que el médico tenía muy mal aspecto Estaba muy pálido, ojeroso y cansado. Era como si no hubiera dormido en muchos días. También estaba muchísimo más delgado. Efectivamente el aspecto de aquel hombre era casi tan enfermizo como el de mi hermano.
»Yo hacía todo lo posible por mi hermano para que estuviera feliz. Le contaba cuentos por la noche, le traía insectos del campo, le hacía compañía… Su salud no mejoraba con esto, pero al menos volvía a sonreír como antes.
»Una noche, cuando yo estaba a punto de dormir noté un olor en el aire, un olor a cera de vela encendida. Procedía de afuera así que me fui a la ventana para ver lo que pasaba. Lo que vi me dejó sin aliento. Era una procesión, una procesión de fantasmas con túnicas negras. Apenas eran visibles. Formaban dos hileras y cada uno llevaba consigo una vela encendida, de ahí procedía el olor a cera. Me quedé paralizado de terror, no sabía cómo reaccionar. Iban con paso lento y susurrando oraciones que yo no entendía. Me fijé en quién encabezaba la procesión, y me quedé más impactado aún. Era el médico del pueblo, aquel que había visitado a mi hermano. Su  aspecto era mucho peor que en el día, parecía un muerto viviente. Llevaba con él una gran cruz y una especie de caldero.
»La procesión avanzaba muy lentamente, parecía que se dirigía hacía mi ventana, pero en realidad se pararon en la ventana de al lado, la ventana del cuarto de mi hermano enfermo. Se pararon a pocos metros de esa ventana y seguían rezando con un tono de voz muy sombrío y escalofriante. Estaba asustadísimo, el corazón parecía que se me iba a salir del pecho, estaba paralizado por el miedo.
»Me desperté en mi cama, todo había sido un sueño. En ese momento oí unos llantos procedentes de la habitación de mi hermano. Mis padres y la criada estaban llorando, mi hermano acababa de morir esa misma noche. En ese entonces el médico fue a confirmar la muerte de Jeremías.
El viejo Santiago miró a sus nietos. Los dos, tanto Tomás cómo Laura, estaban mudos, pálidos y temblando. En ese momento el abuelo se arrepintió de contarles esa historia a sus pequeños nietos.
—Pero solo fue un sueño —dijo, intentando rectificar su error—. No os lo toméis tan enserio. Venga a dormir si no queréis verlos.
Entonces los dos nietos se fueron, le dieron las buenas noches a su abuelo y marcharon hacia la cama. El anciano también estaba sucumbiendo al cansancio, así que se acomodó en el sofá para dormir.
—Huele a cera… —dijo antes de caer en el más profundo y largo sueño.

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