Gontzal el Homiciano
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ae la lluvia incesante en esta fría noche de diciembre sobre las
empedradas calles de Alcaudete. El frío cala los huesos de los pobres
desdichados que no tienen donde resguardarse y los nietos escuchan las viejas
historias de sus abuelos, resguardados junto al fuego del hogar. Aparte de los
caballeros calatravos que hacen la ronde da guardia, alumbrados con un tenue
candil y cubiertos con el hábito negro sobre el sayal de la orden, no se ve un
alma en las calles. El imponente castillo preside la ciudad y, deshilachado y
empapado por la lluvia, ondea el pendón con la cruz de Calatrava. A unas leguas
del lugar está el Moro, siempre acechante, que podría aprovechar el abrigo de
la noche para lanzar una cabalgada sobre las buenas gentes cristianas que
habitan este lugar.
Como bien saben vuestras mercedes, estamos en el año
del Señor de 1350. Esta villa de Alcaudete está poblada por gentes procedentes
de muy diversos lugares, campesinos pobres de Castilla que han venido al sur en
busca de una mejor ventura, aventureros de todos los rincones de las Españas
que vienen la Frontera a hacer fortuna, pardos, almogávares y mercenarios de
todo tipo que frecuentan este lugar para ponerse al servicio de los señores,
pues las guerras son constantes, hidalgos del norte que ven en Andalucía una
oportunidad para darle mayor lustre a su linaje, piadosos monjes que vienen a
estas tierras con el ánimo dispuesto para salvar el alma de los infieles,
fanáticos caballeros deseosos de demostrar su valía y terminar la Reconquista,
tenaces comerciantes que cruzan la frontera de moros y cristianos a menudo para
hacer buenos negocios en Granada con los mercaderes genoveses, venecianos y de
todas las partes del mundo musulmán que frecuentan el vecino reino nazarí… y también
proscritos, criminales y delincuentes de poca monta que llegaron aquí huyendo
de la justicia o amparándose en el Fuero de la Frontera. En definitiva, son
gentes aguerridas y de todo pelaje quienes pueblan este lugar.
Un silencio total y absoluto se cierne sobre
Alcaudete, la noche es cerrada y no hay Luna en el cielo, densas nubes cubren
las estrellas y una oscuridad impenetrable envuelve la villa. El ruido de los
truenos y el fuerte viento de la tormenta hielan el corazón de los lugareños y
les estremecen de terror. Cuentan las viejas leyendas que en estos días
invernales los espíritus salvajes recorren los campos y rondan las casas de las
buenas gentes. Fantasmas, almas en pena, seres que habitan el bosque… muchos
dicen que son cuentos de viejas, reminiscencias de un pasado pagano ya
olvidado, pero lo cierto es que todos han oído hablar de ellas, todos rezan y
piden protección a Dios contra los malos espíritus y se aferran a sus
crucifijos cuando sienten el rechinar de las maderas de sus viejas viviendas.
El Maligno vive entre nosotros, bien lo saben todos.
Una misteriosa plaga asola toda la Cristiandad, la muerte está muy presente,
nadie escapa a ella, ni los ricos, ni los pobres. Los viajeros y comerciantes
que pasan por el lugar traen terribles noticias de esta mortífera enfermedad.
Ciudades como Barcelona, Valencia, Mallorca, Almería, Gerona… han sucumbido a
esta calamidad. Los médicos, cristianos, moros y judíos, se afanan en buscar un
remedio… pero sólo dan palos de ciego y ninguno es capaz de encontrar la cura.
Cuando un desdichado cae presa de este mal, al que llaman la peste, su piel se
llena de bubones. Posteriormente se suceden las toses, esputos… su piel se
oscurece y el pobre infeliz muere a los pocos días. Hasta el rey, Nuestro
Señor, sucumbió a este terrible mal hace unos meses. Nuestro bien amado Alfonso
XI, el Justiciero, cayó presa de la
enfermedad cuando trataba de tomar Gibraltar a los moros y le sucedió su hijo,
el infante don Pedro. Su reinado se ha iniciado bajo estos malos augurios y
según cuentan el nuevo rey ha cometido atrocidades contra la amante de su padre
nada más acceder al trono. Un funesto porvenir se cierne sobre Castilla.
¿Cuál es la causa de este mal? ¿Es una obra del
Maligno o es un castigo de Dios por los múltiples pecados de los hombres? Hay
quien dice que los pérfidos judíos están detrás de esto, que envenenan los
pozos y propagan la enfermedad. Algunos hablan de un complot de los asesinos de
Cristo para eliminar a sus vecinos cristianos y hacerse finalmente con el
dominio del orbe, un siniestro plan liderado por un tal Jacob de Toledo, rabino
que instiga a los deicidas usureros, hijos de Satanás, en sus malvados planes.
No se sabe qué hay de cierto en esto, pero se rumorea que los hebreos llevan a
cabo macabros rituales con los bebés cristianos que secuestran. El Apocalipsis
está cerca, la Bestia campa a sus anchas y la segunda venida de Cristo para el
Juicio Final no tardará en producirse.
En la taberna La
Frontera, regentada por el buen Martín Posadero, apuran los últimos tragos
de vino los pocos hombres que aún están despiertos a estas horas y en una noche
de perros como esta. Se trata de viajeros, a los que la tormenta les pilló de
paso, alguna que otra ramera, que alquila su cuerpo a cambio de unos
maravedíes, soldados que están de permiso, borrachos y gente de mal vivir en
general. Nadie decente está bebiendo vino a esas horas y menos en una noche así.
Sentado en una mesa, solitario y sin hablar con nadie, se encuentra una recia
figura. Un hombre oscuro, con gesto severo, no muy guapo, pese a que no cuenta
más que con veinte años, cejijunto, de pelo castaño y cara ancha, facciones
toscas y gesto rudo. Observa el azumbre de vino fijamente, con la mirada
perdida, y de manera mecánica levanta la jarra y da un trago.
Se trata de un forastero al que llaman Gontzal de
Bilbo, pues es natural de esta villa vizcaína, o más comúnmente Gontzal el homiciano, pues todos saben que tiene
una turbia historia detrás, aunque Gontzal es un hombre serio y de pocas
palabras. Es un hombre del norte, de buen comer y de buen beber, como todos los
vascongados, pero frío y de pocos amigos. Un hombre siniestro al que, los que
han tenido la oportunidad de verlo combatir, saben sobradamente que no le
faltan hígados ni le tiembla el pulso cuando se trata de asestar puñaladas.
Algunos camaradas dicen incluso que lo han visto sonreír de placer al asesinar,
que disfruta matando. Es un hombre de mala entraña, sin duda. Uno de tantos
indeseables que pululan por la Frontera. Vestido con modestos paños oscuros,
sin joyas ni adornos, viejos recuerdos vienen a la mente de aquel oscuro
personaje mientras degusta el vino peleón de la taberna.
Gontzal es un hombre callado, observador. Prefiere
ver y escuchar antes que hablar. Algunos dicen que sólo se maneja con soltura
con el vascuence, de ahí su parquedad en palabras, pero lo cierto es que
entiende bien tanto el castellano como la lengua andalusí, no se puede
sobrevivir en la Frontera sin eso. Sencillamente es un hombre discreto.
Discreción que aprendió de su padre, el viejo Endika, que era siervo de Corte
al servicio de un comerciante de Bilbao. Procede de una familia de villanos,
sus padres se marcharon de su caserío rural pues se vieron en la ruina tras una
epidemia que enfermó su ganado y decidieron probar suerte en la villa. Gontzal
ya nació en Bilbao y desde pequeño estuvo marcado por la tragedia. Su madre,
Ostatxu, murió a las pocas horas de dar a luz y su padre enloqueció y se volvió
huraño y taciturno con la muerte de su amada mujer. Siempre fue frío con
Gontzal, al que en el fondo culpaba de la muerte de su esposa. No se volvió a
casar ni tuvo más hijos y finalmente enfermó de una gripe y murió cuando
Gontzal tenía catorce años.
Falto de cariño y sin nadie que se hiciera cargo de
él, Gontzal comenzó a frecuentar el puerto de Bilbao y a juntarse con gente de
mal vivir y peor terminar. Aprendió a nadar y unos conocimientos básicos de
navegación, pues durante un tiempo fue estibador en la ría de Bilbao. Sus
escasos ingresos le daban para malvivir pero pronto decidió buscarse un
sobresueldo y dedicarse al robo de guante blanco. No tenía a nadie, su único
amigo era Gabone, un cachorro que
encontró el día de la Natividad de Nuestro Señor tirado en la calle, pues
precisamente eso, Navidad, es lo que significa Gabone en vascuence. Gontzal
muestra hacia su perro el cariño que no le muestra a los humanos y su fiel
amigo le acompañó al sur. La falta de afecto y el haberse criado en un ambiente
tan hostil han provocado un carácter agrio en Gontzal, colérico incluso, que le
lleva a perder la paciencia con mucha facilidad si es provocado. Pero su
imponente hechura hace que pocos sean tan insensatos como para provocarle.
Este carácter colérico le jugó una mala pasada
cierta noche, en una taberna de Bilbao. Estaba apostando a los dados con una
cuadrilla de forasteros venidos de Vitoria por no se sabe que asuntos, y la
fortuna no le estaba acompañando. Había perdido ya un par de maravedíes cuando
uno de los vitorianos comenzó a jactarse de ello y Gontzal, al que nunca le
cayeron bien los alaveses, poseído por la ira, propinó un tremendo puñetazo a
aquel hombre, provocando que sus tres acompañantes intervinieran en favor de su
compañero y se iniciase una riña. El puñetazo había sido tan certero que al que
se jactaba de su buena fortuna se le quitaron las ganas de chanza cuando
escupió varios de sus dientes y yacía en el suelo inmóvil por el dolor. Al ver
que sus compañeros querían gresca, Gontzal arrojó su jarra contra la
desafortunada testa de otro al que también dejó fuera de combate, y se batió a
puños desnudos con los otros dos. Los alaveses tampoco estaban faltos de
arrestos y la riña fue encarnizada, hasta que los alguaciles llegaron al lugar,
alertados por el tumulto. Sin embargo los alguaciles llegaron tarde, pues
Gontzal se había ensañado a puñetazos con uno de aquellos vitorianos, que yacía
inconsciente y cubierto de sangre.
Fue apresado de inmediato y juzgado por las
autoridades de don Juan Núñez III de Lara y su esposa doña María Díaz de Haro,
Señores de Vizcaya, que como era de esperar lo condenaron a la horca por
homicidio. De esto hacía tan sólo un año con respecto a los hechos que nos
ocupan, Gontzal contaba con diecinueve cuando esperaba la ejecución de la
sentencia en una mazmorra bilbaína. Vida corta y desventurada que hubiera
tenido, sino hubiese sido por la intervención de don Íñigo, el comerciante a
cuyo servicio había estado su padre, rico hombre de la villa y prestamista,
entre otras cosas, del Señor de Vizcaya. Como, según los testigos, Gontzal
había despachado con sus propias manos a cuatro hombres, el juez pensó que
dicha agresividad sería más útil contra los moros, y decidió conmutar la pena a
Gontzal a cambio de que sirviera al rey Nuestro Señor en un castillo de la
Frontera durante al menos nueve meses, por supuesto sin recibir paga alguna por
ello, así como una multa de 500 maravedíes para la familia del muerto, lo que
en la práctica dejaba sin dinero alguno a nuestro hombre. Así pues Gontzal, que
además fue desterrado de Vizcaya, decidió iniciar una nueva vida en el sur bajo
el mando del Gran Maestre de la Orden de Calatrava, en el castillo de Alcaudete.
Desterrado de su tierra, sin familia, dinero o
hacienda alguna, Gontzal malvivía del botín obtenido a los moros y aceptando
algún encargo poco honesto pues, además de demostrar habilidad con los puños,
era un hombre diestro con la daga y certero con la ballesta. Convivía con
caballeros calatravos de altos ideales, pero Gontzal sabía cuál era su función.
Se le ordenaba matar y mataba, poco le importaba a él recuperar Granada para la
Cristiandad o defender a los huérfanos y las viudas.
Sumido en esos pensamientos estaba cuando entró en
la taberna un hombre cubierto con una capa negra, empapado por la lluvia, de
edad avanzada y con un aspecto tanto o más siniestro que Gontzal. A diferencia
de nuestro homiciano, aquel misterioso hombre vestía buenas ropas. No era un
vulgar villano, pues además de las ropas le distinguía como caballero el hecho
de portar espada. El resto de parroquianos miraron a la puerta, sorprendidos de
que alguien entrase a esas horas en la taberna, pero aquel hombre se deslizó
como una sombra sin fijar la vista en nadie ni descubrir siquiera su rostro. Se
sentó en la mesa en la que estaba Gontzal y le inquirió, con voz seca y
profunda:
— ¿Gontzal de Bilbo?
—Os estaba esperando —respondió sin inmutarse el
homiciano.
—Mi señor tiene un nuevo encargo para ti —dijo aquel
hombre, sin andarse con más rodeos.
— ¿De quién se trata esta vez? —respondió sin
inmutarse Gontzal.
—María la Rubia, la hija de Bernardo de Locubín —contestó
la siniestra figura.
— ¿El herrero? —preguntó para asegurarse Gontzal.
—El mismo, digamos que su hija… ha visto demasiado —le
confirmó el hombre.
—No necesito detalles, pero Locubín es tierra
cristiana… —dijo torciendo el gesto Gontzal.
— ¿Algún problema? —preguntó sorprendido aquel
misterioso personaje.
—En tierra de moros puedo matar impunemente, pero en
Locubín… si hay más riesgo, será más caro —dijo finalmente Gontzal.
—Veinte maravedíes ahora y otros veinte cuando
acabes el trabajo —respondió el hombre dejando caer una bolsa con monedas
delante de Gontzal.
—Podéis darla por muerta —dijo sin más escrúpulos
Gontzal.
A la mañana siguiente la tormenta había amainado,
pero todavía caían las últimas gotas de lluvia sobre las calles de Alcaudete.
El olor a tierra mojada se mezclaba con una espesa niebla y un gélido frío
cuando Gontzal comprobaba que su daga vizcaína estuviese bien afilada. La hoja
era perfecta, bien templada y letal en sus manos. Desayunó unas gachas con algo
de tocino calentado al fuego, acompañado por un mendrugo de pan mojado en vino.
Se despidió de Gabone acariciando el cuello del animal, y partió con las
primeras luces del alba antes de que el sargento furriel del castillo
advirtiese su ausencia. El sargento era un tipo severo y disciplinado, pero
incluso un hombre de armas como él, habituado al combate, temía a Gontzal, pues
sabía que era un hombre con el alma negra que no tenía escrúpulos ni nada que
perder. Normalmente hacía la vista gorda cuando Gontzal salía a hacer algún
encargo y no le pedía cuentas por ello, pues siempre solía hacerlos en tierra
de moros y volvía a los pocos días.
Gontzal ensilló uno de los caballos y partió hacia
Locubín. Dejaba atrás el señorío de Calatrava para adentrarse en el señorío de
Alcalá la Real, recientemente fundado por el buen rey Alfonso, quien había nombrado
abad a Gil Álvarez de Albornoz. “La justicia de la Iglesia suele ser más
clemente que la de los calatravos”, pensaba para sí mismo mientras recorría los
caminos a un galope ligero. En apenas unas horas llegó al castillo de Locubín,
cuando las mozas estaban saliendo al campo para recoger leña y algunos
cazadores se adentraban en el bosque en busca de algunas perdices o algún
conejo que complementara su dieta.
Gontzal avanzó al paso, con cautela, suponía que
María iría al bosque a por leña para su padre. La conocía de vista, pues era
una muchacha muy guapa, de unos quince años, y su padre, Bernardo, era un
afamado herrero en la zona. Así pues Gontzal decidió apartarse del camino y
adentrarse en el bosque. El agua de la lluvia todavía goteaba en las hojas de
los árboles, la tierra se había hecho barro y el aire estaba frío, formándose
vaho con la respiración. Gontzal ató a su caballo en un lugar discreto y subió
a un pequeño montículo desde el cual divisaba la entrada al castillo. Desde
allí vería salir a todo el que fuese al bosque desde la fortaleza.
Tal y como había previsto, apenas tuvo que esperar
unos minutos para ver salir a la muchacha. María iba alegre y risueña aquel día,
con una cesta a la espalda para llenarla de la leña que su padre necesitaba
para el fuelle. Una vez que la joven entró en el bosque, Gontzal se movió
sigiloso por entre los arbustos, esperando el lugar adecuado para asaltarla.
Cuando María llegó a la espesura, Gontzal decidió que era el momento propicio.
Sería rápido y certero, como siempre. En un abrir y cerrar de ojos el alma de
aquella desdichada estaría con Dios y un charco de sangre se mezclaría con el
barro húmedo del bosque.
Gontzal desenvainó la vizcaína y se acercó con
cuidado a la niña, pero una rama inoportuna crujió bajo sus pies y María giró
la cabeza. Viendo al siniestro personaje que se acercaba hacia ella daga en
mano, María soltó un alarido, dejó caer la cesta con la leña y empezó a correr
por el bosque. Gontzal había esperado a estar en la espesura del bosque, por lo
que era poco probable que alguien la hubiese escuchado gritar, pero Gontzal no
podía correr riesgos. En unos pocos minutos el bosque podía llenarse de gente,
debía matarla rápidamente.
Con los nervios a flor de piel, María corría entre
los árboles y las ramas, sorteando las piedras y los tocones, sin saber muy
bien hacia donde iba, pues la niebla ocultaba todo. Gontzal, más acostumbrado a
moverse en aquellas situaciones que su presa, tenía mucha más agilidad que la
muchacha y no tardó en darle alcance y derribarla de una zancadilla. Llorando,
muerta de miedo, María suplicó por su vida ante los ojos inmisericordes de
Gontzal, que se disponía a sesgar la vida de aquella inocente muchacha, a la que
no conocía de nada y que nada le había hecho. Todo por 40 maravedíes.
Entre sollozos, Gontzal agarró a la muchacha
fuertemente del pecho y se dispuso a hundir su daga hasta el fondo de su
corazón. Era una joven muy hermosa, tanto que Gontzal se sintió tentado a dar
rienda suelta a su lujuria antes de matarla, pero decidió no correr más
riesgos. Bastante riesgo corría ya matando a una cristiana que además era hija
de un herrero reputado. Sin embargo, cuando alzó su brazo dispuesto a dar el
golpe definitivo que pondría fin a la existencia de María, la joven preguntó
entre lágrimas:
— ¿Eres de esa siniestra hermandad?
A Gontzal nunca le habían importado los motivos por
los cuales le encargaban matar, en el fondo era un sádico que disfrutaba
sintiendo el poder de quitarle la vida a otros. Sentía un placer casi sexual al
matar. Pero por alguna razón las palabras de la chica le hicieron pensar. ¿De
qué hermandad se trataría? Recordó las palabras del hombre que le dio en
encargo: “la chica ha visto demasiado”. ¿Qué es lo que había visto? Sin duda
algo lo suficientemente importante como para querer matarla. Movido por el
interés más que por la compasión, pues poco le importaba a él la suerte de
aquella desgraciada, Gontzal pensó que podía sacar más si conocía aquel
terrible secreto que le iba a costar la vida a María. Que la información es
poder es algo que ya había aprendido de su padre, como buen siervo de Corte, y
que la vida en la Frontera se había encargado de recordarle a menudo.
— ¿Qué hermandad? —se decidió al fin a preguntar,
sin soltar sus dedos de la ropa de la muchacha.
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte… —María rezaba entre lágrimas,
ajena a la pregunta que le habían hecho.
— ¿QUÉ HERMANDAD? —volvió a insistir Gontzal,
gritando y zarandeando a la muchacha.
—Por favor… no me mates, te juro que no diré nada,
¡lo juro por Dios! —suplicó María.
—Dime algo interesante y tal vez te perdone la vida
—dijo Gontzal, mirando fijamente a la muchacha.
—Es… está bien, te lo contaré. Por favor, no me hagas daño —seguía suplicando entre lágrimas
la muchacha.
Gontzal aflojó un poco la presión que ejercía con
sus manos sobre el pecho de María y le permitió a la muchacha que se explicase.
Podía haberla degollado sin más, pero el macabro relato que le contó la
muchacha fue estremecedor incluso para un hombre de su calaña. Gontzal era un
hombre sin escrúpulos, pero quienes le habían empleado para este trabajo, eran
personas mucho más siniestras. Gontzal decidió perdonar la vida a la muchacha.
María estaba muerta de miedo y, como de costumbre, Gontzal había tomado la
precaución de enmascararse antes de hacer el trabajo. Era muy poco probable que
aquella niña pudiera reconocerlo o acusarle de nada y, sepa Nuestro Señor por
qué, aquel hombre deleznable tuvo un arrebato impropio de piedad. Sin duda lo
que María le había contado era bastante jugoso y le reportaría bastantes más
beneficios que los 20 maravedíes que aún le quedaban por cobrar.
Mientras toda
esta escena sucedía, unos ojos estaban fijos en Gontzal. Él, tan precavido
siempre, no había notado como alguien le observaba desde la profundidad del
bosque. Un anciano, de aspecto desaliñado, había contemplado toda la escena y
conocía el secreto demoníaco que María había visto y que casi le cuesta la
vida. Se preguntarán mis señores cuál es ese secreto, sin duda alguna ¿no es
así? Bien, pierdan cuidado vuestras mercedes, que pronto les será relatado…
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