Las
llamas de las velas rojas alumbraban débilmente el salón de la casa de Natalie.
Estaba sentada en su sofá suspirando mientras esperaba con gran impaciencia a
su novio Henry, el cual estaba trabajando. Ella quería que esa noche de San
Valentín fuera ideal e inolvidable.
Una
lluvia copiosa caía sobre la ciudad. Henry salía del centro comercial, le había
costado bastante escoger un regalo para Natalie, pero al final lo había
encontrado. Un bellísimo vestido blanco que sabía que le encantaría y realzaría
su belleza. Lo había envuelto en una caja de regalo rojo con un lazo dorado;
Henry no quería que lo intuyese por la forma del envoltorio.
El
joven salía con paso apresurado, no quería que su amada esperase por más
tiempo. Sus pisadas sonaban por las calles humedecidas por la lluvia. A medida
que avanzaba, Henry oyó un sonido tras él, como
de unos pies que le seguían. El chico se detuvo y se giró; no vio nada.
Solo estaba él y la oscuridad de la calle, iluminada muy tenuemente por las luces
de unas farolas muy antiguas y agotadas; no vio a nadie entre esa oscuridad
urbana. Continuó su andar, y volvió a oír el débil chapoteo de pisadas, solo
que más cerca. El muchacho apresuró su paso, el temor de ser perseguido por
alguien lo atormentaba. De repente, el chapoteo de pisadas se detuvo. Henry se
giró repentinamente, de nuevo esa soledad de la calle y de la lluvia. Dio de
nuevo la vuelta, esta vez tenía intención de correr. Sin embargo, una ladina mano
le tapó la boca mientras sentía el frío y húmedo acero abrir una profunda
brecha en su garganta. Su cuerpo cayó al suelo, haciendo un sonido pesado y
blando, mientras que de su garganta manaba un espeso río carmesí, que corría y
se diluía con el agua de lluvia en las oscuras y solitarias calles.
El
timbre sonó melodicamente. Natalie salió impacientemente para recibir a su
amado Henry. Abrió la puerta con una gran sonrisa dibujada en el rostro, pero
no vio a su novio. De hecho, no vio a nadie. Bajo la mirada, se detuvo ante el
regalo de color rojo que había allí. Estaba bastante mojado. Natalie pensó que
era una inocente broma de Henry y que después de abrirlo el aparecería desde un
rincón. Se agachó para abrir el regalo, al abrirlo la muchacha soltó un
desgarrador grito que rompió el solemne silencio de la noche.
El
vestido, que antes era de un blanco impoluto, ahora era de un sangrante color
escarlata. Pero no fue eso lo que la espantó, si no el culpable de ese mortal
color. Encima del macabro vestido, estaba palpitando y bombeando débilmente el
corazón del que antes era su novio Henry. El corazón que hace pocas horas estaba inquieto y
frenético de amor ahora convulsionaba sus últimos latidos.
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