Ximenus el Indolente, noble caballero de la
orden de la Espalda Chepada, blandía su maza de guerra toallitia contra aquel engendro.
Solo él podría salvar Letrinia.
Letrinia era un reino
antaño próspero, sus campos fértiles, las cosechas abundantes y el ganado cuantioso,
pero con la llegada a dichas tierras del infame hechicero Acoprox, conocido como
el Nauseabundo, la
desesperación más absoluta se apoderó de aquel feudo.
Su aparición fue
latente: primero, un viento hediondo, conocido por los aldeanos como Flato, resultó ser ponzoñoso para el
ganado, causando grandes pérdidas en este.
Poco después, al Flato le siguió la llamada caída del Cielo, una lluvia acompañada
de fragmentos de algún material que parecían no formar parte del mundo
conocido, y que al caer en los campos, los convertía en eriales.
Pero fue con la llegada
del impío mago cuando los peores presagios de los aldeanos se confirmaron. Su
aparición vino acompañada de la Peste,
una extraña enfermedad que comenzó a diezmar al campesinado.
El rey Pulcro I, conocido
por su amado pueblo como el Impecable, desolado
al ver tan dantesca situación, hizo venir a los más selectos magos de diversos
reinos con el fin de encontrar una solución a su funesto problema, y fue gracias
a Scobilius el Magnánimo, mago y consejero
privado del rey del lejano reino de Retretia, que pudo encontrarse una solución.
Scobilius declaró haber leído en antiguos códices
sobre ciertas criaturas denominadas en estos residua, bestias parásitas con capacidad metamórfica y de crear
enfermedades, hediondas e inmortales, cuya única posibilidad de victoria era encerrándolas
en una prisión eterna hecha de esencia pura.
Para ello, se acordó el
sacrificio de trece toallitias enfermas, sacerdotisas de la religión papelista,
doctrina en auge en aquellos momentos y dedicada al culto del dios Papelius, siendo el reino de Letrinia uno de ellos.
Una vez realizada la
santa ofrenda a los dioses y obtenida la esencia, se forjó el llamado Abismo de la Sentina, presidio en el que
el abyecto permaneció enclaustrado durante cincuenta años.
Por fin, después de un
largo tiempo sumidos en aquella perniciosa vorágine, aquella aciaga tierra
pareció recobrar la antaña fortuna anteriormente arrebatada. Poco a poco, los
eriales fueron dando paso a verdes y fértiles praderas, la prosperidad favoreció
a que pronto incontables reses volvieran a inundar los verdes pastos, y con
todo esto, la población, antes diezmada a menos de la mitad, comenzó a crecer
de forma desmesurada. Incluso otros reinos buscaban enlaces con el territorio
letrinesco, dando lugar al enlace del primogénito del rey Pulcro, Atildado II el Fragante con Incólume la Perfumada, princesa del reino de Sanitaria.
Eran tiempos de bonanza
para aquella región. Hasta que un día, a Pattus, hechicero mayor de Letrinia y consejero privado del rey, le fue encargada
la ardua tarea de reforzar los sellos mágicos que sostenían el Abismo de la Sentina.
Una vez allí, una voz aterciopelada
se instaló en su cabeza:
«Oh, Pattus, noble hechicero de la corte de Letrinia, tú que eres clemente con los oprimidos,
te ruego me liberes de esta lacerante prisión que tanto turba esta alma
menesterosa» imploró la voz.
Una desbordante misericordia
comenzó a apoderarse de Pattus. En
aquel momento, Pattus se acordó del consejo de su amado rey: «Pattus, esa bestia primigenia que habita en las
profundidades de este castillo es muy astuta, no escuches sus palabras. ¡Se
servirá de la lisonja y de tu carácter compasivo para salir de su cautiverio! »
—
¡Atrás, bestia inmunda! ¡Ya me advirtió mi rey de tus viperinas y perniciosas
palabras, que solo traen desdicha y perdición a aquel que cede ante ellas! ¡Aquí
permanecerás hasta el final de los tiempos! —inquirió
Pattus.
Al oír estas palabras, aquella
seductora voz dio paso a una escalofriante carcajada y a una lóbrega voz que le
heló hasta el tuétano de los huesos.
« ¡Ya es tarde, mortal!
¡Ahora eres mi títere! Abrirás esta prisión y me dejarás libre. ¡Prepárate para
dejar este mundo!»
De repente, una fuerza
invisible se adueñó del cuerpo de Pattus. Ofreció una resistencia encarnizada,
pero al final acabó sucumbiendo ante la cautivadora voz. La vida del desdichado
individuo fue apagándose, hasta convertirse en un ser inerte.
La bestia había sido
liberada. La desesperanza colmaba el reino de Letrinia, sumido en el caos. Las
calles eran un reguero de pestilencia y muerte, los cadáveres se aglutinaban.
Los infelices aldeanos intentaban escapar del mal que se regía en el feudo,
algunos incluso arrojándose de los puentes.
El rey, al ver esta
situación, fue preso de un abismal temor. Otra vez su amado pueblo se veía
amenazado por aquella abominación. Una profunda aflicción se apoderó de él.
Cincuenta años antes, aconsejado por Scobilius, mandó forjar una maza con la
misma esencia con la que se construyó El
Abismo de la Sentina, pero su avanzada edad le impedía hacer frente al
infame Acoprox.
Mandó reunir a los caballeros
de la orden de la Espalda Chepada, orden de la que había formado parte en su
juventud, y allí le encomendó a Ximenus
el Indolente la difícil tarea de volver a enclaustar a la bestia y le
ofreció la maza de guerra toallitia, sin ella sería imposible llevar a cabo tan
ardua tarea.
No la encontró muy
lejos de las mazmorras. Debido a la envergadura de esta, el avance era lento y
tortuoso, que facilitó las acometidas del templado caballero.
Ximenus blandió la maza contra la bestia, que
adoptó una forma de menor tamaño para poder hacer frente a los envites del
noble guerrero, ya que solo podía defenderse de estos.
Confiado por su
superioridad en la lucha, Ximenus comenzó
a arremeter contra el engendro con mayor violencia, y en un descuido, Acoprox lo
desarmó.
De repente, aquel
engendro adoptó su verdadera forma, una enorme masa amorfa marrón que no paraba
de reír.
—Te has confiado mortal, y ello te costará la
vida —señaló Acoprox.
En aquel momento, Ximenus pudo vislumbrar que el portón del Abismo no había sido cerrado, y con un
último envite, aprovechó para empujar al maligno contra la prisión y cerrar la
puerta, pero Acroprox en un último
segundo lo tomó contra su pecho, quedando encerrados ambos para toda la
eternidad.
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