martes, 11 de julio de 2017

2º Premio en la categoría Relato - Leonor

Dicen que los cuentos de las viejas no son más que eso, cuentos. Recuerdo con cariño cómo de pequeño, mi abuela me acercaba a ella en las noches de invierno mientras el alegre fuego de la chimenea chisporroteaba de fondo. Con cálida voz, empezaba a narrarme historias que ella conocía, en ocasiones historias que su madre le había contado siendo pequeña, otras, cuentos que ella misma se había inventado con el único propósito de hacerme feliz.
 Dentro de estos pensamientos infantiles, yo tenía la certeza de que cada una de las historias que yo oía de labios de mi abuela tenían siempre parte de verdad. Sabía que a través de esos cuentos, mi abuela me estaba contando su  propia historia, su vida. Una de aquellas noches, mi abuela, al término de la cena, me tomó entre sus brazos para que entrara en calor más rápidamente. Yo sonreí. Sabía de sobra lo que iba a venir a continuación. Era el ritual que inmediatamente daba pie a una de las fantásticas historias de mi abuela.
­­­­­            - ¿Ves ese cuadro de allí? -dijo mientras señalaba con sus arrugados dedos un gran marco en el que estaba representada la imagen de una hermosa mujer de pelo negro y ojos claros.
-Sí, abuela. El que está encima de la chimenea.
-Ese mismo. Tiene una historia muy especial. ¿Quieres que te la cuente? -preguntó con cariño. Inmediatamente, contesté que sí y ella comenzó su historia.
-Es hermosa, ¿verdad? -dijo con la mirada pérdida en la imagen-. Yo asentí fuertemente con la cabeza.
-Deja que te explique. Hubo hace muchos años, cuando yo no era más que una niña, una familia famosa por ser la más rica de toda la comarca. Esa familia, compuesta por sólo un matrimonio y su hijo, era vecina de nuestro pueblo, es más, vivían cerca de aquí en una gran  mansión que hoy ya ha desaparecido.  Desde pequeño, el niño había demostrado ser diferente a los demás. Era más introvertido que los demás muchachos, y siempre se le veía solo y triste. Sus padres ya no sabían qué hacer para que fuera feliz, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguían que el pequeño sonriera.
Tras una pequeña pausa, mi abuela respiró hondo y siguió con su narración.
-El niño apenas contaría con diez años cuando por fin encontró algo en lo que centrar su atención. En la feria anual de la villa, un pintor ambulante montó su tenderete en la zona más alejada del bullicio, casi al final del pueblo. Los señores de Aguilar sacaron a pasear al pequeño para que se distrajese un poco, para que la alegría de los vecinos contagiara un poco de alegría al taciturno joven. Pero ni los colores de los banderines que adornaban las azoteas y balcones, ni la música de algarabía, ni siquiera las risas de todos los que se habían echado a la calle hacían que el pequeño cambiase el gesto de su cara. Los padres, profundamente decepcionados, decidieron volver a la mansión, pero algo los detuvo. Su hijo los llamaba con gran entusiasmo. Tenía los ojos abiertos de par en par de pura excitación, las mejillas arreboladas y una sonrisa tan grande en el rostro que apenas le cabía en él. Aún asombrados, dirigieron la vista hacia donde el pequeño y fino dedo de su hijo apuntaba. El pequeño señalaba al puesto del pintor ambulante mientras gritaba una y otra vez:
- ¡Vayamos allí, por favor! ¡Quiero verlo!
Ante tal cambio de actitud, a los señores de Aguilar no les quedó más remedio que acudir al puesto del buen hombre para saciar la curiosidad de su hijo. Cuando llegaron, se encontraron con hermosos lienzos que representaban verdes paisajes, otros mares en calma y más allá estaban los retratos. Mientras su padres miraban asombrados la belleza de esos cuadros, el pequeño Miguel se apartó un poco de ellos y en la parte trasera del puesto, cubiertos por una pesada tela, encontró más retratos, pero diferentes a los que había visto expuestos. Todos ellos representaban a la misma dama. Una joven hermosa de cabello rubio y ojos negros lo miraba a través de sus larguísimas pestañas al tiempo que sonreía de una manera muy dulce en la que dejaba entrever sus pequeños dientes. Admirado por la ternura que emanaba de la imagen de la bella joven, no se dio cuenta de que el autor de aquellas maravillas se había situado detrás de él.
-La exposición está en la parte contraria del puesto, joven.
Sintiéndose pillado en falta, apenas pudo balbucir una disculpa. El hombre lo miraba con gesto serio y él se sentía muy pequeño ante su presencia. Era como si ejerciera algún tipo de poder sobre él. Antes de que le diera tiempo a disculparse de nuevo, el hombre volvió a tomar la palabra.
- ¿No es la criatura más hermosa que has visto en tu vida?
-Sí, señor. Nunca había visto a una mujer como ésta.
-Ella es mi todo. Mi musa.
Antes de que al hombre le diera tiempo de seguir explicándose, los señores de Aguilar llamaron a su hijo para, ésta vez, sí volver a su casa. Muy a su pesar, el pequeño Miguel tuvo que despedirse del hombre, mientras una gran curiosidad lo dominaba. Quería saber más acerca de la mujer del cuadro. Poco tiempo después de eso, empezó a pedirle a sus padres materiales de dibujo: caballete, lienzos, pinturas, pinceles, todo lo necesario para convertirse en pintor. Los padres, al principio, se mostraron un poco reticentes con la idea, pues creían que era otro de los caprichos de su hijo, pero el niño les hablaba con tanta pasión y parecía desearlo tanto que al final accedieron.-mi abuela se tomó un segundo para respirar y me miró de reojo para saber si yo le estaba prestando atención. Cuando se dio cuenta de que bebía de sus palabras, reanudó su historia.
Así, una mañana, el joven se despertó rodeado de colores y lienzos en blanco en los que podría plasmar todo lo que en su mente habitaba. Loco de contento, bajó las escaleras de mármol blanco tan rápido que casi parecía volar y como una exhalación, apareció ante los asombrados ojos de sus padres. Se acercó a ellos y besó a ambos fuertemente en las mejillas. Después, volvió a salir tan rápido como había entrado. Los señores de Aguilar necesitaron algunos segundos más para asimilar lo que acababa de pasar. Era la primera vez que su hijo reaccionaba así ante uno de sus regalos y sonrieron con esa felicidad inexplicable que sienten los padres.
Los años pasaron y el  pequeño Miguel se convirtió en un adolescente culto y de mejor trato que cuando era niño. Sonreía. Ya era más fácil verlo con los demás jóvenes camino del café y paseando con sus padres por la ciudad. También había avanzado mucho respecto a la pintura, que se había convertido en una de sus mayores pasiones junto con la música y la literatura. Se había convertido en un gran pintor. Todos alababan sus maravillosos cuadros en los que era capaz de retratar no sólo al modelo, sino su alma. Todo iba bien hasta que un día, allá por el mes de mayo, llegó al pueblo un mercadillo ambulante. Rápidamente, sus componentes montaron los tenderetes en la plaza mayor y con gran alegría, empezaron a pregonar sus artículos.
- ¡Sedas directamente traídas de la india! ¡Las más bellas telas del mundo!
- ¡Zapatos artesanos de la mejor calidad!
-¡Perfume francés! ¡Acérquense! ¡La esencia de la ciudad más hermosa del mundo la encontrarán aquí!
Miguel iba con sus padres, que miraban asombrados de aquí para allá mientras disfrutaban del aroma de los perfumes y del crujido de las telas. El joven los seguía a cierta distancia sin prestar mucha atención a lo que le decían, perdido en sus pensamientos, cuando de repente, captó  algo por el rabillo del ojo. Se volvió, curioso de saber qué era aquello. Una joven de cabello negro y ojos azules lo miraba fijamente a pocos metros de donde se encontraba él.
Mi abuela calló de repente. Esperé pacientemente durante algunos segundos hasta que ya no pude aguantar más y le pregunté.
-¿Quién era, abuela? -ella sonrió dulcemente y después de besarme en la frente contestó a mi pregunta.
-Era ella.
            Tras un pequeño silencio, mi abuela me estrechó contra su pecho y me dijo:
-Vamos cariño, ya es hora de que te vayas a la cama.
Recuerdo perfectamente el tono de su voz y la calidez de su mirada. Antes de irnos de la habitación, le pregunté a mi abuela cómo había llegado el cuadro a sus manos. Pero no contestó, como si no me hubiera oído. Llevado por su pequeña y arrugada mano, entré en la habitación que mi abuela había preparado para mí, y después de ayudarme a preparar la cama, me arropó y me besó en la frente. De nuevo me sonrió cómo solo ella sabía hacer y salió dejando la puerta entreabierta.
Cuando murió yo apenas contaba con veinte años. El camino a su casa para recoger las pocas pertenencias que tenía se hacía muy duro, los recuerdos se agolpaban en mi mente a un ritmo frenético. Mientras mis padres se ocupaban de los muebles de la planta de abajo, yo subí a su habitación. Revisando uno de los cajones, encontré una pequeña caja de latón con algunos vestigios de haber estado pintada alguna vez. Cuando la abrí descubrí muchas fotografías de familia, algunas tan antiguas que apenas se podían distinguir los rostros que aparecían en ellas. Fui pasando una a una las instantáneas hasta que llegué encontré dos muy especiales.  En la primera de ellas aparecía una joven de pelo negro y ojos azules; debajo, en un pequeño espacio en blanco podía leerse “Leonor a los 19 años, 1938”. La segunda era una fotografía nupcial. En ella aparecía una joven y feliz pareja de recién casados que posaban sonrientes ante la cámara, y al igual que ocurriera con la primera, ésta también estaba escrita. Aunque la tinta estaba algo borrada por los años, podía leerse “Leonor y Miguel, 15 de mayo de 1940”.
Rápidamente, bajé al salón y fui directo a la chimenea. Todavía estaba allí el cuadro. Comparé la fotografía de mi abuela con el retrato. Eran iguales. Empecé entonces a recorrer el lienzo con la mirada y en la esquina inferior derecha pude distinguir una dedicatoria: “Para Leonor. Con todo mi cariño, Miguel”.Entonces recordé la historia queme había contado. Aún hoy, después de tantos años, me asombra la capacidad de mi abuela Leonor de atraparme con sus palabras, de cómo adornaba su vida, de cómo la convertía en un cuento y a sí misma en una princesa. Todavía me parece oír su voz cada vez que miro el cuadro que preside mi estudio, desde donde escribo estas líneas.
-Buenas noches, abuela.
-Buenas noches, Miguel.

                                                                                   Teresa María López del Moral

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