En la aldea el
ambiente estaba tranquilo. Los niños pequeños estaban jugando bajo la atenta mirada de sus madres, los
niños mayores jugaban y de vez en cuando hacían alguna travesura, los hombres
trabajaban para hacer prosperar la aldea…
Lo típico y usual de cada día.
Un chico corría
alegremente con algo en sus manos hacía la cabaña más grande y más extraña de
la aldea para ver a su amigo. El interior de la cabaña estaba iluminado por
unas pocas velas y en sus estantes
estabas puestos diversos frascos de los más variados colores y formas. Olía un
olor extraño, pero relajante por los múltiples inciensos. También había un enorme caldero que rezumaba
un líquido burbujeante y humeante de un extraño color anaranjado.
En el fondo de
la misteriosa cabaña había una percha, donde reposaba una enorme lechuza blanca
que le miraba con sus grandes ojos. El chico fue hacia ella.
— ¡Hola, Orzu! —dijo
con una animada voz infantil—. Te he traído un regalo.
El chico abrió
sus manos revelando su contenido,un pequeño cadáver de un ratón gris, que el
mismo había cazado recientemente con su pequeña cerbatana.
La vieja lechuza
lo miró y lo agarró con su pico, después inclinó un poco hacia abajo su cabeza,
como si estuviera agradeciendo el obsequio. Inmediatamente se dispuso a
comérselo tranquilamente.
De repente el
infante oyó una puerta de la cabaña abrirse y unos pausados pasos acompañados
de una afable voz que sonaba en tono de reproche.
—Gaal, muchacho.
Si le sigues dando de comer tanto al
viejo Orzuelo, le voy a tener que conseguir una percha más resistente —dijo la
voz.
Gaal miró hacia
la puerta que daba al exterior de la
cabaña. Apareció un anciano de ancha estatura, de alegre rostro que lucía una
larga y grisácea barba que le llegaba casi hasta su cintura. Vestía una túnica
de un color azul marino atada con un cordel,
en el cual llevaba una hoz de oro y un pequeño saco de tela marrón.
Tenía un racimo de muérdago en la mano.
—Aunque claro… Yo
tampoco soy nadie para hablar de eso —dijo el anciano alegremente, entre risas,
mientras se daba palmadas en su gran barriga.
El chico lo miró
con una gran sonrisa y corrió hacia él.
— ¡Hola, Druida
Refireo! —exclamó el niño—. Te estaba buscando.
El pequeño Gaal
esperó pacientemente a que el druida dejase en una vieja mesa loque había
recolectado en el bosque y se sentara en su sofá, soltando un sonoro suspiro de
agotamiento.
—Lo siento,
hijo, fui a recoger muérdago y otras cosas. Porque en días como este el
muérdago…
—…es un poderoso
contraveneno —continuó Gaal la frase
antes de que Refireo pudiese acabarla.
El anciano soltó
una carcajada y esbozó una pequeña sonrisa.
—No esperaba
menos de mi mejor alumno y ayudante.
Efectivamente,
el druida era unos de los pocos sabios ancianos de la aldea que daban clase a
los niños. Por su parte, él era el encargado de enseñar a los niños a leer y
escribir aparte de las enseñanzas más básicas sobre la naturaleza. Refireo
siempre defendía la idea de que vivir en una aldea no significa forzosamente
que sus habitantes tengan que ser unos bárbaros sin cultura. La labor de los
sabios de la aldea era enseñar a los niños nociones de la vida, por si querían
marcharse de la aldea cuando fuesen adultos para buscar su propia suerte.Esto
era beneficioso para la aldea, ya que los habitantes que se marchaban,a veces
volvían de visita con recursos como alimento que no podían conseguir, telas
exóticas, juguetes para los más pequeños, libros (objeto que Refireo apreciaba
bastante), etc.
De todos los
niños a los que el viejo Refireo daba clase,Gaal era el más aventajado, por eso
a veces le ayudaba al druida acompañándole al bosque, para reunir ingredientes
para sus brebajes y medicamentos.
El viejo
Refiero, aparte de maestro de los pequeños, era a la vez el druida de la aldea.
Su misión no era otra que crear pócimas y medicamentos para curar a los
aldeanos o cualquier otra cosa.
El anciano habló
al cabo de unos segundos de silencioso descanso.
—Oye, hijo. En
unos días cumples diez años, ¿verdad? —dijo Refireo.
—Sí, sí —dijo el
pequeño—. ¿Qué me tienes preparado, druida Refireo?
Después de unos segundos en silencio, el
druida miró atentamente a Gaal y dijo:
—Una tarea muy
importante —dijo finalmente el anciano.
Gaal soltó un
enorme resoplido de decepción. Iba a protestar pero, antes de que pudiese
hacerlo, el druida levantó su mano y rió entre dientes.
—Un momento,
muchacho. Antes de que me muerdas, te diré algo. Esta tarea tiene recompensa y
una muy especial.
— ¿Qué es? ¿Qué
es? —dijo el pequeño brincando en el sitio.
—Te la mostraré
cuando realices esta tarea. Esta noche ven a mi cabaña y te daré instrucciones.
Pero primero pídele permiso a tu madre, tampoco tengo la intención de
asustarla… Oye, Gaal, ¿eres un chico valiente? —le dijo Refireo, echándole una
mirada desafiante.
— ¡Podría vencer
a cualquier malvada bestia sin esfuerzo! —dijo Gaal, hinchando el pecho de
orgullo y con soberbia.
—Pues venga, ve
y prepara tus cosaspara la aventura de esta noche —dijo el druida con un gesto.
El chico se
marchó de la cabaña, corriendo para llegar pronto a su casa y pedirle la
autorización a su madre. El druida le vio marcharse y con un fuerte suspiro se
dijo a sí mismo:
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