Jaén. Sábado, 17 de marzo de 2035
Son
las 5:00, las nubes cubren la luna y las estrellas. Es noche cerrada. En medio
de la oscuridad de la noche en un piño de Peñamefecit, Luis Rodríguez revisa su
mochila y se asegura de que lleva todo lo necesario. Por un momento duda, mira
la pared, en la que hay colgada una bandera española roja y gualda,
deshilachada por el viento y el uso, la misma bandera que llevó durante meses
en la Sierra de Cazorla, atada al cuello. La misma bandera con la que entró en
la ciudad hace unos meses. No puede creer que, después de años de guerra y
penurias, tenga que marcharse ahora, justo cuando han entrado “los suyos” en la
ciudad.
Cuando
toda esta locura empezó él se refugió en el monte, en un viejo cortijo
abandonado de la Sierra de Cazorla. Allí había instalado un pequeño huerto e
incluso tenía un cultivo de algas por si alguna de las múltiples facciones se
hacía con armamento nuclear y la tierra se volvía radiactiva. Era
autosuficiente, tenía paneles solares y energía hidroeléctrica para que
funcionara su hogar. Con sus conocimientos de herboristería había podido
hacerse una farmacopea adecuada para casi todas las dolencias comunes y había
tenido la fortuna de no caer presa de ninguna enfermedad grave. Unas cuantas
gallinas y un perro que las vigilaba le proporcionaban alimento y la caza, las
setas comestibles que conocía bien y las frutas del bosque mediterráneo
complementaban su dieta. Armado con su vieja escopeta de caza y con un Land Rover
con el depósito listo por si había que huir, nada tenía que temer él de los rojos
o de los moros. Sin embargo al conocer las atrocidades que se habían producido
en Jaén, algo removió su conciencia y se unió a la guerrilla nacionalista.
Cuando
Jaén fue liberada sintió una alegría tremenda. Él estaba en una de las
compañías que con más valentía se batió contra los moros. La batalla fue dura y
muchos de sus camaradas perdieron la vida. Gente muy aguerrida y bregada en
combate, como el mítico Hernán Pérez, que después de tanto tiempo tras las
líneas enemigas, caía abatido finalmente cuando se producía el asalto final.
Sin embargo después de mucho sufrimiento habían ganado los suyos. Pero... ¿quiénes
eran los suyos? Una amalgama de fascistas, nacionalsocialistas, falangistas...
y gente sin adscripción política concreta, que se definían simplemente como nacionalistas o patriotas. Con la gente formada y con los idealistas convivían canis, skinheads, hooligans
futboleros y gentuza de todas clases unidos sólo por la bandera rojigualda y
por el odio al islam. No había mucha consistencia ideológica, era simplemente
la gente del palo, como se solían
llamar entre ellos. Luis no estaba muy a gusto entre ellos, pero en tiempos de
guerra no podía andarse con remilgos.
Tras la “liberación” de Jaén, se había instaurado
una nueva dictadura. Jaén pasaba a estar ahora bajo el control de la República
Social Española. Tras la etapa comunista e islámica, la gente de Jaén recibió a
los nacionalistas como libertadores y de hecho en un primer momento, gracias a
los suministros de grano procedentes de Ucrania, la entrada de los
nacionalistas supuso un alivio para la situación de miseria de la ciudad. En la
nueva España del Líder Manuel Montañés de Saavedra, ningún español sin techo y
ningún techo sin pan. La propaganda era clara: “ayudas sociales para los
nacionales” y “los españoles primero”, repetían unos y otros como papagayos.
Las mujeres quemaron los niqab que la
época islámica les había impuesto en la Plaza de Santa María y un sargento
nacionalista, que llevaba un parche con el Sagrado Corazón de Jesús sobre la
guerrera, subía con un pelotón a la torre más alta de la Catedral derribando la
media luna islámica y gritando “Viva Cristo Rey” a la población allí
concentrada. Las campanas, que habían sido retiradas durante la época islámica,
volvían a colocarse y se tañían con más fuerza que nunca para anunciar la
victoria nacional. Jaén volvía a ser tierra cristiana.
Pero
en los primeros días de la “liberación” de Jaén, además de himnos patrióticos y
de banderas rojigualdas colgadas en los balcones, se vivieron momentos no tan
heroicos como la propaganda decía. El barrio de Peñamefecit había sido un
bastión controlado por las bandas latinas, ni los rojos ni los moros habían
podido someter a Osvaldo Mendoza, el capo colombiano de la droga que se había
hecho con el control. Pero los nacionalistas se habían propuesto “hacer
limpieza” así es que varios escuadrones entraron en el barrio a sangre y fuego.
Luis iba en uno de esos escuadrones y no se contentaron con matar a los latinkings, cualquier sudamericano con
rasgos indígenas era un objetivo. Gente que llevaba décadas viviendo y
trabajando en Jaén, sin meterse con nadie, fue linchada y asesinada. Kevin
Hernández, un cubano mulato que había venido a España huyendo del régimen
castrista, que había tenido que esconderse durante el gobierno comunista porque
estaba señalado como gusano y después
había sido detenido y torturado, estando a punto de morir, durante la
dominación islámica por practicar la santería, había acudido con ilusión a
recibir a los “libertadores” nacionalistas. Alguien como él, anticomunista y
perseguido por los musulmanes ¿qué tenía que temer? Sin embargo para los “libertadores”
él era sólo un “sudaca de mierda” y le dieron una paliza que le dejó en silla
de ruedas. La misma suerte corrió Bashir Benhassan, un cristiano caldeo que
vino huyendo de Iraq cuando los integristas del Califato se dedicaron a
perseguir nazarenos, que había tenido
problemas durante el régimen comunista por ser un nacionalista árabe convencido
y que durante la ocupación islámica había tenido que ocultarse de nuevo. Ahora,
después de tantas penurias, esperaba que los nacionalistas que “liberaban” el
barrio lo recibieran como un camarada, pero ni siquiera tuvo tiempo de contar
su historia. En cuanto el primer patriota
social lo vio, disparó a bocajarro y exclamó: “me he cargado otro moro”.
Luis
no era como toda esa gentuza y estaba harto de ellos. Él era un nacionalista
convencido pero no odiaba a los negros, ni a los moros ni a nadie, simplemente
defendía lo suyo. Estaba cansado de compartir trinchera con farloperos que se
metían rallas delante de carteles de propaganda con la frase “Juventud Libre de
Drogas”, de “patriotas” preocupados porque la cultura española estaba amenazada
que sin embargo no sabían escribir el castellano sin faltas de ortografía y a
duras penas podían señalar los ríos y los montes de España en un mapa, de nacional-delincuentes que no se
diferenciaban mucho de sus enemigos salvo por la simbología. Luis había leído a
José Antonio Primo de Rivera, a Ramiro Ledesma Ramos, a Benito Mussolini, a
Adolf Hitler, a Oswald Spengler, a Julius Évola, a Ramón Bau... pero sus
camaradas sólo leían el Marca, con suerte. Era evidente que no pintaba nada
allí.
Sus
opiniones y sus críticas habían llegado a oídos de sus superiores, que habían
mirado para otro lado. Luis comprendió que todo era propaganda y que al final “los
suyos” era unos pandilleros más que en medio del caos se habían visto con
poder. Sus jefes, esos moralistas ultraconservadores, se drogaban y se iban de
putas cada fin de semana. En el burdel no tenían reparos en follar con negras o
con “panchitas”, como llamaban despectivamente a las sudamericanas. Después de
décadas hablando de la corrupción de la democracia, el nuevo alcalde desviaba
fondos para pagar las obras de sus chalet. La República Social Española no era
el ideal nacional que él se había imaginado, sino un retorno a la caspa, a la
España de pandereta, de sacristía y Semana Santa. Para él, que era pagano,
resultaba incomprensible ver a tanto camarada al que se le llenaba la boca con
su odio a los judíos, rezándole precisamente a un carpintero judío. Los
gitanos, a diferencia de las demás minorías étnicas, no habían sido molestados.
Las nuevas autoridades se habían entendido con ellos a cambio de la paz y los consideraban
gitanos españoles. Tal vez tuviera
algo que ver en ello que muchos patriarcas fuesen los camellos de más de un dirigente nacionalista o tuvieran negocios
turbios con ellos. Casi un siglo después, poco se diferenciaba aquello de la
España de Franco. Parecía que los españoles estuvieran condenados a repetir
siempre la historia y a cometer los mismos errores una y otra vez.
Pero
no era sólo el desencanto lo que motivaba a Luis a marcharse. En un intento por
cambiar las cosas había “tocado los huevos” a demasiada gente y las puñaladas
entre camaradas eran bastante más comunes que con enemigos. Muchos habían
empezado a acusarle de traidor, le llamaban falanguarro
y le acusaban de haberse vuelto un rojo. Querían quitárselo de en medio.
Volverse al monte era lo más sensato.
Al
salir a la calle, una pintada con una cruz céltica y la leyenda zona nacional le recordaba que este
barrio había sido tomado por “los suyos”. Los restos de sangre de la acera, en
el lugar en el que sus camaradas habían dejado paralítico a Kevin Hernández, le
recordaba que aquella gentuza, desde luego no eran nada suyo. Callejeó por el
barrio y llegó a la Avenida de Barcelona. Un grupo de camaradas rapados, con
camisetas que rezaban Defend Europe
(muy patriotas, pero el nombre estaba en inglés) patrullaban las calles con un
brazalete rojinegro con el yugo y las flechas. No había dado tiempo a
recomponer la policía y eran skinheads
los que patrullaban las calles y hasta dirigían el tráfico. Al verlo le dieron
el alto y le pidieron la documentación. Cuando enseñó su cartilla militar, que
el acreditaba como alférez provisional, aquellos hombres lo saludaron con el brazo en alto y le dejaron continuar con un “Arriba
España” como único comentario. Luis llegó a uno de los callejones cercanos al
parque de Las Flores, frente a las ruinas de la antigua iglesia del Salvador,
convertida en cenizas durante la dominación musulmana.
Luis se coloca el casco y se sube a su Ducati de 125. No es
exactamente suya, era de un ecuatoriano, uno de los hombres de Osvaldo
Mendoza que puso pies en polvorosa al llegar los nacionales. Botín de guerra. A estas horas apenas hay tráfico, por
lo que en poco tiempo llega al barrio de La Alcantarilla. Una última mirada a
la ciudad que deja atrás y a la España
nacional y toma la vieja Carretera de Otíñar hacia el Puente de la Sierra.
Mientras conduce piensa que algún día acabara toda esta locura que le ha tocado
vivir, pero que para cuando eso pase tal vez él sea ya demasiado viejo.
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