Una sombra cruzó el
rostro de la joven que miraba el exterior a través de la ventana su habitación.
Lo había vuelto a hacer. Se había dejado llevar por sus emociones y lo había
vuelto a hacer. Con un estremecimiento, recordó lo acontecido a lo largo del día.
Sí, había llegado al instituto, de eso estaba segura.
Había traspasado el umbral, había subido las escaleras y, con un profundo
suspiro, había entrado en la clase donde sabía que la encontraría. Sentada,
esperándola como cualquier otro día. Y se había sentado a su lado, por
descontado. Era una de las pocas cosas que le reportaban emoción a sus
aburridos, repetitivos y frustrantes días.
Su pequeño rayo de sol, como le gustaba
llamarlo. Y ella, como todos los días, estaba radiante. Le sonrió e inició con
ella una conversación trivial sobre los temas cotidianos que podían
considerarse importantes en la vida de un adolescente.
Pero ella no era una adolescente cualquiera. Por
determinadas circunstancias no disfrutaba de una juventud normal. No sabía lo
que era disfrutar plenamente y sin atenuantes desde hacía mucho tiempo. Casi le
costaba recordar la sensación.
¿Cuál era el motivo de semejante situación?
«Sí» pensó la chica «Sólo hay un único
motivo condicionando mi vida entera»
Y sonrió sardónicamente ante esta idea.
«La única razón,
estúpida descerebrada, es que has sido tan idiota cómo para enamorarte de tu
mejor amiga» Hacía ya tiempo que
era capaz de pensar en el sentido completo de esta frase sin envenenarse.
Antes, en lo que a ella le parecía otra vida, era capaz
de ser feliz con lo poco que le ofrecía la vida. Pasar un rato agradable con
sus amigos, salir, pasear… Ahora todo se reducía a ella. Se veía atraída a ella
como si de un planeta se tratase. Y simplemente seguía una órbita a su
alrededor, lo mismo que se podría comparar con la estela que sigue fielmente al
cometa.
¿Y a quién le importaba?
«Pues, » pensó con rabia «últimamente parece
que a todo el mundo»
Sí, en los últimos días su “pequeño problema” era un
secreto a voces, más que nunca. Acostumbrada a regodearse en su silencioso sufrimiento,
le parecía extraño y casi molesto que a todo el mundo le diese por inmiscuirse
en donde no les llamaban, por muy buenas que fueran sus intenciones.
Y sin embargo, no podía dejar de darse cuenta de que había
veces en las que estallaba, en las que no podía más y se encontraba a sí misma
desahogándose y hablando sin parar de lo que Elisa significaba para ella.
Sin mediar palabra, cosa nada útil cuando no había nadie
alrededor, se dirigió al espejo y se miró largo rato. Era algo que hacía a
menudo cuando se sentía sola.
Pero esta vez vio algo que no le gustó. Porque era lo que
llevaba esperando desde hacía tiempo. Sus ojos habían perdido el brillo. Su
piel se veía mortecinamente pálida bajo la luz que entraba por la ventana.
Estaba muerta. Sus sentimientos la estaban consumiendo.
Se asustó de su reflejo y salió apresuradamente de la
sala. En apenas unos minutos se había vestido y se disponía a salir a la calle.
Cuando estuvo fuera de casa, se sintió vacía de pronto. ¿A dónde podía ir?
No encontró respuesta.
Como había hecho ya antes, se limitó a dejarse llevar y
deambular por las calles sin rumbo fijo. Cada vez que se abandonaba a sus
paseos, a sus meditaciones por la vía pública lo hacía con un único propósito.
Sí, como todo lo demás en su vida la única razón de ser
de sus andadas era esperar encontrarla ahí, en la calle. ¿Y qué haría cuando la
tuviese delante? Nunca se atrevería a hacer nada. Porque, sencillamente, no
podía.
Se limitaría a saludarla con la más forzada de sus
sonrisas. Como si no pasara nada, para que ella se fuese a su casa sin la menor
idea de lo que necesitaba estar a su lado. Era lo que hacía siempre. Pero,
afortunadamente, no la vio en esta ocasión, lo cual supuso casi un alivio para ella.
No necesitaba más quebraderos de cabeza, no en ese día al menos.
Pasó por delante de una pequeña tienda de ropa que
anunciaba ya con tentadores carteles y sugerentes eslóganes que invitaban a los
incautos consumidores a adquirir los últimos productos para disfrutar de los
restos del verano.
«El verano…»
Había pasado el verano, y con él los ratos a solas y las
largas tardes en su compañía. Aquellos momentos robados del mismo Edén a veces,
o eso le parecía a ella. Por supuesto aquella felicidad era compartida solo a
medias por Elisa. Para ella solamente era una amiga más. Quizá más o menos
buena, pero amiga al fin y al cabo.
Sin querer, sin poder evitarlo se dejó llevar para
rememorar la estación veraniega…
UN VERANO COMO NINGUNO:
Las calificaciones no habían salido como esperaba. En
realidad, nadie se lo podía imaginar. Aunque Sandra tenía una ligera idea de lo
que se avecinaba cuando había dejado de asistir a las clases y se había
ausentado a los exámenes finales. Era inevitable.
Ella misma había llevado a la espada de Damocles a pender
sobre su propia cabeza. Lo había hecho con plena conciencia de que no iba a
sacar nada bueno, pero aun así no había podido evitarlo.
Los últimos días de clase la estaban asfixiando. Se
sentía atrapada entre las paredes de aquella cárcel que la hacían recordar día
tras día que se encontraba bajo el mismo techo que ella. Y a pesar de todo no
había dejado de asistir a la única clase que compartían, como si de algo vital
se tratase.
A veces pensaba que solo se levantaba de la cama para
asistir a esa hora semanal. Y no podía reprochárselo. Nunca se paraba a pensar
en lo bueno o malo de sus acciones cuando ella estaba de por medio. Se volvía
loca si lo hacía. Tenía la impresión de que a veces su personalidad se veía
eclipsada con la voluntad de esa chica.
Y lo peor es que Elisa no era consciente de esto.
Daba igual lo que hiciese. Ella siempre tendría sus ojos
puestos en algún hombre, eso era algo con lo que había aprendido a vivir. Desde
que recordaba, desde que la había conocido más precisamente, siempre había
algún hombre ocupando su mente. Al principio se le hacía un mundo este hecho, aunque
con el tiempo había aprendido a sobrellevarlo.
Además estaba el hecho de que todos los chicos en los que
se había fijado, por unos motivos u otros, acababan haciendo una sólida amistad
con ella. Obviamente había elaborado una teoría al respecto. Siempre había sido
una persona celosa. Bueno, no realmente. Explicar esto era algo muy complicado.
No se podían considerar exactamente celos, sino más bien… preocupación.
Cuando veía a Elisa con un chico, lo único que podía
pensar era que él le haría daño. Eso la llevaba automáticamente a un conflicto
interior dado que tenía que llevar el peso de la creciente aversión hacía el
muchacho en cuestión a la vez que la amistad que a veces llegaba a trabar.
Y eso era algo que la iba estrangulando.
Y ni por esas había dejado de acudir a su lado en
aquellas clases.
Lo que le pasaba con ella era algo que no le había pasado
nunca con nadie. Podía pasar de la más pura euforia a lo más bajo en la escala
del estado anímico en apenas unos minutos.
Y casi siempre dependía del estado de ánimo, las reacciones
o los sentimientos de Elisa. Pero al recibir su carta con las notas, había
tomado plena conciencia de que todo estaba a punto de cambiar. De que ella
podía separarse de su lado para siempre.
Por eso mismo no se planteó la opción de repetir curso ni
por un segundo. Nunca le había llamado la atención estudiar, pero se hizo la
promesa interior de que lo sacaría adelante, por Elisa y por sí misma.
Si hubiese sabido hacia donde la llevaría esa promesa, se
lo habría pensado dos veces antes de hacérsela.
Pero una vez más, será en otra ocasión cuando os lo
cuente.
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