Llegó
la noche, y el druida Refireo y su pequeño estudiante, Gaal, estaban en la
entrada del bosque. A Gaal no le costó que su madre le diera permiso para que
él realizara la tarea que Refireo le había mandado, ya que, al igual que su
hijo, su madre también fue alumna de Refireo y confiaba bastante en la
sabiduría del anciano.
El
druida le dio a Gaal una pequeña bolsa de cuero para que llevase en ella todos
los ingredientes que tenía que recolectar. El druida le dijo al muchacho:
—Bueno,
hijo, ya ha llegado el momento. ¿Tienes la lista con todo lo que tienes que
recolectar?
El
niño sacó de su bolsillo un pequeño papel y se lo mostró al anciano.
—Así
me gusta. Bien, Gaal… —Refireo se fijó en la cintura del muchacho y vio una
pequeña funda de cuero que le colgaba del cinturón que le hizo su madre. Soltó
una pequeña risa
—
¡Vaya! Veo que todavía conservas lo que te regalé en tu octavo cumpleaños. ¿Has
practicado con ella?
—Sí,
practico con ella casi siempre que puedo —dijo Gaal con una gran sonrisa.
—
¡Me alegro! —Dijo Refireo—. Quién sabe…puede que esta noche te sea útil,
recuerda que es mágica. Por cierto, Gaal…
El
druida sacó un pequeño frasco con un líquido rojizo y traslúcido en su
interior. Después se lo ofreció a su joven alumno.
—Tómatelo,
seguro que te gusta.
Sin
decir nada, el niño tomó el frasco y se lo bebió rápidamente. De repente una
gran sonrisa de felicidad se le dibujó en el rostro.
—
¡Caramba! —Exclamó Gaal—. Estaba delicioso, ¿qué era?
—Un
brebaje hecho a partir de bayas, para que cumplas esta misión con energía y no
te duermas en el bosque. ¡Ni a tu madre ni a mí nos gustaría que te pasase algo
malo! Venga, ponte en marcha.
Y
así el joven Gaal se adentró en el bosque, sin echar la vista hacia atrás.
Cuando el druida lo perdió de vista, este silbó haciendo que apareciera su
vieja lechuza. Se posó sobre su hombro.
—Orzuelo
—le dijo el viejo druida—. Ve y vigila a Gaal mientras esté en el bosque. Si le
pasase algo al chico, nunca me lo perdonaría.
Y
con esta orden, la gran lechuza voló en dirección al bosque.
El
bosque estaba en penumbra, los árboles se alzaban majestuosos. A medida que
Gaal avanzaba por el oscuro y antiguo bosque podía oír el sonido de la
naturaleza nocturna: el ulular de los búhos, el correteo por la hierba de los
ágiles zorros… Pero, a pesar de estos ruidos autóctonos del bosque, seguía
centrado en la tarea que le había sido encomendada; recolectaba lo que el
druida le pidió: bayas silvestres, algunas raíces, alguna que otra hoja extraña…
No le resultó muy difícil al principio. Sin embargo en la lista aparecían
algunos ingredientes que el difícilmente podría conseguir, ya que crecían en
los árboles más altos del bosque.
Gaal
no sabía qué hacer, le resultaba imposible trepar por los árboles tan altos. «Refireo
no es ningún viejo gruñón, seguro que si le explico la situación él me
perdonará» pensó Gaal. El chico se dispuso a regresar a la aldea, con la tristeza
y el abatimiento de no haber podido cumplir su misión, pero no le resultaba tan
fácil como él creía. En su camino de vuelta se percató de que los árboles
dibujaban terroríficas sombras con la luz de la luna, sombras que parecían
estar acechando a Gaal. Oía el sonido de la espesura agitarse; no era el
viento, era como si algún animal estuviera siguiéndolo y acechándolo a través
de la espesura. De vez en cuando oía una especie de risa muy aguda en las copas
de los árboles «jijujuji». Parecía
como si alguien o algo estuviera riéndose de él, burlándose del terrible
destino que le esperaba.
El
pequeño no pudo aguantarlo más y corrió, corrió por el bosque, tropezándose
varias veces en su huida de aquel siniestro lugar y rasguñándose sus rodillas
con cada caída. Finalmente vio un claro, no podía correr más así que decidió
descansar ahí.
Gaal lloró por su nefasta suerte y
su terrible destino. No podía creer que ya nunca volviese a ver a su madre, ni
a sus amigos, ni al viejo druida… Moriría presa de cualquier animal salvaje del
oscuro bosque y nadie podría encontrarle. No sería el primer habitante de la
aldea que sufriría ese destino, muchos niños como él se habían internado en el
bosque de noche y jamás salieron. No pudieron encontrar sus pequeños cadáveres,
muchos habitantes piensan que fueron devorados por algún depredador como los
lobos, la aldea sabía que había una gran manada de lobos sanguinarios en las
cercanías del bosque. Por otro lado, los más ancianos especulaban de la
existencia de un grotesco y malvado monstruo, que se alimentaba de los niños
desobedientes que se atrevían a ir al bosque de noche. También decían que, si
se ponía la suficiente atención, se podían oír las almas de los niños llorando
y lamentándose por nunca poder regresar a la aldea que los vio nacer,
condenados a vagar por siempre, en la oscuridad del bosque.
Se
pasó una hora llorando en aquel claro cuando volvió a oír esa agitación en la
espesura de los árboles... Y a esa aguda y estridente risa «jijujuji», que parecía estar riéndose
burlonamente de él y de la trágica muerte que le esperaba. A pesar de su visión
nublada por las lágrimas, pudo ver en la espesura algo que le heló la sangre y
lo paralizó de terror.
En
la copa de uno de los numerosos árboles, que rodeaban el claro donde se
encontraba, pudo ver dos enormes ojos verdes, parecidos a los de un felino,
mirándolo fijamente, como acechándolo. Debajo de esos penetrantes ojos se
dibujó una brillante sonrisa de colmillos afilados como cuchillas y lo peor…
teñida de sangre.
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