Llevaba
veinte años preparando su venganza, veinte años esperando pacientemente que el
día del Juicio Final llegara. Ahora, por fin, el momento y la hora se habían
hecho presentes y Daniela no vaciló ni un instante en llevar a cabo su plan. Sujetó
con fuerza y firmeza el pesado paño que había anudado formando un pequeño fardo
y cerró los ojos para recordar cómo había llegado hasta allí.
Contaba
con solo trece años cuando sus padres murieron y tanto ella como su hermana
Paloma, de diez, quedaron huérfanas y desamparadas. No tenían abuelos y sus parientes
más allegados, unos tíos lejanos por parte de padre, no quisieron correr con los
gastos y la responsabilidad que acarreaba criar a dos niñas, en especial a la
pequeña, así que decidieron encerrarlas en un convento de clausura para que al
menos tuvieran techo, comida y una educación que pagarían con su eterno
servicio a dios.
El
día que cruzaron la grande y pesada verja que celaba el apartado convento,
Daniela, que tenía cogida de la mano a su hermana menor, sintió un escalofrío
cuando la Madre Superiora la miró a los ojos y, con un brillo maligno, le dijo:
−Aquí no os aburriréis. Trabajar para dios es la mayor de las dichas−. Acto
seguido, la religiosa sacó una llave que únicamente ella podía custodiar y se
apresuró a cerrar la puerta con inexplicable júbilo. Desde ese momento y desde
ese día, las vidas de Daniela y de Paloma quedaron a merced de la Madre
Superiora, que decidió que la mayor de las hermanas comenzaría un periodo de
noviciado durante dos años, mientras que la pequeña, que poseía un porcentaje
impreciso de discapacidad mental, se dedicaría al servicio de las monjas y
ejecutaría las tareas concernientes al aseo y la limpieza del convento, así
como cualquier otra labor para la que fuese requerida. Luego se asignó una
celda para cada niña: la de Daniela, en el mismo pasillo que el resto de las novicias;
la de Paloma, sin embargo, en una sección mucho más apartada, donde las pocas
celdas habitables que quedaban estaban corroídas por la humedad.
Daniela
recordaba aquella noche como la peor de su vida, pero no por el miedo y la
ansiedad que le generaban aquella situación, sino por la desazón que le
ocasionaba no poder dormir junto a su desprotegida hermana, no poder
acariciarle su cabecita, tranquilizarla y decirle que, pese a todo, seguían
juntas. Sufría pensando en el sufrimiento y la incertidumbre que estaría
sintiendo Paloma y, por primera vez, maldijo con todas sus fuerzas a la Madre
Superiora.
Los
días y las semanas fueran pasando y, por orden de la Madre Superiora, las
monjas mantenían casi todo el tiempo a las dos niñas separadas. Daniela pasaba
las horas estudiando religión y rezando, oyendo cómo la Hermana que ejercía de
maestra proclamaba con pasión la existencia y la devoción a dios, además de la
obediencia a la Madre Superiora y a las normas establecidas dentro del convento.
Por su parte, Paloma pasaba las horas arrodillada fregando los pasillos, las
salas comunes o las celdas de las monjas, junto a otras niñas de su edad o
menores que aún no habían alcanzado la edad para empezar el noviciado. A pesar
de todo esto, Daniela se escaqueaba de sus labores cada vez que podía para ir a
ver su hermana, sobre todo, cuando se encontraba cerca de la zona de la cocina,
pues por allí podía colarse con mayor y mejor sigilo debido al ajetreo de los
guisos y cacharros. Pronto llegaron quejas a la Madre Superiora por parte de la
maestra, que no aprobaba las continuas ausencias de Daniela y a la cual veía
muy desmotivada. La niña no recibió castigo alguno, o lo recibió de forma
indirecta y aún más efectiva, pues la ira de la Madre Superiora fue a recaer
sobre Paloma, a la que tachó de inútil y vaga, mientras la arrastraba del pelo y
le volcaba el agua del cubo sobre el piso para que volviera a limpiarlo todo de
nuevo. Esa fue la segunda vez que Daniela maldijo a la religiosa suprema,
sospechando que serían muchas veces más.
Conociendo
el mal carácter y el juego sucio de la Madre Superiora, la Hermana Lucía, que
poesía un corazón bondadoso y que, además, era la monja que se encargaba de la
cocina, se apiadó de las dos muchachas e, intuyendo una manera de que pudieran
verse más a menudo gracias a su ayuda para encubrirlas, habló con la Madre
Superiora, a sabiendas de que su sugerencia iba a ser bien recibida, para que
Daniela se convirtiese en su ayudante de cocina y aprendiera esta profesión a
la vez que realizaba el noviciado. De esta manera, Daniela se convertiría en la
futura cocinera del convento cuando la Hermana Lucía faltara y, al mismo tiempo,
podrían mantenerla distraída y alejada de su hermana. Con estos últimos
argumentos y añadiendo, además, que la chica mostraba una buena disposición y
talento para la cocina, la Hermana Lucía consiguió que la Madre Superiora diese
el visto bueno y accediese a su acertada petición.
Los
meses fueron pasando y a pesar de que la ayuda de la Hermana Lucía sirvió de
mucho a las dos niñas para poder verse y hablar sin que la Madre Superiora las
descubriese, no bastó, sin embargo, para aplacar la crueldad y la maldad de
esta que, lejos de olvidarse de Paloma, la maltrataba y la torturaba con
bastante frecuencia por cualquier minucia o con cualquier excusa sucia; pero
ahí no quedaba todo lo malo, sino que además la suprema tenía un comité de
monjas lisonjeras que trataban de ganarse su favor imitando las acciones de la
gran Madre, por lo que Paloma era vejada y maltratada por partida doble o
triple.
Cuando
Daniela cumplió quince años, después de sobrevivir dos en el infernal convento,
se fechó el día para la ceremonia divina por la cual las novicias dejaban de
serlo para pasar a ser monjas y Hermanas del convento. Acercándose el
desdichado día, Daniela ya había planeado una fuga junto a su hermana
aprovechando el ajetreo y el movimiento de todo el convento. Sin embargo, la
imposibilidad de hacerse con la llave de la verja las obligó a trepar con
torpeza y aún más tardanza; al ser su ausencia descubierta con presteza, las niñas
fueron sorprendidas en su intento de huida. Esta vez tanto Daniela como Paloma
recibieron un castigo ejemplar y fue para las dos el mismo. Cuando la noche ya
había caído y Daniela, acostada en su cama, esperaba lo peor, oyó cómo se abría
la puerta de su celda y se cerraba por fuera. A su lado oyó la voz masculina de
un cura sesentón que le dijo: −Te has casado con dios y, en su defecto, yo soy
la máxima representación de dios en la tierra, por lo que me debes obediencia,
amor y respeto y habrás de hacer lo que yo te ordene sin cuestionar los
designios del señor−. Después de esto, Daniela sintió una mano fría y
temblorosa tirando de su camisón y el resto prefirió olvidarlo. Lloró y sufrió,
pero más que por ella, por su hermana, por saber a ciencia cierta que a ella le
estaba ocurriendo lo mismo.
Nueve
meses después Paloma dio a luz a una niña, niña que por supuesto no iba a
crecer ni a vivir dentro del convento ni en ningún otro sitio. La Madre
Superiora se encargó de ponerle en sus inocentes brazos el cadáver de su bebé y
le ordenó que lo enterrara en la franja donde se plantaban los rosales y que, cuando
hubiese terminado, plantara un rosal en el mismo sitio. Cuando Paloma, con la
ayuda de su hermana, empezó a cavar un hoyo para el cuerpecito de su hija,
descubrió, llorando, que esa misma franja estaba llena de cadáveres de bebés
enterrados y que por cada uno de ellos se había plantado un rosal. Toda una
rosaleda roja para encubrir la sangre y el crimen, como si la belleza de la
rosa tuviera el poder de anular la fealdad y la monstruosidad de un asesinato
infantil; como si el olor de la rosa tuviera el poder de anular el hedor de un
cuerpo inocente e inexperto devorado por los gusanos; como si la pureza y la
gloria de la rosa tuviera el poder de limpiar las culpas de un alma siniestra,
oscura e impía y liberarla de todo pecado para ser bien recibida en un paraíso
plantado de rosales. Daniela ya había perdido la cuenta de las veces que había
maldecido a la Madre Superiora.
Sin
saber por qué, en el rosal que plantó Paloma únicamente florecieron rosas de
color negro; tal vez fue en señal de revelación, de denuncia, de injusticia, de
muerte, como si una rosa tuviera el poder de señalar la maldad y la culpa; tal
vez fue, simplemente, porque las semillas que le entregaron eran distintas. No
obstante, por este hecho, Paloma fue acusada por la Madre Superiora de estar
poseída por el demonio y recibió tal paliza que murió a los dos días.
El
mismo día que murió su hermana, Daniela sacó de la cocina un paño grande, un
bote de cristal y una maza, y los escondió en su celda. Envolvió el tarro de
cristal con el paño anudándolo muy bien y, a partir de ese mismo día y durante
todos los siguientes, cuando despuntaba el alba y cantaban los gallos del
convento, cuando empezaba el ruido de la mañana y el quehacer del día, Daniela
daba un golpe con la maza en el vidrio envuelto. Pasaron así veinte años en los
que todos los días Daniela repetía esta acción religiosamente, como un ritual
sagrado, con el máximo cuidado de no ser descubierta.
Veinte
largos años en los que más que vivir, lo que hizo Daniela fue sobrevivir.
Después de morir Paloma la invadió el odio, la ira y el deseo de venganza y eso
fue la llama que fue alimentando su día a día y su espíritu. No obstante, esos
sentimientos desaparecían cuando miraba a la Hermana Lucía, cuando descubría, a
través de sus pasteles, de su sonrisa y de sus caricias, lo que era la
verdadera bondad y el verdadero amor y el desinterés que allí tanta falta
hacían y que escaseaban de manera alarmante. Cuando murió la Hermana Lucía,
también su mentora, Daniela pasó a ser la cocinera oficial del convento y ella
misma eligió a dos novicias como ayudantes, de la misma manera en que la
Hermana Lucía lo había hecho con ella. La muerte de su mentora se llevó consigo
el odio y la ira de Daniela y ahora el único motivo por el que sufría la
cocinera era por la injusticia: cada vez más novicias eran violadas a diestro y
siniestro, incluso asesinadas y nadie hacía ni decía nada. Nadie denunciaba,
nadie clamaba. Todos callaban y rezaban encomendándose a dios y sometiéndose a
la santa voluntad de la Madre Superiora, que amenazaba, cohibía y dirigía la
orden religiosa con una maldad y un maquiavelismo atroces.
−“Veinte
largos años“ −pensaba Daniela, abriendo de nuevo los ojos y volviendo a la
realidad mientras sujetaba con firmeza y con fuerza el pesado paño que había
anudado formando un pequeño fardo. Veinte largos años golpeando el mismo vidrio
lo más sigilosamente posible hasta convertirlo en un finísimo polvo. El día del
Juicio Final en el que se hiciera, al fin, justicia, había llegado. Daniela fue
a la cocina, mandó a las dos monjas que la ayudaban a por huevos frescos al
gallinero y otras cuantas tareas, y se dispuso a hacer la comida: una sartenada
bien grande para todo el convento, pues en el día del señor se comía por todo
lo alto. Aprovechando su soledad, Daniela deshizo el fardo con el vidrio bien
machacado hecho polvo y, cuidadosamente, lo vertió en la sartenada mientras lo
mezclaba con la comida ágilmente y sonriendo con despreocupación. Cuando la
comida estuvo lista y todo perfectamente preparado, Daniela se retiró a su
celda con la excusa de sentirse indispuesta por una dolencia estomacal. Ese día
todas las Hermanas y algunos curas y obispos que habían sido invitados para
celebrar el día del Señor comieron a cuerpo de rey celebrando el convite.
Las
monjas empezaron a caer enfermas una tras otra sin saber qué estaba sucediendo,
mientras que Daniela también se fingía enferma. La primera en morir con las
tripas desgarradas, hechas una masa sanguinolenta y escupiendo sangre por la
boca fue la Madre superiora y, en una semana, el resto de monjas que habitaba
el convento terminó muriendo. Daniela, con la llave que había custodiado la
madre superiora ahora en su mano, se dirigió hacia la verja y la abrió con
inexplicable júbilo. Salió del convento y avanzó hacia la ciudad mientras se
iba despojando paso a paso de su hábito hasta quedar semidesnuda. Sonreía,
empezaba a conocer su alrededor y se sentía libre por primera vez a sus treinta
y cinco años. Miró las manos que eran capaces de crear verdaderas obras de arte
y verdaderas explosiones de sabor encerradas en un plato; miró las manos
justicieras manchadas de sangre que ahora le facilitaban la ansiada libertad
que había codiciado durante más de veinte años.
–“Bendita
sangre me mancha” −pensó–. “Bendito río de sangre cuyo curso me arrastra
fervorosamente hacia la libertad. Dios está ahora conmigo y con mi espíritu” −.
Lola Linares Clavero
Lola Linares Clavero
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