Reginald vagaba
por las calles, solitario y triste, con los recuerdos felices que jamás
volvería a vivir. Habían pasado cinco días desde aquel fatídico día. Él no
estaba sólo por aquel entonces, tenía a Jenny a su lado, una chica pelirroja,
con el cabello pelirrojo y rizado; y siempre con una sonrisa en el rostro.
Reginald y Jenny
vivían en un diminuto pueblo, llamado Milton. Habían sido muy felices los dos
juntos. Ambos se querían el uno al otro. Reginald siempre la despertaba con una
lluvia de besos y ella se los recompensaba con un montón de abrazos. Los dos
hacían bastantes cosas: salían a pasear juntos, comían juntos… A veces por las
tardes lluviosas veían la televisión en la comodidad de su hogar, aunque a él
le aburría bastante aquella caja de ruidos.
Todos los
recuerdos felices que tenía el pobre de Reginald eran junto a su querida Jenny,
pero todos esos recuerdos jamás volverán a su vida.
Sucedió dos
semanas atrás, en una mañana de otoño. Reginald fue junto a Jenny a dar un
paseo, como solían hacer, pero aquella vez notó algo extraño. Ese paseo era
muchísimo más largo que lo habitual. Jenny lo llevó a sitios que él nunca había
visitado. Además, Reginald notó a su compañera mucho más callada y pensativa
que otras veces, siendo raro ya que Jenny era una chica un tanto despreocupada
y alegre. De repente se pararon, Jenny miró a los ojos a Reginald y le dijo con
voz apesadumbrada.
—Lo siento,
Reginald, pero no podemos seguir juntos. Espero que me perdones.
Sin decir nada
más, la muchacha pelirroja salió corriendo por la misma dirección en la que
vinieron. Reginald la persiguió durante un buen rato, pero le perdió el rastro.
Reginald no
sabía lo que pasaba, le costaba bastante asimilar lo que había pasado. Pero lo
que le marcó y le rompió el corazón fue la frase “pero no podemos seguir
juntos”. Después de tanto tiempo junto a ella, compartiendo momentos tan
felices, no podía creer lo que estaba pasando. Jenny lo había abandonado a su
suerte, en un lugar desconocido.
El pobre
Reginald deambuló durante días, como otros que corrieron la misma suerte que
él. Vagaba solo, con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón roto en mil
pedazos.
En su camino se
encontró con otros callejeros. “Cuantas vueltas da la vida”, se dijo a si
mismo, “y pensar que yo siempre decía que nunca acabaría como ellos”. Esto solo
le hizo volver a llorar con más ganas, ya que él se había convertido en uno de
ellos
Paseó por
lugares que él desconocía, pero después de tanto caminar desconsolado, llegó a
un lugar que él sí conocía, ya que había ido con Jenny muchas veces.
Ese sitio era el
puente llamado Overtoun Bridge. Era un puente de piedra, bastante antiguo.
Estaba rodeado de una frondosa
vegetación. Siempre que Reginald
iba con su compañera a ese puente, ella siempre le advertía que no se acercase
mucho a los lados del puente. Esta
advertencia hacía que Reginald sintiese más curiosidad sobre lo que había allí.
Se armó de valor
y se asomó por uno de los lados del puente. Vio muchísimos árboles y un río que
surcaba en el fondo del puente, pero había algo más. Reginald sintió una fuerza
bastante fuerte, que lo atraía intensamente. Estaba tan hipnotizado por algo
que pensó que nunca habría hecho.
Reginald saltó
al vacío, sufriendo la misma suerte que otros muchos como él que fueron
víctimas de la maldición del puente Overtaun Bridge, también tétricamente
conocido por muchos como “el puente de los perros suicidas”.
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