El rugido de la moto pasó a ser un
ronroneo sutil que apenas resonaba en la calle de adoquines justo antes de
detener su marcha por completo.
La persona que desmonta del vehículo lo
hace con seguridad. Pero en la penumbra no se pueden esconder las sombras y la
silueta que se recorta contra la tenue luz de la farola parece rígida, como si
una parte de ella no quisiera estar allí. Se dirige con calma a la casa que
tiene en frente, una mansión victoriana que le trae tantos recuerdos de épocas
de su vida como se los traería a un estudioso del arte el estilo arquitectónico
de la vivienda.
Dentro de la mansión la excitación ha
empezado a hormiguear en la entrepierna de una figura que se asoma con
discreción a una de las ventanas. Reconocería ese sonido de motor en cualquier
parte.
Pero como siempre, debe mantener la
compostura. Por eso la buscan, por eso la desean y la necesitan. Es la dama de
hielo. Ella no se deja llevar.
Suena
el timbre.
Ricky aguarda con el peso apoyado en una
pierna y el casco de la moto bajo el brazo. Cuando se abre la puerta y Samantha
la mira, envuelta en su bata de seda de color borgoña, se siente como en casa.
Pero es esa casa de la que uno siempre quiere escapar. Una casa que saca lo
peor de uno mismo, pero una casa al fin y al cabo. Una casa a la que siempre
volverás porque tus padres siempre te gritaron que no servirías para aspirar a
nada más. Y a veces lo crees… y vuelves.
Y con esa mezcla de sentimientos
borboteando en su interior, lanza la más desafiante de sus miradas a esa mujer
que la observa con trazas de una media sonrisa en su rostro.
—Hola, Rick. Cuánto tiempo sin verte.
Intuyo por tanto que las cosas te han ido bien —su voz es como acariciar el
terciopelo manchado de sangre.
—No eres mi psicoanalista, así que no
juegues a serlo —la voz de Ricky es la voz de una adolescente obligada a crecer
demasiado rápido. Grave, pero con tintes de rebeldía y juventud.
—Ah, pero has venido aquí buscando
terapia de choque —ante esas palabras la motorista reprime un escalofrío—, así
que permíteme disfrutar de mi papel un poco.
— ¿Estás libre ahora? —Ricky trata por
todos los medios que no se denote la urgencia en su voz.
— ¿Para ti? Siempre
Ambas entran a la casa. La puerta al
cerrarse suena como una nota de un réquiem de alguien que todavía no ha muerto.
Suben las escaleras. Samantha va
delante, evitando mirar por encima de su hombro los rasgos fuertes de esa
morena que tiene los ojos clavados en su espalda. La nariz recta apuntándola
siempre, porque esa mujer jamás baja la mirada.
«A no ser que se lo ordenen»
Sus labios, siempre en un rictus de
dureza, pero tan cálidos y suaves al ser tomados por la fuerza. Sam sabe que
los besos están prohibidos entre ellas por contrato. Pero una vez no pudo
resistirse y los probó, y a Ricky en aquella ocasión no pareció importarle.
Claro que… aquella vez nada pareció importarle.
Llegan a una habitación al fondo del
pasillo y Samantha abre la puerta. Sus ojos de color verdoso apagado relucen
por un momento, presos de la excitación que le reporta la anticipación de lo
que va a ocurrir momentos después.
—Espera aquí. Ya sabes lo que tienes que
hacer —ordena.
Y entonces Ricky se queda a solas con
sus pensamientos.
La última vez casi acabó en urgencias
por culpa de su afilado orgullo. Quiso soportar más de lo que podía y eso le
costó bastante caro. Pero era un precio que estaba dispuesta a pagar por la
redención y el apaciguar todo lo malo que poseía dentro de ella.
«El dolor estrangula al odio y lo deja
atontado dentro de ti. El dolor hace que la culpa sea algo irreal. El dolor te
transporta al plano onírico, donde solo puedes llorar hasta quedarte sin
sangre. El dolor hace que no duela»
Sin titubear se deshace de sus
vestiduras. Empieza por las pesadas botas que son seguidas por los ajustados
pantalones de cuero. Por último se libera de la camisa negra y no puede evitar
sonreír al pensar que su ropa es solo un reflejo de su coraza, en un color que
ha elegido reflejo de su alma.
Deja todas sus pertenencias junto a su vestimenta,
bien doblada en un rincón de la habitación, y se dirige a un arcón de madera
que hay a los pies de la cama que preside la estancia. Del arcón saca un
sujetador y lencería con remaches de plata a juego con unos ligueros de fino
encaje, reforzados a su vez con tiras de cuero. Para la persona que viene esas
prendas por primera vez sería como intentar resolver un galimatías, pero ella
se las tiene bien aprendidas.
Una vez lista se sienta en un taburete
que hay cerca de la puerta y enciende un cigarrillo. Lleva mucho tiempo sin ir
allí. Ahora que la hija pródiga ha vuelto, su anfitriona no reparará en
preparativos y eso le concede tiempo para consumir parte de sus turbulentas
emociones en humo.
Y por fin entra, su platónica madre.
Ella la hizo ser lo que es hoy en día. Le enseñó a estar por encima de las
emociones, de la vida y de la muerte. Cuando la mira solo ve en sí misma un
trazo de carbón dibujado en un folio sucio por esas manos, que se disponen a
hacerla ganarse el cielo pasando antes por el purgatorio, y con un poco de
suerte… el más desolador infierno.
Samantha ha escogido un body ajustado de
látex, adornado con unas botas altas y unos mitones de piel. Todo en un color
negro azulado. Ha optado por la sobriedad, así que gran parte de la noche le
vendará los ojos. Al llevar en esto tantos años, una aprende a reconocer las
manías y los patrones. Y Sam no es la excepción. Ricky la conoce my bien.
—Esta noche es especial, así que vamos a
estrenar una habitación muy especial.
¿Especial? ¿Se refiere sólo al hecho de
tenerla de vuelta? O… ¿sabe algo más? Es imposible que conozca los detalles que
la han hecho acudir a su espinoso abrazo.
Y en ese momento se le aparece un rostro
plagado de lágrimas, unas palabras pronunciadas entre sollozos con la voz
quebrada, un corazón que ella ha roto y no puede reparar. Recuerdo que ni todo
el vodka de los bares conseguiría borrar. No, es imposible que Sam conozca los
detalles de su relación con Emma.
—Como quieras. Es tu casa, tú decides.
Aquella noche Ricky jugará un papel que
no le es desconocido pero que nunca es agradable. La sumisión no es algo que
pueda llegar a entender jamás, aunque a veces renunciar a todo control sea la
única manera de conseguir evadirse incluso sí misma.
Por fin llegan a una puerta de roble,
ornamentada con mucho detalle. Cualquiera diría que es una puerta preciosa,
pero para esa chica esa noche, es un trozo de madera que la separará de todo lo
bueno y puro que conoce.
Como había previsto, Samantha ha
seleccionado para ella un fino pañuelo de seda negra. La oscuridad la envuelve
y entonces sus sentidos se agudizan. Puede percibir el aroma a cuero, a látex.
Un embriagador y denso perfume que procede de su acompañante y cómo no… el olor
de la excitación y la anticipación que precede al sexo y que tan bien conoce,
puesto que lo ha hecho emanar de incontables mujeres. No así tantas mujeres han
conseguido extraerlo de ella. Ricky es una amante exigente. Prefiere tocar a
ser tocada, abrazar a ser abrazada. Cuando la tocan siente que algo en su mundo
se descuadra. Odia sentirse vulnerable. Poner sus emociones y sensaciones en
manos de otra mujer la aterroriza.
—Cuenta
en voz alta— exige la voz dominante pero controlada de Samantha.
¡PLAS!
El primer latigazo siempre es el más
duro. El abrazo punzante del cuero sobre su espalda desnuda entremezcla
realidad y ficción. Ya no es ella. Ahora es un pedazo de carne. No contiene
alma, no contiene sentimientos. El dolor es su medio de huida. El dolor es el
único contacto que entiende y tolera.
—Uno
—pronuncia con claridad, impasible.
¡PLAS!
Un
“te quiero” que ya no tiene sentido.
¡PLAS!
Una
mirada de decepción que no ha sabido evitar.
¡PLAS!
Un
corazón que ella ha roto y no sabe cómo reparar.
¡PLAS!
La
ansiedad, la frustración… Todo reducido a cenizas por no estar a la altura
¡PLAS!
¿No
podía hacer las cosas bien? ¿Era tan despreciable como siempre le habían dicho?
¡PLAS!
Poco
a poco el dolor convierte su mente en una nebulosa. El escozor reemplaza a la
angustia. Su cuerpo se queja por encima de su alma. Su corazón se curte y
endurece al igual que la epidermis. Se merece ser castigada.
¡PLAS!
—Ocho —no titubea. Su voz se ha vuelto
ronca, pero todavía es audible.
Samantha apenas puede contenerse. Había
deseado tenerla allí, sometida a ella durante tanto tiempo… Sabía que se estaba
saltando el protocolo y los golpes estaban siendo demasiado fuertes para ser
solamente el comienzo de la sesión, pero notaba su deseo humedeciéndola de
manera inclemente e inexorable. No podía parar. No tenía intención alguna de
parar. El dolor era el medio de vida de ambas. Y si era la única manera de
poseerla, así sería.
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