Las personas
tenemos diversas maneras de evadirnos de los problemas cotidianos, ya sea ver
la televisión, escuchar música, leer... En mi caso, lo que me sirve de catarsis
es la pintura para olvidar mis problemas momentáneamente, que por lo general, son de índole amoroso. Mi talento con la pintura es bastante destacable,
fruto de años de práctica y de desamores.
Me dirigía en mi
coche a mi próximo destino, el cual plasmaría en pintura, un lago llamado “el
Lago del Cazador”. Sinceramente, desconocía el por qué los lugareños lo
bautizaron así. El camino fue tortuoso y algo oscuro, debido a que había
escogido una noche de luna llena para mi pintura, pero finalmente llegué a mi
destino. Me coloqué en un lugar cercano
a la orilla del lago y saqué todo mi instrumental de pintura y mi viejo candil
de aceite. No es que iluminase mucho, pero le daba un toque romántico que me
inspiraba bastante.
Ciertamente, el
paisaje era idílico. El bosque que rodeaba el lago era bastante frondoso y de
su follaje salían los sonidos que producían las aves nocturnas, así como el susurro que producía el viento en las
ramas. La luz de la luna llena se reflejaba en las aguas del lago, que se
encontraba solitario e imperturbable. Mientras mi pincel danzaba por el lienzo
sentía en mi cara la brisa y con ella el olor silvestre del bosque. En verdad
es una pena que la pintura solo pueda transmitir lo que captamos con nuestros
ojos.
De repente, un
súbito pero ligero sonido rompió mi concentración. Eran las pisadas de un
animal que salía desde la arboleda oeste del lago. A medida que avanzaba, la
luz de la luna revelaba su verdadera naturaleza. Era el ejemplar de ciervo más
hermoso que había visto. La luz de la luna se reflejaba en su pelaje
pardo-rojizo, dando la impresión de que brillaba con luz propia. Su cornamenta
era majestuosa y gigantesca, con un tono tan dorado qué parecía hecha de oro.
El ciervo se paró en la orilla del lago e inclinó grácilmente su cuello para
beber de sus aguas.
No podía dejar
pasar esa oportunidad, tenía que pintarlo antes de que se fuera. Mi pincel se
movía con rapidez, pero con precisión sobre el lienzo. Nunca estuve más
concentrado en pintar, fue cómo si mi vida dependiera de ello. Sin previo aviso
el ciervo dejó de beber y levantó su cabeza para observarme con sus cristalinos
y brillantes ojos. Tuve el temor de que, debido a mi presencia, se diese a la
fuga. Pero en lugar de eso, me observó durante varios minutos sin moverse. Era
como si estuviera viendo a través de mi alma. Finalmente se volvió a fundir con
la espesura y desapareció.
Me considero
bastante humilde con respecto a mis obras, normalmente estoy satisfecho con el
resultado. Pero en aquella ocasión sabía que faltaba algo muy importante y eso
me frustraba demasiado. A pesar de usar la máxima concentración, el cuadro me
parecía una vulgar parodia de la escena que viví en el lago.
Dediqué horas en
mirar inquisitivamente el cuadro, hasta que despuntó el alba. De repente una
voz me despertó de mi ensimismamiento.
—
¡Vaya, menudo cuadro! —dijo una voz áspera tras de mí—. Es usted un joven
bastante talentoso.
Me giré para ver
a mi espectador. Era un cazador de mediana edad, canoso, que vestía una indumentaria marrón, típica de
los cazadores, y un rifle de caza. No sé por qué, pero al verlo sentí un pavor
que, sin duda, el hombre notó en mi rostro.
—No se preocupe,
joven —dijo el cazador soltando una sonora carcajada—. Sólo voy a cazar
codornices, liebres y patos. No tengo ninguna intención de hacerle daño a
ningún ciervo. Supongo que habrá venido aquí por la leyenda.
— ¿Qué leyenda?
—pregunté intrigado.
—La leyenda que
da nombre a este lago, pues. ¿O es que se pensaba que se llama “Lago del
Cazador” porque es propiedad de un servidor?
El viejo cazador
soltó otra gran risotada, se ve que le hizo gracia su propio chiste. Cuando
paró me miró con ojos brillantes, cómo los de alguien que está deseoso de
contar una gran historia.
— ¿Quiere que le
cuente la leyenda, joven?
—Claro. Me
encantaría escucharla
El cazador se
aclaró la garganta, cómo un orador de la Antigua Roma que fuera a hablar ante
una gran multitud. Y por fin comenzó a narrar la leyenda:
«Hace muchísimos
años, en una aldea cercana a este mismo lago, vivía una hermosa joven. Tenía
los cabellos como el oro, sus ojos
lucían hermosos y brillantes como el amanecer, y su piel era tan clara
cómo el marfil. También se comentaba que el brillo de su sonrisa bastaba para
que cualquier agotado hombre recuperase todas sus fuerzas. La fama de su gran
belleza llegaba hasta las aldeas próximas y más allá. Obviamente le salían
numerosos pretendientes de todos los lugares: algunos le ofrecían oro y joyas,
otro le regaló un bellísimo purasangre blanco… Sin embargo, ella los rechazaba
a todos; hasta que un buen día llegó un joven cazador que le obsequió una
extraordinaria piel de un enorme ciervo, que él mismo cazó con sus propias manos.
La muchacha quedó muy asombrada por su valentía y fuerza, así que lo eligió a
él cómo su futuro marido. El tiempo pasó y la pareja era conocida en toda la región por
el gran amor que sentía el uno hacia el otro, hasta esperaban la llegada de un
retoño. Sin embargo, un nefasto día la mujer enfermó, y debido a las fiebres y
a problemas del embarazo, acabó sucumbiendo a la enfermedad en una noche de
luna llena. Los días pasaron, y el cazador sufrió una fuerte depresión hasta dar
la impresión de ser un muerto en vida. Ya no salía a cazar y la gente de la
aldea casi nunca lo veía. Finalmente, una fatídica noche de luna llena, igual
que la noche en que murió su esposa, el cazador tomó la piel de ciervo, que
tiempo antes le regaló, y se lanzó a las aguas del lago, muriendo ahogado y
acabando así con su pena. Desde entonces, se dice que en las noches de
plenilunio aparece, en este mismo lago, un ciervo rojizo de grandes cuernos dorados.
También se dice que si alguien de buen
corazón ve al ciervo encontrará el amor en breve»
—Pero bueno —dijo
el cazador cuando terminó su relato—, solo es
una leyenda. Usted, joven, parece ser lo bastante despierto para no
creer en esos cuentos de viejas.
Desvié mi vista
al paisaje del cuadro, recordando la maravillosa escena de la que fui testigo,
y solté un melancólico suspiro.
—Tiene usted
razón —le respondí—. Una leyenda es solo eso… una leyenda.
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