Nunca quise llegar a esto. Nunca quise tener las manos
manchadas de ti. Creí que algún día todo volvería a ser como antes y seríamos
felices de nuevo, craso error.
Debí darme cuenta aquel día en el que llegué tarde y casi
me dejas por primera vez, pero hasta ese momento todo había sido tan bonito,
que nadie prevería que todo fuese a ir a peor.
A aquella vez le siguieron más, siendo cada una más absurda
que la anterior, empezando por llegar tarde y acabando por no tener dinero
suficiente para comprar un helado. Sin embargo, poco rato después me llamabas
llorando y me pedías perdón, a lo que yo, ingenuo de mí, lo dejaba estar, pues
pensaba que un fallo lo tenía cualquiera.
Las muestras de cariño comenzaron a disminuir. Los besos
que tanto te gustaban en un principio fueron reemplazados por bocados para que
parase, pues decías que te agobiaba, haciéndome a veces sangre, aunque nunca lo
dijese. Dejé de escribir aquellas poesías que hicieron que te enamorases de mí
y que ganaron un premio en el concurso del instituto, pues decías que era
demasiado empalagoso, aunque delante de los demás alardeabas de lo dulces que
eran.
Poco a poco dejamos de salir con amigos para salir solos.
En un primer momento me encantó, pues pensé que así tendríamos más tiempo para
nosotros, pero lo que no sabía era que lo peor estaba por llegar.
El primer bofetón nunca se olvida. Era el día de Navidad,
nos quedamos solos jugando a la segunda parte de Paper Wario, y justo cuando
estábamos apunto de pasar la primera pantalla del último mundo, me mataron.
Acto seguido me pegaste, y esta no sería la última vez que lo harías.
Cualquier cosa que no se ajustase a tu manera de actuar era
propicia para ganarme un bofetón, a veces bastaba con levantar la mano,
pegándome solo cuando decías que me lo merecía de verdad, pues según tú, lo
hacías por mi bien.
Más tarde comenzaste a hacerlo en lugares públicos. Sabías
que no pasaría nada, pues cada vez que lo hacías la gente se limitaba a vernos
y a reírse, incluso a veces me llamaban nenaza o mariquita y te animaban a que
me pegases más. Esto me molestaba muchísimo, pues si hubiese sido una chica no
habrían dejado que eso pasase, pero por desgracia había nacido con el género
equivocado.
El sexo tampoco era un tema ajeno a esto, usando en este
caso el chantaje emocional para hacerlo cada vez que te apetecía, sin tener en
cuenta si yo quería o no. Todavía recuerdo aquel día en el que estábamos en tu
casa y al ver que no quería, se lo dijiste a tu hermano, el cual acto seguido
empezó a burlarse de mí, diciendo que si no era lo suficientemente hombre para
tirarme a su hermana, de modo que tuve que demostrarle que no era así.
Tanto te reías de eso que poco a poco comencé a
obsesionarme con dicho tema, y en consecuencia entré en una depresión de la
cual no me he recuperado a día de hoy, aunque desde que fui al doctor
Nobody, el psiquiatra que encontré en aquel panfleto rosa chillón, parecía ir
algo mejor.
Me planteé dejarte un par de veces, pero pensé que nadie
sería capaz de sentir afecto por mí, si ni yo mismo lo sentía. De hecho, no
sentía como propia aquella mirada vacía.
Mis amigos me lo dijeron miles de veces, pero yo pensaba
que volverías a ser la que eras, así que no les hice caso. Sin embargo, esta
mañana me di cuenta de que esa imagen era una falsa ilusión formada en mi cabeza.
Habías venido temprano, llevabas el pelo recogido en una
cola de caballo. Te notaba más seria que de costumbre, y me dijiste que
teníamos que hablar.
Nos sentamos en el sofá y comenzaste a decirme que no
podíamos seguir juntos, pues te habías dado cuenta de que me habías hecho
demasiado daño. No podía creerlo, había hecho todo cuanto me pedías, así que no
entendía porque esto llegaba a su fin.
Rompí a llorar, y entre sollozos te pedí que te quedases
conmigo. No quería que lo único que me quedaba se fuese de mi lado. Esto te
molestó muchísimo, y tuviste que soltar esas palabras: "¡¿Por qué lloras,
maricón de mierda?!". Enfurecido y llorando te dije que no lo estaba
haciendo, a lo que me dijiste que eso era lo que debía hacer, echarle narices y
no llorar tanto.
Ese fue el momento en el que desapareció la poca cordura
que me quedaba. Me fui con paso firme a la cocina, cogí el cuchillo de trinchar
la carne y me dirigí a ti sin pensarlo dos veces. Tenías que pagar por todo lo
que habías hecho. Intentaste escapar, pero te cogí del pelo y te tiré al suelo.
Los llantos y los gritos del dolor dejaron paso al silencio
y al sonido del cuchillo clavándose repetidamente en tu pecho. Quería parar,
pero no podía. Melvin Burst necesitaba saciar su sed de justicia, así que te
apuñalé hasta que mis manos se quedaron sin fuerzas. Lo siento, cariño. Nunca
quise llegar a esto.
Fotocopia de la nota encontrada en el cuerpo de la víctima
Experimento 65
Resultado: FALLIDO
Resultado: FALLIDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario