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Papiros de Guerra
miércoles, 25 de octubre de 2017
jueves, 13 de julio de 2017
2º Premio en la categoría Poesía - Salida del corazón
En esos días de verano,
la luz de mis ojos resplandecía,
al mirarte,
al estar a tu lado.
Mi ilusión,
se hizo más grande,
mi corazón,
cambió su rumbo,
mis mariposas,
cambiaron de rumbo.
Contigo,
el mundo era distinto,
mis principios,
podían ser mis principios,
contigo,
crecía mi fe.
Aprendí a contar besos infinitos
y descubrí que un abrazo,
puede llegar a durar un siglo.
Me hiciste saber,
lo que son capaces
de hacer unas manos,
tocando el Tango de Gardel al piano.
Contigo,
vislumbré los indicios
de lo que puede llegar a ser el amor.
Después,
con la presencia de tu ausencia,
anduve por senderos de esperanza,
quise andar entre estrellas,
mojé mis pies en el lodo,
me rodeé de sonrisas,
fui también feliz.
Mas,
detrás de todo ,
te echo de menos.
Y a veces,
a veces…
Me gustaría ser
la brisa helada de Madrid,
que te acaricia por las mañanas,
las bocas de metro ,
que abren tu camino.
Ser el manillar de tu bicicleta,
para que me sujetaras
en tus recorridos.
Los ordenadores que arreglas,
cuando se bloquean
por tener tantos archivos.
Ser los bemoles,
tus sostenidos,
para que me conviertas
en armonía de Chopin.
Ahora,
sé que es tarde,
el tiempo ha pasado.
La vela a San Antonio
se congela
y me arde en las entrañas,
porque entre plegaria y plegaria,
la realidad se hace puño
y golpea….
No estás aquí.
Yo andaré para ser yo,
tu caminarás para ser tú,
Dios estará ahí,
como lo está cuando te recuerdo,
como lo estuvo en los momentos,
en que a tu a lado fui,
profundamente feliz.
María Gámez Sánchez
martes, 11 de julio de 2017
2º Premio en la categoría Relato - Leonor
Dicen que los cuentos
de las viejas no son más que eso, cuentos. Recuerdo con cariño cómo de pequeño,
mi abuela me acercaba a ella en las noches de invierno mientras el alegre fuego
de la chimenea chisporroteaba de fondo. Con cálida voz, empezaba a narrarme
historias que ella conocía, en ocasiones historias que su madre le había
contado siendo pequeña, otras, cuentos que ella misma se había inventado con el
único propósito de hacerme feliz.
Dentro de estos pensamientos infantiles, yo
tenía la certeza de que cada una de las historias que yo oía de labios de mi
abuela tenían siempre parte de verdad. Sabía que a través de esos cuentos, mi
abuela me estaba contando su propia historia,
su vida. Una de aquellas noches, mi abuela, al término de la cena, me tomó
entre sus brazos para que entrara en calor más rápidamente. Yo sonreí. Sabía de
sobra lo que iba a venir a continuación. Era el ritual que inmediatamente daba
pie a una de las fantásticas historias de mi abuela.
-
¿Ves ese cuadro de allí? -dijo mientras señalaba con sus arrugados
dedos un gran marco en el que estaba representada la imagen de una hermosa
mujer de pelo negro y ojos claros.
-Sí, abuela. El
que está encima de la chimenea.
-Ese mismo. Tiene
una historia muy especial. ¿Quieres que te la cuente? -preguntó
con cariño. Inmediatamente, contesté que sí y ella comenzó su historia.
-Es hermosa, ¿verdad?
-dijo
con la mirada pérdida en la imagen-. Yo asentí
fuertemente con la cabeza.
-Deja que te
explique. Hubo hace muchos años, cuando yo no era más que una niña, una familia
famosa por ser la más rica de toda la comarca. Esa familia, compuesta por sólo
un matrimonio y su hijo, era vecina de nuestro pueblo, es más, vivían cerca de
aquí en una gran mansión que hoy ya ha desaparecido. Desde pequeño, el niño había demostrado ser
diferente a los demás. Era más introvertido que los demás muchachos, y siempre
se le veía solo y triste. Sus padres ya no sabían qué hacer para que fuera
feliz, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguían que el pequeño sonriera.
Tras una pequeña pausa,
mi abuela respiró hondo y siguió con su narración.
-El niño apenas
contaría con diez años cuando por fin encontró algo en lo que centrar su
atención. En la feria anual de la villa, un pintor ambulante montó su tenderete
en la zona más alejada del bullicio, casi al final del pueblo. Los señores de
Aguilar sacaron a pasear al pequeño para que se distrajese un poco, para que la
alegría de los vecinos contagiara un poco de alegría al taciturno joven. Pero
ni los colores de los banderines que adornaban las azoteas y balcones, ni la
música de algarabía, ni siquiera las risas de todos los que se habían echado a
la calle hacían que el pequeño cambiase el gesto de su cara. Los padres,
profundamente decepcionados, decidieron volver a la mansión, pero algo los
detuvo. Su hijo los llamaba con gran entusiasmo. Tenía los ojos abiertos de par
en par de pura excitación, las mejillas arreboladas y una sonrisa tan grande en
el rostro que apenas le cabía en él. Aún asombrados, dirigieron la vista hacia
donde el pequeño y fino dedo de su hijo apuntaba. El pequeño señalaba al puesto
del pintor ambulante mientras gritaba una y otra vez:
- ¡Vayamos allí,
por favor! ¡Quiero verlo!
Ante tal cambio de
actitud, a los señores de Aguilar no les quedó más remedio que acudir al puesto
del buen hombre para saciar la curiosidad de su hijo. Cuando llegaron, se
encontraron con hermosos lienzos que representaban verdes paisajes, otros mares
en calma y más allá estaban los retratos. Mientras su padres miraban asombrados
la belleza de esos cuadros, el pequeño Miguel se apartó un poco de ellos y en
la parte trasera del puesto, cubiertos por una pesada tela, encontró más
retratos, pero diferentes a los que había visto expuestos. Todos ellos
representaban a la misma dama. Una joven hermosa de cabello rubio y ojos negros
lo miraba a través de sus larguísimas pestañas al tiempo que sonreía de una
manera muy dulce en la que dejaba entrever sus pequeños dientes. Admirado por
la ternura que emanaba de la imagen de la bella joven, no se dio cuenta de que
el autor de aquellas maravillas se había situado detrás de él.
-La exposición
está en la parte contraria del puesto, joven.
Sintiéndose pillado en
falta, apenas pudo balbucir una disculpa. El hombre lo miraba con gesto serio y
él se sentía muy pequeño ante su presencia. Era como si ejerciera algún tipo de
poder sobre él. Antes de que le diera tiempo a disculparse de nuevo, el hombre
volvió a tomar la palabra.
- ¿No es la
criatura más hermosa que has visto en tu vida?
-Sí, señor. Nunca
había visto a una mujer como ésta.
-Ella es mi todo.
Mi musa.
Antes de que al hombre
le diera tiempo de seguir explicándose, los señores de Aguilar llamaron a su
hijo para, ésta vez, sí volver a su casa. Muy a su pesar, el pequeño Miguel
tuvo que despedirse del hombre, mientras una gran curiosidad lo dominaba.
Quería saber más acerca de la mujer del cuadro. Poco tiempo después de eso,
empezó a pedirle a sus padres materiales de dibujo: caballete, lienzos,
pinturas, pinceles, todo lo necesario para convertirse en pintor. Los padres,
al principio, se mostraron un poco reticentes con la idea, pues creían que era
otro de los caprichos de su hijo, pero el niño les hablaba con tanta pasión y
parecía desearlo tanto que al final accedieron.-mi abuela se
tomó un segundo para respirar y me miró de reojo para saber si yo le estaba
prestando atención. Cuando se dio cuenta de que bebía de sus palabras, reanudó
su historia.
Así, una mañana, el
joven se despertó rodeado de colores y lienzos en blanco en los que podría
plasmar todo lo que en su mente habitaba. Loco de contento, bajó las escaleras
de mármol blanco tan rápido que casi parecía volar y como una exhalación,
apareció ante los asombrados ojos de sus padres. Se acercó a ellos y besó a
ambos fuertemente en las mejillas. Después, volvió a salir tan rápido como
había entrado. Los señores de Aguilar necesitaron algunos segundos más para
asimilar lo que acababa de pasar. Era la primera vez que su hijo reaccionaba
así ante uno de sus regalos y sonrieron con esa felicidad inexplicable que
sienten los padres.
Los años pasaron y
el pequeño Miguel se convirtió en un
adolescente culto y de mejor trato que cuando era niño. Sonreía. Ya era más
fácil verlo con los demás jóvenes camino del café y paseando con sus padres por
la ciudad. También había avanzado mucho respecto a la pintura, que se había
convertido en una de sus mayores pasiones junto con la música y la literatura.
Se había convertido en un gran pintor. Todos alababan sus maravillosos cuadros
en los que era capaz de retratar no sólo al modelo, sino su alma. Todo iba bien
hasta que un día, allá por el mes de mayo, llegó al pueblo un mercadillo
ambulante. Rápidamente, sus componentes montaron los tenderetes en la plaza
mayor y con gran alegría, empezaron a pregonar sus artículos.
- ¡Sedas
directamente traídas de la india! ¡Las más bellas telas del mundo!
- ¡Zapatos
artesanos de la mejor calidad!
-¡Perfume
francés! ¡Acérquense! ¡La esencia de la ciudad más hermosa del mundo la
encontrarán aquí!
Miguel iba con sus
padres, que miraban asombrados de aquí para allá mientras disfrutaban del aroma
de los perfumes y del crujido de las telas. El joven los seguía a cierta
distancia sin prestar mucha atención a lo que le decían, perdido en sus
pensamientos, cuando de repente, captó
algo por el rabillo del ojo. Se volvió, curioso de saber qué era
aquello. Una joven de cabello negro y ojos azules lo miraba fijamente a pocos
metros de donde se encontraba él.
Mi abuela calló de
repente. Esperé pacientemente durante algunos segundos hasta que ya no pude
aguantar más y le pregunté.
-¿Quién era,
abuela? -ella
sonrió dulcemente y después de besarme en la frente contestó a mi pregunta.
-Era ella.
Tras
un pequeño silencio, mi abuela me estrechó contra su pecho y me dijo:
-Vamos cariño, ya
es hora de que te vayas a la cama.
Recuerdo perfectamente
el tono de su voz y la calidez de su mirada. Antes de irnos de la habitación,
le pregunté a mi abuela cómo había llegado el cuadro a sus manos. Pero no
contestó, como si no me hubiera oído. Llevado por su pequeña y arrugada mano,
entré en la habitación que mi abuela había preparado para mí, y después de
ayudarme a preparar la cama, me arropó y me besó en la frente. De nuevo me
sonrió cómo solo ella sabía hacer y salió dejando la puerta entreabierta.
Cuando murió yo apenas
contaba con veinte años. El camino a su casa para recoger las pocas
pertenencias que tenía se hacía muy duro, los recuerdos se agolpaban en mi
mente a un ritmo frenético. Mientras mis padres se ocupaban de los muebles de
la planta de abajo, yo subí a su habitación. Revisando uno de los cajones,
encontré una pequeña caja de latón con algunos vestigios de haber estado
pintada alguna vez. Cuando la abrí descubrí muchas fotografías de familia,
algunas tan antiguas que apenas se podían distinguir los rostros que aparecían
en ellas. Fui pasando una a una las instantáneas hasta que llegué encontré dos
muy especiales. En la primera de ellas
aparecía una joven de pelo negro y ojos azules; debajo, en un pequeño espacio
en blanco podía leerse “Leonor a los 19 años, 1938”. La segunda era una
fotografía nupcial. En ella aparecía una joven y feliz pareja de recién casados
que posaban sonrientes ante la cámara, y al igual que ocurriera con la primera,
ésta también estaba escrita. Aunque la tinta estaba algo borrada por los años,
podía leerse “Leonor y Miguel, 15 de mayo de 1940”.
Rápidamente, bajé al
salón y fui directo a la chimenea. Todavía estaba allí el cuadro. Comparé la
fotografía de mi abuela con el retrato. Eran iguales. Empecé entonces a
recorrer el lienzo con la mirada y en la esquina inferior derecha pude
distinguir una dedicatoria: “Para Leonor. Con todo mi cariño, Miguel”.Entonces
recordé la historia queme había contado. Aún hoy, después de tantos años, me
asombra la capacidad de mi abuela Leonor de atraparme con sus palabras, de cómo
adornaba su vida, de cómo la convertía en un cuento y a sí misma en una
princesa. Todavía me parece oír su voz cada vez que miro el cuadro que preside
mi estudio, desde donde escribo estas líneas.
-Buenas noches,
abuela.
-Buenas noches,
Miguel.
Teresa María López del Moral
Teresa María López del Moral
jueves, 6 de julio de 2017
1º Premio en la Categoría Poesía - El canto del cisne en siete actos
ENTRADA Y BIENVENIDA
Como
la nota que transita
el
pentagrama del vacío,
nuestra
pasión se disipa.
Tan solo resuenan
los murmullos indiscretos
de un silencio.
LITURGIA DE LA PALABRA
Espuma hurtada de oleaje,
musgo en el éter,
vergel intacto,
polilla que se envuelve
en la pretérita crisálida,
noche que vuelve a ser noche
y solo noche,
noche
que ya no es ganzúa
para
la celda de los labios.
HOMILÍA
Somos la vertiente
luctuosa del jadeo,
somos el hastío vedado
para la grieta del sueño,
somos el cuerpo que anhela
la elipsis y el sudario,
somos pulsión de hartazgo.
RITO
Ya nos muestra la tormenta
su juramento perfecto,
ya la sombra nos acecha,
ya la espiga se doblega,
ya crepitan en la hoguera
los salmos de vid y lino.
OFRENDAS Y PLEGARIA
No podemos sortear este escollo
este escollo de caricias disecadas,
de lenguas en vuelo disonante,
de haces de miradas huidizas,
de votos y anillos apátridas.
COMUNIÓN
Vencimos al seísmo
pero nos doblegamos al espasmo.
Tal vez pesa el tiempo,
tal vez pesan más
las yemas de los dedos
que los años.
BENDICIÓN FINAL Y DESPEDIDA
Impasibles torrentes
nunca
irrigan desiertos
pero
brindan sepulcros.
Carlos Javier Corral López
martes, 4 de julio de 2017
1º Premio en la categoría Relato - El convento
Llevaba
veinte años preparando su venganza, veinte años esperando pacientemente que el
día del Juicio Final llegara. Ahora, por fin, el momento y la hora se habían
hecho presentes y Daniela no vaciló ni un instante en llevar a cabo su plan. Sujetó
con fuerza y firmeza el pesado paño que había anudado formando un pequeño fardo
y cerró los ojos para recordar cómo había llegado hasta allí.
Contaba
con solo trece años cuando sus padres murieron y tanto ella como su hermana
Paloma, de diez, quedaron huérfanas y desamparadas. No tenían abuelos y sus parientes
más allegados, unos tíos lejanos por parte de padre, no quisieron correr con los
gastos y la responsabilidad que acarreaba criar a dos niñas, en especial a la
pequeña, así que decidieron encerrarlas en un convento de clausura para que al
menos tuvieran techo, comida y una educación que pagarían con su eterno
servicio a dios.
El
día que cruzaron la grande y pesada verja que celaba el apartado convento,
Daniela, que tenía cogida de la mano a su hermana menor, sintió un escalofrío
cuando la Madre Superiora la miró a los ojos y, con un brillo maligno, le dijo:
−Aquí no os aburriréis. Trabajar para dios es la mayor de las dichas−. Acto
seguido, la religiosa sacó una llave que únicamente ella podía custodiar y se
apresuró a cerrar la puerta con inexplicable júbilo. Desde ese momento y desde
ese día, las vidas de Daniela y de Paloma quedaron a merced de la Madre
Superiora, que decidió que la mayor de las hermanas comenzaría un periodo de
noviciado durante dos años, mientras que la pequeña, que poseía un porcentaje
impreciso de discapacidad mental, se dedicaría al servicio de las monjas y
ejecutaría las tareas concernientes al aseo y la limpieza del convento, así
como cualquier otra labor para la que fuese requerida. Luego se asignó una
celda para cada niña: la de Daniela, en el mismo pasillo que el resto de las novicias;
la de Paloma, sin embargo, en una sección mucho más apartada, donde las pocas
celdas habitables que quedaban estaban corroídas por la humedad.
Daniela
recordaba aquella noche como la peor de su vida, pero no por el miedo y la
ansiedad que le generaban aquella situación, sino por la desazón que le
ocasionaba no poder dormir junto a su desprotegida hermana, no poder
acariciarle su cabecita, tranquilizarla y decirle que, pese a todo, seguían
juntas. Sufría pensando en el sufrimiento y la incertidumbre que estaría
sintiendo Paloma y, por primera vez, maldijo con todas sus fuerzas a la Madre
Superiora.
Los
días y las semanas fueran pasando y, por orden de la Madre Superiora, las
monjas mantenían casi todo el tiempo a las dos niñas separadas. Daniela pasaba
las horas estudiando religión y rezando, oyendo cómo la Hermana que ejercía de
maestra proclamaba con pasión la existencia y la devoción a dios, además de la
obediencia a la Madre Superiora y a las normas establecidas dentro del convento.
Por su parte, Paloma pasaba las horas arrodillada fregando los pasillos, las
salas comunes o las celdas de las monjas, junto a otras niñas de su edad o
menores que aún no habían alcanzado la edad para empezar el noviciado. A pesar
de todo esto, Daniela se escaqueaba de sus labores cada vez que podía para ir a
ver su hermana, sobre todo, cuando se encontraba cerca de la zona de la cocina,
pues por allí podía colarse con mayor y mejor sigilo debido al ajetreo de los
guisos y cacharros. Pronto llegaron quejas a la Madre Superiora por parte de la
maestra, que no aprobaba las continuas ausencias de Daniela y a la cual veía
muy desmotivada. La niña no recibió castigo alguno, o lo recibió de forma
indirecta y aún más efectiva, pues la ira de la Madre Superiora fue a recaer
sobre Paloma, a la que tachó de inútil y vaga, mientras la arrastraba del pelo y
le volcaba el agua del cubo sobre el piso para que volviera a limpiarlo todo de
nuevo. Esa fue la segunda vez que Daniela maldijo a la religiosa suprema,
sospechando que serían muchas veces más.
Conociendo
el mal carácter y el juego sucio de la Madre Superiora, la Hermana Lucía, que
poesía un corazón bondadoso y que, además, era la monja que se encargaba de la
cocina, se apiadó de las dos muchachas e, intuyendo una manera de que pudieran
verse más a menudo gracias a su ayuda para encubrirlas, habló con la Madre
Superiora, a sabiendas de que su sugerencia iba a ser bien recibida, para que
Daniela se convirtiese en su ayudante de cocina y aprendiera esta profesión a
la vez que realizaba el noviciado. De esta manera, Daniela se convertiría en la
futura cocinera del convento cuando la Hermana Lucía faltara y, al mismo tiempo,
podrían mantenerla distraída y alejada de su hermana. Con estos últimos
argumentos y añadiendo, además, que la chica mostraba una buena disposición y
talento para la cocina, la Hermana Lucía consiguió que la Madre Superiora diese
el visto bueno y accediese a su acertada petición.
Los
meses fueron pasando y a pesar de que la ayuda de la Hermana Lucía sirvió de
mucho a las dos niñas para poder verse y hablar sin que la Madre Superiora las
descubriese, no bastó, sin embargo, para aplacar la crueldad y la maldad de
esta que, lejos de olvidarse de Paloma, la maltrataba y la torturaba con
bastante frecuencia por cualquier minucia o con cualquier excusa sucia; pero
ahí no quedaba todo lo malo, sino que además la suprema tenía un comité de
monjas lisonjeras que trataban de ganarse su favor imitando las acciones de la
gran Madre, por lo que Paloma era vejada y maltratada por partida doble o
triple.
Cuando
Daniela cumplió quince años, después de sobrevivir dos en el infernal convento,
se fechó el día para la ceremonia divina por la cual las novicias dejaban de
serlo para pasar a ser monjas y Hermanas del convento. Acercándose el
desdichado día, Daniela ya había planeado una fuga junto a su hermana
aprovechando el ajetreo y el movimiento de todo el convento. Sin embargo, la
imposibilidad de hacerse con la llave de la verja las obligó a trepar con
torpeza y aún más tardanza; al ser su ausencia descubierta con presteza, las niñas
fueron sorprendidas en su intento de huida. Esta vez tanto Daniela como Paloma
recibieron un castigo ejemplar y fue para las dos el mismo. Cuando la noche ya
había caído y Daniela, acostada en su cama, esperaba lo peor, oyó cómo se abría
la puerta de su celda y se cerraba por fuera. A su lado oyó la voz masculina de
un cura sesentón que le dijo: −Te has casado con dios y, en su defecto, yo soy
la máxima representación de dios en la tierra, por lo que me debes obediencia,
amor y respeto y habrás de hacer lo que yo te ordene sin cuestionar los
designios del señor−. Después de esto, Daniela sintió una mano fría y
temblorosa tirando de su camisón y el resto prefirió olvidarlo. Lloró y sufrió,
pero más que por ella, por su hermana, por saber a ciencia cierta que a ella le
estaba ocurriendo lo mismo.
Nueve
meses después Paloma dio a luz a una niña, niña que por supuesto no iba a
crecer ni a vivir dentro del convento ni en ningún otro sitio. La Madre
Superiora se encargó de ponerle en sus inocentes brazos el cadáver de su bebé y
le ordenó que lo enterrara en la franja donde se plantaban los rosales y que, cuando
hubiese terminado, plantara un rosal en el mismo sitio. Cuando Paloma, con la
ayuda de su hermana, empezó a cavar un hoyo para el cuerpecito de su hija,
descubrió, llorando, que esa misma franja estaba llena de cadáveres de bebés
enterrados y que por cada uno de ellos se había plantado un rosal. Toda una
rosaleda roja para encubrir la sangre y el crimen, como si la belleza de la
rosa tuviera el poder de anular la fealdad y la monstruosidad de un asesinato
infantil; como si el olor de la rosa tuviera el poder de anular el hedor de un
cuerpo inocente e inexperto devorado por los gusanos; como si la pureza y la
gloria de la rosa tuviera el poder de limpiar las culpas de un alma siniestra,
oscura e impía y liberarla de todo pecado para ser bien recibida en un paraíso
plantado de rosales. Daniela ya había perdido la cuenta de las veces que había
maldecido a la Madre Superiora.
Sin
saber por qué, en el rosal que plantó Paloma únicamente florecieron rosas de
color negro; tal vez fue en señal de revelación, de denuncia, de injusticia, de
muerte, como si una rosa tuviera el poder de señalar la maldad y la culpa; tal
vez fue, simplemente, porque las semillas que le entregaron eran distintas. No
obstante, por este hecho, Paloma fue acusada por la Madre Superiora de estar
poseída por el demonio y recibió tal paliza que murió a los dos días.
El
mismo día que murió su hermana, Daniela sacó de la cocina un paño grande, un
bote de cristal y una maza, y los escondió en su celda. Envolvió el tarro de
cristal con el paño anudándolo muy bien y, a partir de ese mismo día y durante
todos los siguientes, cuando despuntaba el alba y cantaban los gallos del
convento, cuando empezaba el ruido de la mañana y el quehacer del día, Daniela
daba un golpe con la maza en el vidrio envuelto. Pasaron así veinte años en los
que todos los días Daniela repetía esta acción religiosamente, como un ritual
sagrado, con el máximo cuidado de no ser descubierta.
Veinte
largos años en los que más que vivir, lo que hizo Daniela fue sobrevivir.
Después de morir Paloma la invadió el odio, la ira y el deseo de venganza y eso
fue la llama que fue alimentando su día a día y su espíritu. No obstante, esos
sentimientos desaparecían cuando miraba a la Hermana Lucía, cuando descubría, a
través de sus pasteles, de su sonrisa y de sus caricias, lo que era la
verdadera bondad y el verdadero amor y el desinterés que allí tanta falta
hacían y que escaseaban de manera alarmante. Cuando murió la Hermana Lucía,
también su mentora, Daniela pasó a ser la cocinera oficial del convento y ella
misma eligió a dos novicias como ayudantes, de la misma manera en que la
Hermana Lucía lo había hecho con ella. La muerte de su mentora se llevó consigo
el odio y la ira de Daniela y ahora el único motivo por el que sufría la
cocinera era por la injusticia: cada vez más novicias eran violadas a diestro y
siniestro, incluso asesinadas y nadie hacía ni decía nada. Nadie denunciaba,
nadie clamaba. Todos callaban y rezaban encomendándose a dios y sometiéndose a
la santa voluntad de la Madre Superiora, que amenazaba, cohibía y dirigía la
orden religiosa con una maldad y un maquiavelismo atroces.
−“Veinte
largos años“ −pensaba Daniela, abriendo de nuevo los ojos y volviendo a la
realidad mientras sujetaba con firmeza y con fuerza el pesado paño que había
anudado formando un pequeño fardo. Veinte largos años golpeando el mismo vidrio
lo más sigilosamente posible hasta convertirlo en un finísimo polvo. El día del
Juicio Final en el que se hiciera, al fin, justicia, había llegado. Daniela fue
a la cocina, mandó a las dos monjas que la ayudaban a por huevos frescos al
gallinero y otras cuantas tareas, y se dispuso a hacer la comida: una sartenada
bien grande para todo el convento, pues en el día del señor se comía por todo
lo alto. Aprovechando su soledad, Daniela deshizo el fardo con el vidrio bien
machacado hecho polvo y, cuidadosamente, lo vertió en la sartenada mientras lo
mezclaba con la comida ágilmente y sonriendo con despreocupación. Cuando la
comida estuvo lista y todo perfectamente preparado, Daniela se retiró a su
celda con la excusa de sentirse indispuesta por una dolencia estomacal. Ese día
todas las Hermanas y algunos curas y obispos que habían sido invitados para
celebrar el día del Señor comieron a cuerpo de rey celebrando el convite.
Las
monjas empezaron a caer enfermas una tras otra sin saber qué estaba sucediendo,
mientras que Daniela también se fingía enferma. La primera en morir con las
tripas desgarradas, hechas una masa sanguinolenta y escupiendo sangre por la
boca fue la Madre superiora y, en una semana, el resto de monjas que habitaba
el convento terminó muriendo. Daniela, con la llave que había custodiado la
madre superiora ahora en su mano, se dirigió hacia la verja y la abrió con
inexplicable júbilo. Salió del convento y avanzó hacia la ciudad mientras se
iba despojando paso a paso de su hábito hasta quedar semidesnuda. Sonreía,
empezaba a conocer su alrededor y se sentía libre por primera vez a sus treinta
y cinco años. Miró las manos que eran capaces de crear verdaderas obras de arte
y verdaderas explosiones de sabor encerradas en un plato; miró las manos
justicieras manchadas de sangre que ahora le facilitaban la ansiada libertad
que había codiciado durante más de veinte años.
–“Bendita
sangre me mancha” −pensó–. “Bendito río de sangre cuyo curso me arrastra
fervorosamente hacia la libertad. Dios está ahora conmigo y con mi espíritu” −.
Lola Linares Clavero
Lola Linares Clavero
jueves, 29 de junio de 2017
Fallo del 1º Concurso Papiros de Guerra
Ya ha pasado un tiempo desde que anunciamos el concurso y nos sentimos alagados, así como honrados, por todos aquellos que decidieron confiarnos sus creaciones. Hoy, tres meses después, nos complace anunciaros los ganadores de este primer concurso de nuestro grupo literario. Los ganadores de cada categorías son...
- En la categoría de "Relatos" tenemos a Lola Linares Clavero como 1º premio y a Teresa María Lopez del Moral como 2º premio.
- En la categoría de "Poesía" tenemos a Carlos Javier Corral López como 1º premio y a María Gámez Sánchez como 2º premio.
En los próximos días procederemos a subir las creaciones de los respectivos participantes, ¡muchas gracias a todos por participar!
- En la categoría de "Relatos" tenemos a Lola Linares Clavero como 1º premio y a Teresa María Lopez del Moral como 2º premio.
- En la categoría de "Poesía" tenemos a Carlos Javier Corral López como 1º premio y a María Gámez Sánchez como 2º premio.
En los próximos días procederemos a subir las creaciones de los respectivos participantes, ¡muchas gracias a todos por participar!
martes, 23 de mayo de 2017
Relato - Amor feérico
El
druida Enol, en su juventud, tenía tanto potencial que llamó la atención de una
elfa pese a ser un simple mortal y esta se enamoró del joven aprendiz de mago.
Al principio se contentaba con acompañarlo y observarlo y Enol notaba la
sensación de que un ser sobrenatural estaba cerca de él, pero también percibía
una gran calma y supo sin duda que se trataba de un ser benéfico. La elfa
pronto comenzó a ayudarle con sus estudios, inspirándole y susurrándole en
sueños las respuestas de los grandes interrogantes que Enol se hacía sobre el
cosmos, hasta que al final llegó a ser ordenado druida.
La
elfa empezó a visitarle en sueños, donde tomaba el aspecto de una mujer de
exuberante belleza. Enol era consciente de que aquella criatura con la que
soñaba no era humana y se empezó a enamorar de ella. Un amor imposible, entre
un humano y un ser de luz, pero ambos se buscaban día y noche. Cada día Enol
profundizaba más y más en las meditaciones, tratando de alcanzar el éxtasis, de
llegar a un estado alterado de consciencia en el que los seres feéricos son
visibles, al menos para los druidas. Ella estaba a su lado y le guiaba, le
inspiraba en su trabajo, le revelaba grandes secretos que pocos humanos saben,
hasta que Enol fue creciendo y convirtiéndose poco a poco en el druida más
poderoso que jamás pisase la Tierra. Por las noches, era ella la que lo
visitaba, cada día iba a verlo en sueños y le hablaba, le susurraba hermosas
palabras al oído. Enol sólo escuchaba música de sus labios, una música
hermosísima, una armonía tan perfecta que ningún humano sería capaz de haberla
compuesto jamás o tan siquiera de reproducirla, sólo a duras penas podía
escucharla. La lengua élfica, demasiado pura, era imposible de ser entendida
por un humano, aunque fuese druida, por lo que la elfa le hablaba usando el
lenguaje musical más bello que jamás un mortal haya podido escuchar, aunque
para ella era un lenguaje similar al que una madre utiliza con un niño pequeño
que aún no sabe hablar.
Enol
empezó, poco a poco, a aprender a entender el lenguaje musical en el que le
hablaba su elfa. Al principio simplemente quedaba anonadado por su belleza,
pero con el tiempo empezó a entender qué le quería decir y se afanó en
perfeccionar su canto para poder responderle. Enol llegó a tener una voz
prodigiosa, mejor que la de cualquier bardo o trovador que las gentes de su
comarca hubiesen conocido nunca, aunque para su elfa ese bello canto sonaba
como los torpes balbuceos de un niño que aprende a hablar y se enternecía con
ello.
Pasaron
los años y Enol alcanzó más sabiduría que ningún otro hombre, sus conocimientos
de magia, de filosofía, su conocimiento de la naturaleza… Enol se convirtió en
un líder querido y respetado por todos, porque su elfa guiaba sus pasos. Fue
perfeccionando más y más sus conocimientos sobre la música, ese bendito
lenguaje que le permitía entender a su elfa. En una larga conversación, le
preguntó a la elfa por los dioses y la forma de acceder a ellos y ella le dijo
que existía un lenguaje aún más puro que la música que estaba al alcance de los
humanos, un lenguaje tan abstracto y elevado que ni siquiera podían escuchar su
sonido como la música, sólo representarlo por escrito. Ese lenguaje eran las
matemáticas, en especial la geometría sagrada, presente en toda la naturaleza.
Enol pasaba el día entero estudiando, meditando, aprendiendo y bebiendo del
conocimiento que su elfa le brindaba. Llevaba años y años sin gozar con una
mujer, desde antes de ordenarse druida, cuando sólo era un jovenzuelo; pero el
placer que sentía con todo el conocimiento que tenía no podía compararse a
ningún otro placer carnal.
Un
buen día Enol decidió hacer un retiro al bosque y una vez allí meditó día y
noche durante semanas. Estaba en un estado de calma y paz espiritual tal que no
sentía necesidad de nada, no sentía hambre ni frío, en un estado entre el sueño
y la vigilia en el que podía ver con claridad, dejando casi de sentir el
cuerpo, hasta que finalmente lo consiguió. Consiguió lo que muy pocas personas
pueden, lo que ni los más altos sacerdotes, magos o sabios suelen conseguir:
trascender en vida. Enol trascendió de nuestro plano de la realidad a un plano
superior, en el que los colores eran mucho más vivos, en el que de hecho había
colores que no conocía, que el ojo humano no puede distinguir. Todo parecía
tener más cuerpo, más presencia, como si además de las tres dimensiones
habituales hubiese alguna más.
Notó
la extraña sensación de no sentirse corpóreo por primera vez, como si fuese
todo pensamiento, todo voluntad, todo inteligencia. Miró sin mirar, pues ya no
miraba con la vista humana, hacia abajo y vio su cuerpo dormido, apacible y
calmado. Sintió miedo, incluso un primer impulso de volver, pero en ese momento
escuchó una música lejana. Una música muy familiar y, casi instintivamente,
torpeando al principio pues no sabía desenvolverse en esta forma de existir,
siguió aquella música a la velocidad del pensamiento. En una fracción de
segundo se vio muy por encima de la Tierra, del Sol y de las estrellas,
elevándose por el espacio a millones de kilómetros de distancia, siguiendo
aquella hermosa música. Cuando quiso acordar, estaba más allá de los límites
del Universo, su percepción sensorial dejó definitivamente de funcionar. Ya no
estaba en el mundo físico. Un fogonazo de luz radiante, más pura que la de la
estrella más brillante, le inundó de golpe.
Estaba
en medio de esa radiante luz, tan blanca que no se distinguía forma o color
alguno, pero notaba miríadas de presencias junto a él. Notaba como miles de
seres lo observaban de alguna manera, aunque no con los sentidos. Podía
escuchar un rumor angelical, como millones de voces hablando juntas, pero
formando extrañamente una armonía entre todas ellas, vibrando a una frecuencia
tan alta que no se podía comparar a ningún sonido humano que jamás hubiese
escuchado nunca. Una melodía tan hermosa, tan inconmensurablemente bella, que
no podía ni siquiera compararse con sonido alguno producido por el hombre, por
el más talentoso de los bardos o el más virtuoso de los músicos. En ese momento,
notó una presencia bien conocida por él acercándose.
—Ya era hora de que vinieses a verme —le susurró una voz melodiosa con el mismo tono
musical con el que su elfa le había hablado tantas veces en sueños, pero esta
vez sí que la entendía perfectamente.
—¿Quién eres? —acertó
Enol a preguntar.
—Me llamo Anathal.
—¿Qué es este lugar?
—Estás en el Reino de los Elfos.
Enol
había estudiado las viejas leyendas, se le venían millones de preguntas a la
cabeza, miles de cosas que le gustaría preguntar, pero balbuceaba, entendía a
su elfa, pero no era capaz de responderle, no era capaz de articular palabra en
la hermosísima lengua élfica. Así es que se limitó a repetir una dulce estrofa
musical que Anathal le repetía muy a menudo en sus sueños y cuyo significado,
debido a la inmensísima paz y felicidad que le producía escucharla, había
deducido el sabio druida.
—Yo también te amo —respondió
de manera cándida Anathal.
—Te… te diría tantas cosas… —dijo
torpemente Enol.
—Lo sé… pero es hora de regresar— respondió Anathal pesarosa.
Enol
sintió como aquella presencia se alejaba y de pronto comenzó a sentirse muy
cansado, recordó por un momento la Tierra y en un suspiro, de nuevo a la
velocidad del pensamiento, estaba de nuevo en nuestro mundo, frente a su
cuerpo, sintiendo una atracción tremenda hacia él, hasta volver a fundirse con
su carne y despertarse súbitamente. El viaje hasta aquel remoto lugar y la
conversación con Anathal habían durado un tiempo que apenas le habían parecido
unos minutos, pero Enol sabía muy bien que el tiempo de los elfos, el evo, es
un tipo de tiempo diferente al tiempo humano. Cuando despertó estaba casi
deshidratado, desnutrido, muy débil. Como pudo emergió del bosque hasta que
unos leñadores lo vieron y le dieron auxilio. Al regresar al pueblo, sus vecinos
quedaron horrorizados por el mal estado en el que estaba pero se regocijaron al
volver a verlo, pues llevaba varios meses fuera y lo ha habían dado por muerto.
Aquella
noche volvió a soñar con Anathal y trató de preguntarle muchas cosas, la elfa
le respondió con dulzura, le dijo que había obtenido el gran premio, reservado
a muy pocos mortales, de ver el Reino de los Elfos en vida, pero que no debía
volver, pues ya había visto lo peligroso que era. Sin embargo Enol estaba
obsesionado, quería volver a hablar con Anathal, volver a sentirla, pues verla
era imposible. Pasó los días llorando de pena, echando de menos a su elfa,
deseando que llegase la noche para dormir y volver a verla y no queriendo
despertar nunca, pues los rayos del Sol, cruelmente se la arrebataban cada
mañana. Anathal sufría al verlo así, las melodías que emanaban de sus labios,
igualmente hermosas, comenzaron a ser más y más tristes, como una balada
fúnebre.
Enol
comprendió que a su amada le entristecía verlo así y trató de encontrar una solución
para poder volver a hablar con ella. Hablo con Xertrudes, la suma sacerdotisa
de Ataecina, y le contó lo sucedido. Su vieja amiga escuchó asombrada el relato
de Enol y, bendecida como estaba por la segunda
visión, le dijo que ella podía ver a su elfa, con el aspecto que adoptaba
para ser vista por los humanos, naturalmente, pero que podía verla y que no se
separaba de él ni un solo segundo. Xertrudes se llevó a Enol a una cueva
perdida en la que las sacerdotisas de Ataecina llevaban a cabo sus rituales de
iniciación y allí, después de concentrarse, entró en trance chamánico y fue
poseída por Anathal.
—Ahora soy yo la que viene a verte, querido.
—Te he echado tanto de menos, te diría tantas cosas,
te preguntaría tanto… —respondió con lágrimas
en los ojos Enol.
—Lo sé, cariño. Pero debes entender que una relación
entre un humano y un individuo de mi especie es imposible. Ya lo has visto, una
pequeña conversación en el Reino de los Elfos y casi mueres al regresar,
después de que hubieran pasado meses en tu mundo.
—¿No podrías tú venir a mi mundo? —preguntó Enol.
—Dijiste que me amabas ¿no es así? —dijo Anathal.
—Con todo mi corazón —respondió
el druida.
—Pues entonces no me pidas que venga a tu mundo, ya
has visto cómo es el mío… ¿de verdad quisieras retenerme aquí?
—Pensaba que tú también me amabas… —respondió decepcionado Enol.
—Te amo, te amo de una forma mucho más pura de lo que
los humanos jamás podríais llegar a entender el amor, porque no deseo poseerte,
deseo hacerte todo el bien que esté en mi mano —dijo
la elfa.
—Quiero hacerte el amor, Anathal —dijo finalmente Enol, dejándose llevar por un deseo
abrumador.
—No podemos tener sexo, Enol. Soy un ser de luz, incorpóreo
y tú eres un mortal —razonó la elfa.
—No he dicho tener sexo, he dicho hacer el amor —replicó el druida.
—Entiendo… podríamos hacerlo Enol, pero no debemos —contestó Anathal.
—¿Cómo podríamos?
—No podríamos en este mundo. Si me manifestase en mi
verdadero ser verías un ser de una belleza tan extraordinaria que tus ojos no
lo soportarían y quedarías ciego. Imagina mirar directamente al Sol, pues el
Sol es la luz de los elfos —dijo Anathal.
—Puedo taparme los ojos y no verte, sólo sentirte,
con eso me basta —suplicó Enol.
—Aunque así fuese, sentirías un placer tal que
probablemente morirías antes de llegar al orgasmo. Tu sistema nervioso no lo
soportaría. Los humanos, cuando morís, liberáis una gran cantidad de energía.
El momento último de morir sentís una sensación de placer inmenso comparable a
un orgasmo multiplicado por diez. Bien, esa sensación que en tu especie sólo se
siente en el momento de la muerte, ese placer inimaginable, sería lo que
sentirías cuando yo, sin tocarte, te hiciese la primera caricia. Sería
imposible que lo soportases —respondió la
elfa.
—He oído historias sobre la hierogamia, el matrimonio
entre un dios y una mortal. Si hasta los dioses pueden yacer con mortales, ¿por
qué los elfos no? —trató de razonar Enol.
—Eso ocurre en muy raras ocasiones, la mayoría de las
veces los dioses se encarnan en forma de avatar o bien dejan su simiente en el
vientre de la mortal sin unión sexual, pero sólo los dioses pueden obrar tal
prodigio —le contestó Anathal.
—Sin embargo dijiste que hay una manera de que hagamos
el amor, aunque no debemos —siguió el druida,
que no renunciaba a tomar a su amada aun a riesgo de su propia vida.
—En mi mundo podríamos, sentirías una sensación que
no te puedo explicar en ninguna lengua humana, una sensación tal que haría que
no volvieses a disfrutar del sexo con una mujer nunca más, después de haber
sentido eso —dijo la elfa.
—No me importa, soy tuyo Anathal, me entrego a ti,
ahora y para siempre —respondió apasionado el
druida.
—No eres mío, Enol, ni quiero que lo seas, porque si
fueses mi siervo no serías feliz. Pero además, si en una pequeña conversación
en el Reino de los Elfos pasaron meses en tu mundo, imagina el tiempo que
transcurriría si hacemos el amor. Años o tal vez siglos. No sobrevivirías y en
el caso de que lo hicieses, es un tiempo que no puedes permitirte perder,
porque tu destino es convertirte con mi ayuda en el druida más poderoso que
jamás haya existido.
—No puedo ser feliz sin ti, Anathal —respondió entre lágrimas Enol.
—Puedes y lo serás, yo te estaré cuidando y
protegiendo siempre y cuando llegue tu momento, cuando tu misión en la Tierra
haya terminado, te estaré esperando, entonces sí podremos estar juntos, pero no
antes —respondió Anathal.
—No me imagino una vida sin ti, ya no… es cruel
haberme enseñado tu mundo y ahora dejarme así —le
reprochó Enol.
—Los elfos desconocemos la crueldad, así es que si lo
he hecho, ten por seguro que ha sido por amor y que tu dicha y tu gozo serán
mayores de lo que puedas llegar a soñar, tanto en tu vida de mortal como
después —respondió la elfa.
—Yo… no sé qué decir —dijo
finalmente Enol.
—Dijiste que me amabas, ¿no es así? —preguntó Anathal.
—Con toda mi alma
—Entonces he de pedirte una prueba de amor, sólo una —dijo la elfa.
—¿Cuál? Haré lo que sea
—Déjame marchar. Si realmente me amas, déjame ir. De
ese modo demostrarás que me amas de verdad, que me amas de una manera pura, de
una manera similar a como amamos los elfos, no quieras poseerme, no quieras
retenerme, no quieras ser mi dueño. Eso, que los humanos llamáis amor, no lo es
realmente —respondió Anathal.
—Te he dado mi palabra de que haría lo que fuese —respondió sollozando Enol, comprendiendo que
dejarla marchar era lo único que debía hacer a pesar del profundo dolor que
sentía.
—Sé que mi marcha te romperá el corazón, pero has de
vivir, has de ser feliz, pues viéndote así sufro por ti —dijo Anathal.
—Así lo haré, amor mío.
Al
decir eso, Xertrudes, poseída por Anathal, se levantó y besó en los labios de
manera apasionada a Enol. Al hacerlo el trance chamánico se rompió y Xertrudes
despertó, atónita por lo que había sucedido. Enol sintió un sabor más dulce que
la miel en sus labios y una alegría inmensa, como si aquel beso hubiese borrado
de un plumazo todos sus pesares. El beso de Anathal no podía compararse ni por
asomo al beso de ninguna otra mujer, fue una sensación de paz, de amor
indescriptible, que llenó el alma del druida por completo.
Desde
ese día Anathal dejó de visitar en sueños a Enol, le dejó seguir con su vida,
le dejó crecer y aprender por sí mismo, pero siempre a su lado, inspirándole,
protegiéndole, cuidándolo. Enol sabía que Anathal estaba cerca y era feliz,
recordaba aquel beso y siempre le dibujaba una sonrisa. Desde aquel día Enol,
ya de por sí sabio como todos los druidas, se dirigió con un equilibrio y una
tranquilidad en todas las situaciones, por tensas o difíciles que estas fuesen,
que asombraba a todos los que lo conocían.
Aquel beso había sellado para siempre su destino.
Por eso, desde aquel día, no volvió nunca más a besar a una mujer en los
labios, pues no quería que ninguna pudiese borrar el beso de Anathal. Aunque en
el fondo sabía que aquel beso no estaba en sus labios, estaba en su corazón, de
donde nadie podría borrarlo jamás.
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