jueves, 29 de septiembre de 2016

Relato - Cuatro y medio

Era una fría tarde de febrero. Aquel año el frío parecía querer resistirse a abandonar una ciudad que era conocida por su clima extremo. Carecía, tal y como la propia protagonista de esta historia, de término medio.
La chica en cuestión se dirigía en aquel momento a toda prisa a una cafetería que no se encontraba muy lejos de su localización actual. ¿A qué se debía su precipitación pues? Ni siquiera ella lo sabía con certeza.
¿Tantas ganas tenía de verla? ¿Era ansiedad o simplemente un intento de no transgredir su riguroso principio de puntualidad?
Cuando llegó, presurosa, con la respiración agitada y unos nervios que nada tenían que ver con la hora al lugar de la… ¿era apropiado usar la palabra cita? Bueno, en el sentido más literal de la definición era un encuentro premeditado entre dos personas. Pues sí, cuando llegó al lugar de la cita su mirada recorrió el local con la velocidad propia de un animal de presa.
Pero la persona a la que esperaba no se hallaba allí, así que como no podía ser de otra manera, se dispuso a aplacar la creciente marea de víboras serpenteantes que se debatía en sus tripas desde que horas antes hubiera recibido el mensaje de aquella chica. Encendió un cigarro.
Poco sabía de la chica a la que esperaba, pero algo tenía seguro: Le gustaba poco o nada ese vicio que la había acompañado durante toda su adolescencia y que aún ahora, que hacía unos años había alcanzado la edad adulta, era una de sus más fiables compañías.
«Hay vicios peores» pensó para sí misma. Sí, definitivamente había cosas muchos peores que consumir su vida en el humo de un cigarrillo.
Entonces llegó ella. Bradley la vio llegar, tal y como la había conocido. Nada en su ropa insinuaba que quisiera llamar la atención y tenía, sin embargo, un estilo propio que hizo en su momento que no pudiera pasar desapercibida a sus ojos de cazadora, que relucieron un breve instante en cuanto aquella chica apocada de rasgos dulces entró en su campo visual.
Catherine se paró delante de ella denotando la timidez que la caracterizaba. A Bradley le sorprendió comprobar la diferencia que observó en los ojos de la otra joven. Distaban mucho de ser aquellos ojos que la habían mirado con soberbia y altanería días atrás, como si quisieran decirle sin palabras: ¿Quién eres tú y por qué me estás mirando?
Quién era ella… era una gran pregunta. Tan compleja como habían sido las circunstancias que la habían llevado a no saber responderla. Por qué la miraba era otro tema. La había mirado porque ella no quería que lo hiciese. La había mirado porque ella quería separarse del resto. Porque quería esconder una luz que brillaba en su interior, como quien trata de ocultar una supernova con un folio de papel.
La miró y supo que si sus caminos no seguían unidos tras aquella primera tarde en la que se conocieron por casualidad, azar o causa del destino, no podría continuar con su existencia como hasta ahora.
Y allí estaba, semanas después mirando a Catherine y viéndola como si fuera la primera vez.
Ya habían quedado varias veces pero siempre había sido en casa de Bradley, y en ese lugar Catherine se comportaba como un gorrión desamparado. Bradley era una gran aficionada al cine y se divertía encontrando películas que le gustaran a Cathy, que tenía un gusto más que peculiar para el séptimo arte. Lo había convertido en su particular juego.
¿Siempre tenía que convertirlo todo en un juego de control? ¿También esa pobre chica iba a entrar a formar parte de esa oscura parte de su mundo?
Pero no podía evitarlo. Era como hacerle la ignominiosa petición al león de dejar escapar a una cebra que ya ha capturado.
Cazar o ser cazado, ese había sido siempre su lema.
—Hola, siento el retraso —dijo Catherine con un hilo de voz sacando a Brad de sus turbulentos pensamientos.
—No importa —respondió, quitándole importancia—. Acabo de llegar.
Catherine se dispuso a entrar en la cafetería y Brad la dejó ir delante y la siguió con parsimonia, como un gato al que le abres la puerta y jamás la cruza de inmediato. No pudo evitar fijarse en el suave contoneo de caderas de esa mujer, que la invitaban a deslizarse por ellas hacia valles desconocidos y colinas que parecían haber sido inexploradas por unas manos como las suyas. Sacudió la cabeza. No, definitivamente ella no iba a formar parte de sus juegos. Era demasiado… pura, frágil.
            Apartando la lujuria y la adrenalina que quemaban sus venas de predadora, se concentró en llevar una conversación de lo más normal…
«Sus manos son tan delicadas…»
…Y corriente. Como si no oliese de forma tan dulce. Como si no le rehuyese la mirada cada pocos segundos. Como si no se hubiese dado cuenta de que en dos ocasiones Catherine había clavado sus ojos castaños en sus labios. Como si no hubiese fantaseado con arrancarle la ropa y tomarla sobre los muebles de su casa  múltiples veces.
Pero llegó el momento de despedirse y ella le pidió permiso para abrazarla.
«Tendrá miedo de que la muerda» pensó con ironía.
Le tendió los brazos y ella se arrebujó entre ellos como el animalito que era, en busca de calor entre sus zarpas. Y algo en su interior crujió y se resquebrajó, aunque en ese momento ella no se diera cuenta. Y quiso más. Se abrazaron muchas veces, ignorando flagrantemente miradas ajenas que sobraban por completo en la burbuja que se había creado a su alrededor desde que se habían encontrado.
—Ven a verme después, estaré sola.
Catherine lo dijo sin ninguna intención, con absoluta inocencia. ¿Sería capaz Bradley de corresponder esa inocencia? Podría fingir que aún restaba algo de misericordia, o podía dejarse llevar.
Así que en esa habitación, en el nido del gorrión asustadizo que todavía no la miraba fijamente a los ojos, se recostó con tranquilidad, respetando el espacio vital de Cathy, pero sin dejar de observarla. Estaba sentada en una silla de madera buscando canciones para acompañar la noche con música.
Al rato se aburrió y se sentó junto a ella, que guardó las garras retráctiles e intentó mantenerlas guardadas. Pero algo la atraía hacia Catherine como un imán. Y ahí estaba, otra mirada hacia la boca de Brad, un tenue rubor en las mejillas.
— ¿Por qué estás tan cerca?
Cuando quiso acordarse, Brad se dio cuenta de que estaban a escasos centímetros una de la otra.
—No estoy tan cerca. Estoy a cuatro centímetros y medio —repuso con calma.
— ¿Y por qué a cuatro y medio y no a cinco o a tres? —la pueril pregunta casi la hace echarse a reír.
—Cinco me parecen demasiados y tres… un riesgo.
Lo que no esperaba la depredadora es que la presa jugara a cazarla.
— ¿Y dos?
—Pues… nos rozaríamos los labios.
— ¿Y uno?
—Sería casi un beso, ¿no?
— ¿Y… cero?
Y entonces ocurrió. Dos almas que habían vagado sin rumbo durante toda una vida se encontraron y se saludaron como viejas amigas, reconociéndose como si siempre se hubieran pertenecido.
Lo que ocurrió después es algo que os contaré en otra ocasión.

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