martes, 25 de octubre de 2016

Relato - Gontzal el homiciano

Gontzal el Homiciano

C
ae la lluvia incesante en esta fría noche de diciembre sobre las empedradas calles de Alcaudete. El frío cala los huesos de los pobres desdichados que no tienen donde resguardarse y los nietos escuchan las viejas historias de sus abuelos, resguardados junto al fuego del hogar. Aparte de los caballeros calatravos que hacen la ronde da guardia, alumbrados con un tenue candil y cubiertos con el hábito negro sobre el sayal de la orden, no se ve un alma en las calles. El imponente castillo preside la ciudad y, deshilachado y empapado por la lluvia, ondea el pendón con la cruz de Calatrava. A unas leguas del lugar está el Moro, siempre acechante, que podría aprovechar el abrigo de la noche para lanzar una cabalgada sobre las buenas gentes cristianas que habitan este lugar.
Como bien saben vuestras mercedes, estamos en el año del Señor de 1350. Esta villa de Alcaudete está poblada por gentes procedentes de muy diversos lugares, campesinos pobres de Castilla que han venido al sur en busca de una mejor ventura, aventureros de todos los rincones de las Españas que vienen la Frontera a hacer fortuna, pardos, almogávares y mercenarios de todo tipo que frecuentan este lugar para ponerse al servicio de los señores, pues las guerras son constantes, hidalgos del norte que ven en Andalucía una oportunidad para darle mayor lustre a su linaje, piadosos monjes que vienen a estas tierras con el ánimo dispuesto para salvar el alma de los infieles, fanáticos caballeros deseosos de demostrar su valía y terminar la Reconquista, tenaces comerciantes que cruzan la frontera de moros y cristianos a menudo para hacer buenos negocios en Granada con los mercaderes genoveses, venecianos y de todas las partes del mundo musulmán que frecuentan el vecino reino nazarí… y también proscritos, criminales y delincuentes de poca monta que llegaron aquí huyendo de la justicia o amparándose en el Fuero de la Frontera. En definitiva, son gentes aguerridas y de todo pelaje quienes pueblan este lugar.
Un silencio total y absoluto se cierne sobre Alcaudete, la noche es cerrada y no hay Luna en el cielo, densas nubes cubren las estrellas y una oscuridad impenetrable envuelve la villa. El ruido de los truenos y el fuerte viento de la tormenta hielan el corazón de los lugareños y les estremecen de terror. Cuentan las viejas leyendas que en estos días invernales los espíritus salvajes recorren los campos y rondan las casas de las buenas gentes. Fantasmas, almas en pena, seres que habitan el bosque… muchos dicen que son cuentos de viejas, reminiscencias de un pasado pagano ya olvidado, pero lo cierto es que todos han oído hablar de ellas, todos rezan y piden protección a Dios contra los malos espíritus y se aferran a sus crucifijos cuando sienten el rechinar de las maderas de sus viejas viviendas.
El Maligno vive entre nosotros, bien lo saben todos. Una misteriosa plaga asola toda la Cristiandad, la muerte está muy presente, nadie escapa a ella, ni los ricos, ni los pobres. Los viajeros y comerciantes que pasan por el lugar traen terribles noticias de esta mortífera enfermedad. Ciudades como Barcelona, Valencia, Mallorca, Almería, Gerona… han sucumbido a esta calamidad. Los médicos, cristianos, moros y judíos, se afanan en buscar un remedio… pero sólo dan palos de ciego y ninguno es capaz de encontrar la cura. Cuando un desdichado cae presa de este mal, al que llaman la peste, su piel se llena de bubones. Posteriormente se suceden las toses, esputos… su piel se oscurece y el pobre infeliz muere a los pocos días. Hasta el rey, Nuestro Señor, sucumbió a este terrible mal hace unos meses. Nuestro bien amado Alfonso XI, el Justiciero, cayó presa de la enfermedad cuando trataba de tomar Gibraltar a los moros y le sucedió su hijo, el infante don Pedro. Su reinado se ha iniciado bajo estos malos augurios y según cuentan el nuevo rey ha cometido atrocidades contra la amante de su padre nada más acceder al trono. Un funesto porvenir se cierne sobre Castilla.
¿Cuál es la causa de este mal? ¿Es una obra del Maligno o es un castigo de Dios por los múltiples pecados de los hombres? Hay quien dice que los pérfidos judíos están detrás de esto, que envenenan los pozos y propagan la enfermedad. Algunos hablan de un complot de los asesinos de Cristo para eliminar a sus vecinos cristianos y hacerse finalmente con el dominio del orbe, un siniestro plan liderado por un tal Jacob de Toledo, rabino que instiga a los deicidas usureros, hijos de Satanás, en sus malvados planes. No se sabe qué hay de cierto en esto, pero se rumorea que los hebreos llevan a cabo macabros rituales con los bebés cristianos que secuestran. El Apocalipsis está cerca, la Bestia campa a sus anchas y la segunda venida de Cristo para el Juicio Final no tardará en producirse.
En la taberna La Frontera, regentada por el buen Martín Posadero, apuran los últimos tragos de vino los pocos hombres que aún están despiertos a estas horas y en una noche de perros como esta. Se trata de viajeros, a los que la tormenta les pilló de paso, alguna que otra ramera, que alquila su cuerpo a cambio de unos maravedíes, soldados que están de permiso, borrachos y gente de mal vivir en general. Nadie decente está bebiendo vino a esas horas y menos en una noche así. Sentado en una mesa, solitario y sin hablar con nadie, se encuentra una recia figura. Un hombre oscuro, con gesto severo, no muy guapo, pese a que no cuenta más que con veinte años, cejijunto, de pelo castaño y cara ancha, facciones toscas y gesto rudo. Observa el azumbre de vino fijamente, con la mirada perdida, y de manera mecánica levanta la jarra y da un trago.
Se trata de un forastero al que llaman Gontzal de Bilbo, pues es natural de esta villa vizcaína, o más comúnmente Gontzal el homiciano, pues todos saben que tiene una turbia historia detrás, aunque Gontzal es un hombre serio y de pocas palabras. Es un hombre del norte, de buen comer y de buen beber, como todos los vascongados, pero frío y de pocos amigos. Un hombre siniestro al que, los que han tenido la oportunidad de verlo combatir, saben sobradamente que no le faltan hígados ni le tiembla el pulso cuando se trata de asestar puñaladas. Algunos camaradas dicen incluso que lo han visto sonreír de placer al asesinar, que disfruta matando. Es un hombre de mala entraña, sin duda. Uno de tantos indeseables que pululan por la Frontera. Vestido con modestos paños oscuros, sin joyas ni adornos, viejos recuerdos vienen a la mente de aquel oscuro personaje mientras degusta el vino peleón de la taberna.
Gontzal es un hombre callado, observador. Prefiere ver y escuchar antes que hablar. Algunos dicen que sólo se maneja con soltura con el vascuence, de ahí su parquedad en palabras, pero lo cierto es que entiende bien tanto el castellano como la lengua andalusí, no se puede sobrevivir en la Frontera sin eso. Sencillamente es un hombre discreto. Discreción que aprendió de su padre, el viejo Endika, que era siervo de Corte al servicio de un comerciante de Bilbao. Procede de una familia de villanos, sus padres se marcharon de su caserío rural pues se vieron en la ruina tras una epidemia que enfermó su ganado y decidieron probar suerte en la villa. Gontzal ya nació en Bilbao y desde pequeño estuvo marcado por la tragedia. Su madre, Ostatxu, murió a las pocas horas de dar a luz y su padre enloqueció y se volvió huraño y taciturno con la muerte de su amada mujer. Siempre fue frío con Gontzal, al que en el fondo culpaba de la muerte de su esposa. No se volvió a casar ni tuvo más hijos y finalmente enfermó de una gripe y murió cuando Gontzal tenía catorce años.
Falto de cariño y sin nadie que se hiciera cargo de él, Gontzal comenzó a frecuentar el puerto de Bilbao y a juntarse con gente de mal vivir y peor terminar. Aprendió a nadar y unos conocimientos básicos de navegación, pues durante un tiempo fue estibador en la ría de Bilbao. Sus escasos ingresos le daban para malvivir pero pronto decidió buscarse un sobresueldo y dedicarse al robo de guante blanco. No tenía a nadie, su único amigo era Gabone, un cachorro que encontró el día de la Natividad de Nuestro Señor tirado en la calle, pues precisamente eso, Navidad, es lo que significa Gabone en vascuence. Gontzal muestra hacia su perro el cariño que no le muestra a los humanos y su fiel amigo le acompañó al sur. La falta de afecto y el haberse criado en un ambiente tan hostil han provocado un carácter agrio en Gontzal, colérico incluso, que le lleva a perder la paciencia con mucha facilidad si es provocado. Pero su imponente hechura hace que pocos sean tan insensatos como para provocarle.
Este carácter colérico le jugó una mala pasada cierta noche, en una taberna de Bilbao. Estaba apostando a los dados con una cuadrilla de forasteros venidos de Vitoria por no se sabe que asuntos, y la fortuna no le estaba acompañando. Había perdido ya un par de maravedíes cuando uno de los vitorianos comenzó a jactarse de ello y Gontzal, al que nunca le cayeron bien los alaveses, poseído por la ira, propinó un tremendo puñetazo a aquel hombre, provocando que sus tres acompañantes intervinieran en favor de su compañero y se iniciase una riña. El puñetazo había sido tan certero que al que se jactaba de su buena fortuna se le quitaron las ganas de chanza cuando escupió varios de sus dientes y yacía en el suelo inmóvil por el dolor. Al ver que sus compañeros querían gresca, Gontzal arrojó su jarra contra la desafortunada testa de otro al que también dejó fuera de combate, y se batió a puños desnudos con los otros dos. Los alaveses tampoco estaban faltos de arrestos y la riña fue encarnizada, hasta que los alguaciles llegaron al lugar, alertados por el tumulto. Sin embargo los alguaciles llegaron tarde, pues Gontzal se había ensañado a puñetazos con uno de aquellos vitorianos, que yacía inconsciente y cubierto de sangre.
Fue apresado de inmediato y juzgado por las autoridades de don Juan Núñez III de Lara y su esposa doña María Díaz de Haro, Señores de Vizcaya, que como era de esperar lo condenaron a la horca por homicidio. De esto hacía tan sólo un año con respecto a los hechos que nos ocupan, Gontzal contaba con diecinueve cuando esperaba la ejecución de la sentencia en una mazmorra bilbaína. Vida corta y desventurada que hubiera tenido, sino hubiese sido por la intervención de don Íñigo, el comerciante a cuyo servicio había estado su padre, rico hombre de la villa y prestamista, entre otras cosas, del Señor de Vizcaya. Como, según los testigos, Gontzal había despachado con sus propias manos a cuatro hombres, el juez pensó que dicha agresividad sería más útil contra los moros, y decidió conmutar la pena a Gontzal a cambio de que sirviera al rey Nuestro Señor en un castillo de la Frontera durante al menos nueve meses, por supuesto sin recibir paga alguna por ello, así como una multa de 500 maravedíes para la familia del muerto, lo que en la práctica dejaba sin dinero alguno a nuestro hombre. Así pues Gontzal, que además fue desterrado de Vizcaya, decidió iniciar una nueva vida en el sur bajo el mando del Gran Maestre de la Orden de Calatrava, en el castillo de Alcaudete.
Desterrado de su tierra, sin familia, dinero o hacienda alguna, Gontzal malvivía del botín obtenido a los moros y aceptando algún encargo poco honesto pues, además de demostrar habilidad con los puños, era un hombre diestro con la daga y certero con la ballesta. Convivía con caballeros calatravos de altos ideales, pero Gontzal sabía cuál era su función. Se le ordenaba matar y mataba, poco le importaba a él recuperar Granada para la Cristiandad o defender a los huérfanos y las viudas.
Sumido en esos pensamientos estaba cuando entró en la taberna un hombre cubierto con una capa negra, empapado por la lluvia, de edad avanzada y con un aspecto tanto o más siniestro que Gontzal. A diferencia de nuestro homiciano, aquel misterioso hombre vestía buenas ropas. No era un vulgar villano, pues además de las ropas le distinguía como caballero el hecho de portar espada. El resto de parroquianos miraron a la puerta, sorprendidos de que alguien entrase a esas horas en la taberna, pero aquel hombre se deslizó como una sombra sin fijar la vista en nadie ni descubrir siquiera su rostro. Se sentó en la mesa en la que estaba Gontzal y le inquirió, con voz seca y profunda:
— ¿Gontzal de Bilbo?
—Os estaba esperando —respondió sin inmutarse el homiciano.
—Mi señor tiene un nuevo encargo para ti —dijo aquel hombre, sin andarse con más rodeos.
— ¿De quién se trata esta vez? —respondió sin inmutarse Gontzal.
—María la Rubia, la hija de Bernardo de Locubín —contestó la siniestra figura.
— ¿El herrero? —preguntó para asegurarse Gontzal.
—El mismo, digamos que su hija… ha visto demasiado —le confirmó el hombre.
—No necesito detalles, pero Locubín es tierra cristiana… —dijo torciendo el gesto Gontzal.
— ¿Algún problema? —preguntó sorprendido aquel misterioso personaje.
—En tierra de moros puedo matar impunemente, pero en Locubín… si hay más riesgo, será más caro —dijo finalmente Gontzal.
—Veinte maravedíes ahora y otros veinte cuando acabes el trabajo —respondió el hombre dejando caer una bolsa con monedas delante de Gontzal.
—Podéis darla por muerta —dijo sin más escrúpulos Gontzal.
A la mañana siguiente la tormenta había amainado, pero todavía caían las últimas gotas de lluvia sobre las calles de Alcaudete. El olor a tierra mojada se mezclaba con una espesa niebla y un gélido frío cuando Gontzal comprobaba que su daga vizcaína estuviese bien afilada. La hoja era perfecta, bien templada y letal en sus manos. Desayunó unas gachas con algo de tocino calentado al fuego, acompañado por un mendrugo de pan mojado en vino. Se despidió de Gabone acariciando el cuello del animal, y partió con las primeras luces del alba antes de que el sargento furriel del castillo advirtiese su ausencia. El sargento era un tipo severo y disciplinado, pero incluso un hombre de armas como él, habituado al combate, temía a Gontzal, pues sabía que era un hombre con el alma negra que no tenía escrúpulos ni nada que perder. Normalmente hacía la vista gorda cuando Gontzal salía a hacer algún encargo y no le pedía cuentas por ello, pues siempre solía hacerlos en tierra de moros y volvía a los pocos días.
Gontzal ensilló uno de los caballos y partió hacia Locubín. Dejaba atrás el señorío de Calatrava para adentrarse en el señorío de Alcalá la Real, recientemente fundado por el buen rey Alfonso, quien había nombrado abad a Gil Álvarez de Albornoz. “La justicia de la Iglesia suele ser más clemente que la de los calatravos”, pensaba para sí mismo mientras recorría los caminos a un galope ligero. En apenas unas horas llegó al castillo de Locubín, cuando las mozas estaban saliendo al campo para recoger leña y algunos cazadores se adentraban en el bosque en busca de algunas perdices o algún conejo que complementara su dieta.
Gontzal avanzó al paso, con cautela, suponía que María iría al bosque a por leña para su padre. La conocía de vista, pues era una muchacha muy guapa, de unos quince años, y su padre, Bernardo, era un afamado herrero en la zona. Así pues Gontzal decidió apartarse del camino y adentrarse en el bosque. El agua de la lluvia todavía goteaba en las hojas de los árboles, la tierra se había hecho barro y el aire estaba frío, formándose vaho con la respiración. Gontzal ató a su caballo en un lugar discreto y subió a un pequeño montículo desde el cual divisaba la entrada al castillo. Desde allí vería salir a todo el que fuese al bosque desde la fortaleza.
Tal y como había previsto, apenas tuvo que esperar unos minutos para ver salir a la muchacha. María iba alegre y risueña aquel día, con una cesta a la espalda para llenarla de la leña que su padre necesitaba para el fuelle. Una vez que la joven entró en el bosque, Gontzal se movió sigiloso por entre los arbustos, esperando el lugar adecuado para asaltarla. Cuando María llegó a la espesura, Gontzal decidió que era el momento propicio. Sería rápido y certero, como siempre. En un abrir y cerrar de ojos el alma de aquella desdichada estaría con Dios y un charco de sangre se mezclaría con el barro húmedo del bosque.
Gontzal desenvainó la vizcaína y se acercó con cuidado a la niña, pero una rama inoportuna crujió bajo sus pies y María giró la cabeza. Viendo al siniestro personaje que se acercaba hacia ella daga en mano, María soltó un alarido, dejó caer la cesta con la leña y empezó a correr por el bosque. Gontzal había esperado a estar en la espesura del bosque, por lo que era poco probable que alguien la hubiese escuchado gritar, pero Gontzal no podía correr riesgos. En unos pocos minutos el bosque podía llenarse de gente, debía matarla rápidamente.
Con los nervios a flor de piel, María corría entre los árboles y las ramas, sorteando las piedras y los tocones, sin saber muy bien hacia donde iba, pues la niebla ocultaba todo. Gontzal, más acostumbrado a moverse en aquellas situaciones que su presa, tenía mucha más agilidad que la muchacha y no tardó en darle alcance y derribarla de una zancadilla. Llorando, muerta de miedo, María suplicó por su vida ante los ojos inmisericordes de Gontzal, que se disponía a sesgar la vida de aquella inocente muchacha, a la que no conocía de nada y que nada le había hecho. Todo por 40 maravedíes.
Entre sollozos, Gontzal agarró a la muchacha fuertemente del pecho y se dispuso a hundir su daga hasta el fondo de su corazón. Era una joven muy hermosa, tanto que Gontzal se sintió tentado a dar rienda suelta a su lujuria antes de matarla, pero decidió no correr más riesgos. Bastante riesgo corría ya matando a una cristiana que además era hija de un herrero reputado. Sin embargo, cuando alzó su brazo dispuesto a dar el golpe definitivo que pondría fin a la existencia de María, la joven preguntó entre lágrimas:
— ¿Eres de esa siniestra hermandad?
A Gontzal nunca le habían importado los motivos por los cuales le encargaban matar, en el fondo era un sádico que disfrutaba sintiendo el poder de quitarle la vida a otros. Sentía un placer casi sexual al matar. Pero por alguna razón las palabras de la chica le hicieron pensar. ¿De qué hermandad se trataría? Recordó las palabras del hombre que le dio en encargo: “la chica ha visto demasiado”. ¿Qué es lo que había visto? Sin duda algo lo suficientemente importante como para querer matarla. Movido por el interés más que por la compasión, pues poco le importaba a él la suerte de aquella desgraciada, Gontzal pensó que podía sacar más si conocía aquel terrible secreto que le iba a costar la vida a María. Que la información es poder es algo que ya había aprendido de su padre, como buen siervo de Corte, y que la vida en la Frontera se había encargado de recordarle a menudo.
— ¿Qué hermandad? —se decidió al fin a preguntar, sin soltar sus dedos de la ropa de la muchacha.
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte… —María rezaba entre lágrimas, ajena a la pregunta que le habían hecho.
— ¿QUÉ HERMANDAD? —volvió a insistir Gontzal, gritando y zarandeando a la muchacha.
—Por favor… no me mates, te juro que no diré nada, ¡lo juro por Dios! —suplicó María.
—Dime algo interesante y tal vez te perdone la vida —dijo Gontzal, mirando fijamente a la muchacha.
—Es… está bien, te lo contaré. Por favor, no me  hagas daño —seguía suplicando entre lágrimas la muchacha.
Gontzal aflojó un poco la presión que ejercía con sus manos sobre el pecho de María y le permitió a la muchacha que se explicase. Podía haberla degollado sin más, pero el macabro relato que le contó la muchacha fue estremecedor incluso para un hombre de su calaña. Gontzal era un hombre sin escrúpulos, pero quienes le habían empleado para este trabajo, eran personas mucho más siniestras. Gontzal decidió perdonar la vida a la muchacha. María estaba muerta de miedo y, como de costumbre, Gontzal había tomado la precaución de enmascararse antes de hacer el trabajo. Era muy poco probable que aquella niña pudiera reconocerlo o acusarle de nada y, sepa Nuestro Señor por qué, aquel hombre deleznable tuvo un arrebato impropio de piedad. Sin duda lo que María le había contado era bastante jugoso y le reportaría bastantes más beneficios que los 20 maravedíes que aún le quedaban por cobrar.
Mientras toda esta escena sucedía, unos ojos estaban fijos en Gontzal. Él, tan precavido siempre, no había notado como alguien le observaba desde la profundidad del bosque. Un anciano, de aspecto desaliñado, había contemplado toda la escena y conocía el secreto demoníaco que María había visto y que casi le cuesta la vida. Se preguntarán mis señores cuál es ese secreto, sin duda alguna ¿no es así? Bien, pierdan cuidado vuestras mercedes, que pronto les será relatado…

No hay comentarios:

Publicar un comentario