martes, 21 de febrero de 2017

Relato - El sabio de la cueva

Gaal estaba jugando en el bosque con su pequeño amigo Txiligro. El chico siempre iba por la tarde a jugar con él, era su compañero de juegos favorito. Su amistad se hizo más fuerte, tanto que Gaalconsideraba a Txiligro casi un hermano para él. Sin embargo, una pregunta rondaba la cabeza del joven: ¿su mejor amigo tendría más amigos en el gran bosque?
—Oye, Txiligro—dijo Gaal—. ¿Tienes más amigos en el bosque aparte de mí?
—¡Claro!—exclamó la pequeña criatura—. Tengo muchos amigos entre los animales del bosque.
—¿Y humanos?
—Pues de humanos estáis Refireo y tú. Aunque hay otro que se parece más o menos a vosotros, los hombres.
Esta respuesta solo le generó más preguntas al pequeño Gaal. No sabía a lo que se refería Txiligro con que su amigo se parecía a ellos.
—¿En qué se parece a nosotros?
—Bueno—dijo la extraña criatura, pensativa—. Es muy alto y se mantiene sobre dos patas, como vosotros. También es muy amable y sabio, sabe muchas cosas.
—¿Podrías presentármelo?
Txiligro tardó unos segundos en responder. Era como si estuviese pensando detenidamente que responder.
—No sé —dijo finalmente—. Me dijo que no le dijese nada a ningún hombre acerca de él. Aunque claro, tú eres un niño, además eres muy bueno. ¡Seguro que se alegra de conocerte!
La traviesa criatura se adelantó a Gaal.
—¡Es por aquí! Vive en una cueva cerca de un río, aunque está un poco lejos.
—No pasa nada —dijo el muchacho con una sonrisa—. Dime por donde es.
Y así, Gaal y Txiligro se internaron en lo más profundo del bosque para buscar a ese enigmático sabio. Estuvieron caminando hasta el atardecer. Finalmente llegaron a un río  cristalino rebosante de peces de una gran variedad de formas y colores. Sin embrago, los animales que predominaban allí eran las ranas. Su presencia se hacía notar. Todas croaban al unísono, como si fuesen una especie de coro de anfibios cantando una armoniosa y melódica canción que solo ellos entendían.
—¡Gaal, es aquí!—dijoTxiligro mientras señalaba una gran cueva—. Mi amigo vive en esta cueva.
Los dos amigos entraron en la cueva. Era fría y húmeda, sin contar la obvia oscuridad propia de esos sitios. Eso no era un problema para el pequeño Txiligro, ya que él podía ver en la profunda oscuridad. Él guiaba a Gaal para que no chocase con ninguna pared. El pobre chico estaba asustado, no solo por la oscuridad sino por el amigo de Txiligro. No sabía cómo iba a reaccionar ante su presencia.
A medida que se internaban en la cueva, la oscuridad se hacía más tenue. Había una especie de antorchas que señalaban un camino.
Al final del camino estaba una gran sala, llena de utensilios extraños y de recipientes de cristal con distintos líquidos de distintas tonalidades. También había una especie de estantería improvisada esculpida en una de las paredes de la cueva, tenía muchísimos libros. Aunque lo que más llamaba su atención era la figura que daba la espalda a los dos amigos, parecía que no se había percatado de su llegada.
—¡Finabio!—le llamó Txiligro—. Te traigo a un amigo mío que quiere conocerte. Es un niño de la aldea de los hombres.
La extraña figura se giró. Era como una especie de salamandra roja con manchas negras. En su cabeza sobresalían dos grandes cuernos curvos, como los de una cabra montesa Estaba erguida sobre sus dos patas. Además vestía una túnica morada adornada con extraños símbolos rúnicos. Sus saltones ojos negros se posaron en el muchacho.
—¿Un cachorro de la aldea de los hombres? —dijo el sabio con una voz sosegada y calmada—. Dime, pequeño. ¿Cuál es tu nombre?
—Mi nombre esGaal —dijo el chico—. Es un placer conocerte.
—Lo mismo digo, Gaal. Yo me llamo Finabio, y no hace falta que seas tan formal —dijo Finabio con lo que Gaal intuyó como una sonrisa.
—Mi maestro me enseñó a ser educado con los mayores.
—¿Tu maestro?—preguntó extrañado el sabio—. Se llama Refireo, ¿verdad?
—¿Cómo sabes el nombre de mi maestro? —preguntó el niño bastante sorprendido.
—Somos viejos amigos, además me ha hablado bastante de ti.
—Oye, Finabio —interrumpió Txiligro—. ¿Tienes algo para mí?
—Es verdad. Sí, tengo algo. Espera aquí.
El sabio Finabio fue hacia una vasija, de la cual sacó una diminuta rana.
—Aquí tienes —dijo mientras se la ofrecía al travieso Txiligro—. He recogido un montón esta mañana, y verdes cómo a ti te gustan.
—¡Gracias! —dijo antes de devorarla ferozmente.
—También te puedo ofrecer algo a ti, Gaal. ¿Te gusta el zumo de bayas?
—¡Me encanta!—exclamó el niño con una sonrisa.
—Bien, pues te serviré uno.
—Que sean dos, viejo amigo —dijo una voz detrás de Gaal.

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